Los antiguos, como nosotros, tuvieron dos especies de viajeros: hubo quienes recorrían la tierra y otros que, como el prudente Ulises, visitaban los mares. De unos y otros, si junto al afán de aventuras cierta veleidad por las letras los llevó a narrar cuanto vieron y observaron en sus correrías, la lectura de sus escritos fue y será siempre placentera para hombres de otros siglos. Es, precisamente, lo que ocurre con El lazarillo de ciegos caminantes, uno de los más bellos libros de viaje sobre la América colonial, además de constituir en sí mismo un enigma literario.

 

Hasta hoy se discute la identidad de su autor. ¿Don Calixto Bustamante Carlos, alias Concolorcorvo, o Alonso Carrió de la Vandera? Si fue aquel cholo cuzqueño color ala de cuervo (de allí su apodo) o el erudito asturiano que lo acompañó de Buenos Aires a Lima en 1771, poco importa. Sea quien fuere su autor, algo es cierto: constituye un testimonio irreemplazable, donde el sentido del humor para nada altera una visión precisa y verídica de la vida y costumbres de fines del siglo XVIII en estas tierras vírgenes. Véase, si no, este fragmento asaz ilustrativo sobre ciertos hábitos culinarios y algunas compañías molestas a orillas del Plata, aún vigentes:

 

“La carne está en tanta abundancia que se lleva en cuartos a carretadas a la plaza, y si por accidente se resbala, como he visto yo, un cuarto entero, no se baja el carretero a recogerlo, aunque se le advierta, y aunque por casualidad pase un mendigo, no lo lleva a su casa porque no le cueste el trabajo de cargarlo. A la oración se da muchas veces carne de balde, como en los mataderos, porque todos los días se matan muchas reses, más de las que necesita el pueblo, sólo por el interés del cuero.

 

“Todos los perros, que son muchísimos, sin distinción de amos, están tan gordos que apenas se pueden mover, y los ratones salen de noche por las calles, a tomar el fresco, en competentes destacamentos, porque en la casa más pobre les sobra la carne, y también se mantienen de huevos y pollos, que entran con mucha abundancia de los vecinos pagos… Tiene el río variedad de pescados, y los pejerreyes crecen hasta tres cuartas, con su grueso correspondiente. Se hace la pesca en carretas, que tiran los bueyes hasta que les da el agua a los pechos, así se mantienen aquellos pacíficos animales dos y tres horas, hasta que el carretero se cansa de pescar y vuelve a la plaza, en donde los vende desde su carreta al precio que puede, que siempre es ínfimo”.

 

¿Huellas de canes por la calle?… ¿Ratones?…¡Qué bife de chorizo!… ¿Pescado otra vez? Nada nuevo bajo el sol.

 

Estas “jocosidades para entretenimiento de caminantes” integran la Colección Memoria Argentina dirigida con tanto acierto por Alberto Casares.

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