Prácticamente a un mes de los hechos, es posible hacer una evaluación más serena y global de ese muy atendible acontecimiento que fue el 13º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Un poquito mejor organizado, bastante más concurrido, y también bastante menos discutido que el anterior, el de este año fue definiendo una personalidad bien interesante y necesaria. Acaso debamos hablar de dos personalidades, ya que hubo, en la Argentina, dos festivales, entrecruzados, y a la vez diferentes.

 

Uno tiene como eje al Boulevard Marítimo: hoteles de lujo donde paran, apenas por dos días, las estrellas contratadas para que funcionarios banales y medios superficiales otorguen los fondos y la difusión necesarios; limusinas, agasajos y fiestas elegantes, incluyendo un lujoso cóctel presidencial; Mercado de Filmes, con atractivos stands de varias empresas y países comprometidos con la industria (un mercado al que sólo pueden asistir los especialistas acreditados, y que, lógicamente, también está en uno de esos hoteles); y Auditorium, radiante, luminoso, con un hall enorme muy bien adornado, para las películas de la competencia oficial. El espíritu de los viejos festivales, la vanidad de los actuales, se conjugan allí.

 

El otro tiene como eje a la avenida Luro: hoteles gremiales y pensiones donde paran los jubilados y los estudiantes; comederos económicos; y varias salas, hasta más allá del Teatro Colón, para las diversas y muy atractivas muestras paralelas, las charlas de Robbe-Grillet y Paul Schrader sobre cine y literatura a sala llena, el III Festival Internacional de Escuelas de Cine, inserto en el festival grande, la retrospectiva de Carlos H. Christensen, los clásicos en copias nuevas, etc.El espíritu de los viejos y los nuevos cinéfilos se hace cuerpo en esas veredas, saltando de un cine a otro. Por supuesto que también hay incursiones a la sección matutina del Auditorium, y a sus charlas, y mesas redondas, y a las funciones de medianoche.

 

Nada está tan terminantemente separado, aunque no deja de ser muy representativo que un seminario de la Motion Pictures Asoc. of America, sobre incentivos fiscales (traducible como exenciones impositivas) a la producción, se haya desarrollado en el norteamericano Sheraton Hotel, al tiempo que un encuentro del proyecto Ibermedia, sobre la formación de un fondo común para producciones entre España y los demás países latinos, se haya cumplido, coherentemente, en el hotel Iruña, pasando la avenida Luro. El primero contó con la bendición de Jack “God bless you” Valenti, desde hace 31 años titular de la Motion, esto es, de la entidad que agrupa a las empresas majors de cine y televisión americanos. “Mi trabajo es liderar y hablar en nombre de la industria, asegurar que los productos americanos puedan comercializarse libremente por el mundo”, explicó en conferencia de prensa, un día antes de reunirse oficialmente con el presidente de la Nación. Según referencias, en su agenda estaban la reducción del impuesto al video y la producción de películas argentinas de acuerdo con empresas norteamericanas, que manejarían su comercialización exterior, algo que ya se está poniendo en práctica. El proyecto Ibermedia, por su parte, sigue el modelo de Eurimages, sistema que favorece la realización de películas artísticas en primer término, y afirma con ellas la presencia de una cultura regional, frente a la estandarización mundial. Su existencia depende de una decisión política, antes que económica.

 

También resultó curiosamente llamativo que en el festival principal se alentaran las relaciones anglo-argentinas (premios a una coproducción inspirada en el tango for export, a una película sobre los buenos sentimientos de la reina Victoria, y homenajes a la memoria de Chaplin y a un director inglés que finalmente no vino), mientras que en el festival popular tuvieron gran repercusión las películas iraníes. Esto último podría autorizar una maliciosa lectura política sobre deseos oficiales y apoyos populares, si no fuera que dichas películas iraníes tienen problemas de censura en su propio país, y que al público sólo le interesaba ver buen cine de todo el mundo, sin interés militante alguno.

 

Al respecto, en cuanto a películas propiamente dichas, a más de treinta por día, abundaron las de reencuentros familiares, para perdonarse o ajustar cuentas, las de revisión política, cuestionando o replanteando la formación izquierdista de una generación, y también las de sexo, hétero y homo. Excepcionales, en cada uno de esos casos, el Viaje al principio del mundo, del octogenario maestro portugués Manoel de Oliveira, el documental español Asaltar los cielos, trabajosa y apasionante investigación sobre el inútil sacrificio del asesino de Trotsky, y la comedia belga Mi vida en rosa, sobre las decisiones de una criatura respecto de sí misma, para desconcierto de sus atribulados padres, todas ellas vistas en secciones paralelas.

 

Títulos de relevancia, que difícilmente veamos en salas comerciales, fueron las iraníes El padre, de Majid Majidi, y El sabor de las cerezas, de Abbas Kiarostami, ya galardonado en Cannes, y la rusa, de producción alemana, Madre e hijo, de Aleksandr Sokurov, un poeta que se inició años atrás bajo el respaldo de Andrei Tarkovsky. Apenas dos personajes, en las afueras de algún lugar perdido, cuatro diálogos muy breves a lo largo de escasos 72 minutos, y un puñado de planos fijos, trabajados como pinturas ocres de angustiosa belleza (alguien mencionó a Friedrich), transmiten una experiencia emocional tan honda, mostrando un día en la vida de un joven y su madre enferma -dando al espectador un espacio para que vuelque allí y sublime las aflicciones que nadie se permite tener en su vida cotidiana-, que la película termina con dos minutos de fundido en negro. La historia termina, funde a negro, tras un minuto comienza una música tan suave, que no se sabe si viene de la banda de sonido, o del alma misma del espectador, y recién un minuto después se ve la palabra “Fin”, y no hay más nada, y pueden prenderse las luces. Es necesario todo ese tiempo, para que cada uno vaya secando sus lágrimas, aquietando su corazón, y saliendo lentamente de clima; tan intensa es la obra.

 

Otras películas, de otros méritos, se verán en pantallas comerciales. Señalemos -para comentar a su debido tiempo- las españolas Carne trémula y La buena estrella (premio OCIC en Cannes), las argentinas Pizza, birra, faso, y Plaza de almas (debidamente galardonadas por la OCIC en Mar del Plata), el documental italiano sobre Marcelo Mastroianni Me acuerdo, sí, me acuerdo, el drama francés de época Ridículo, y la discutida fábula checa Un ambiguo informe sobre el fin del mundo. Hubo más, por supuesto, y habrá otro festival, por suerte. Vaya un agradecimiento, y un aliento especial, para su director artístico Oscar Barney Finn, su equipo, y su amor al cine.

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