Se habla tanto del setentismo y los setentistas que quiero decir lo mío aunque relativo a un rasgo, sólo a uno. La figura del setentista, como la de cualquier otra figura humana y política, es compleja, un entretejido de hilos varios. Lo que aquí voy a caracterizar, en consecuencia, no es el personaje entero.

 

La razón por la que entresaco del conjunto este rasgo es simple: no está lejos de ser el nervio motor mismo de la figura, la causa eficiente de tantas actitudes y comportamientos distintivamente suyos. Lo nombro: es la profunda convicción que posee el setentista de su verdad política y su superioridad moral, sólo parangonada por la del oligarca hecho y derecho. Esto es, su campeonismo en la materia (una sola materia, porque en él política y moral están fusionadas). Ese campeonismo que por sobreentendido lo autoriza y de modo natural lo conduce a condenar, sospechar y despreciar, y aun a cubrir de vituperios, a quienquiera encuentre en oposición a sus ideas o creencias respecto de algún propósito. Es también el mismo que lo faculta para el sorpasso de lo que estuviera convenido, las formas acostumbradas o las reglas del juego, las instituciones, y a sacar ventaja de lo que por tanto no se espera, toma de sorpresa y descoloca. A qué tener esas contemplaciones si el otro no las merece y uno está en lo justo y lo cierto, siendo para más que la causa nacional y popular está puesta en la balanza y el imperialismo acecha en alianza con la oligarquía y la banda íntegra de los cipayos. Sería ingenuo o estúpido. O las dos cosas.

 

Atención: no digo que a veces el setentista no pueda estar y no esté en lo cierto. No niego tampoco que su corazón está con los pobres y los desposeídos. Ni ignoro que más suele que no suele ser un tipo solidario y generoso, incluso abnegado (aunque, por supuesto, en este como en cualquier otro rubro siempre hay de todo). Ni desconozco que vivimos en una sociedad de clases, una sociedad plagada de desigualdades, una sociedad en la que los ricos y el establishment combinan poder, relaciones, educación y destrezas, prejuicios, mañas, y hacen invariablemente su negocio o reproducen el estado de cosas peor mientras miran para el lado opuesto de la villa miseria y el conurbano, sea Recoleta, el country, la chacra, Puerto Madero o el Este.

 

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El setentismo, como todo, tiene sus virtudes y sus defectos, pero aun así presenta el nervio que he mencionado. Un setentista, por tanto, también una setentista, por supuesto, cree, piensa y siente íntimamente, de manera muy honda, muy arraigada, que el campo se divide tajantemente en amigos y enemigos, los malos y los buenos, con él o ella del lado política y moralmente recto. El único lado recto. Y sólo él o ella en el lado recto. Por consiguiente, vistas la historia y la realidad nacionales tan injustas, tan dramáticas, tan indignas, las del pueblo y la nación argentinos, política y moralmente se le impone ser y será un(a) justiciero(a). En este punto las cosas, las formas, las mores o las instituciones son lo de menos. Lo que importa, lo que cuenta, lo que vale, es ni más ni menos que “lo que Dios manda”, que se haga la justicia.

 

Hacer la justicia; hacer justicia no es empero nada sencillo en este mundo. Las personas son como son, la gente es lo que es, las cosas son como son y como están, y la historia, y los poderes, y los dirigentes, y los recursos. Etcétera. Se ha dicho ya por distintas bocas o plumas que, por tanto, lo posible, aquello de que se trata, es ir haciendo justicia con lo que hay, lo que se tiene, como se tiene, y como se puede o pueda; o sea, con las manos sucias, como quería Sartre, ese ídolo de los precursores sesenta.

 

Con todo, ésa no es ninguna dificultad o complicación moral para el o la setentista, sino y sólo práctica. No sólo la política es filosofía práctica, recuérdese, y así se estudia en la Facultad, sino que el o la setentista son por naturaleza, como ya vimos, menos formales que expeditivos, o más bien pragmáticos que institucionalistas. Y justicieros, sobre todo justicieros.

 

Buenos Aires, enero de 2006

 

 

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Apéndice

 

Adivino las objeciones o críticas y hasta el disgusto de los setentistas con lo previo, por lo que creo importante dejar aquí la siguiente constancia.

 

Diez años antes de los setenta estuvieron los sesenta. La década más convulsionada y “loca” del siglo veinte, detenerse en ella sería aquí ocioso. Mencionemos, tan solo: la guerra de Vietnam, los hippies, los Beatles, Luther King y los negros, el mayo francés, la contra-cultura, entre nosotros el Di Tella, etcétera, etcétera. Pienso especialmente en la Argentina política, o en lo que fue, sencillamente, el tiempo de la revisión, la nueva mirada sobre el peronismo y el gorilismo, y de la creación de la ideología política de la que luego surgió y a partir de la cual se redondeó el setentismo, esto tras el golpe de Onganía, el Cordobazo, la formación de la JP, la Tendencia, Montoneros, el ERP, las “ejecuciones” de Aramburu, Mor Roig, Rucci, Vandor, Alonso.

 

Permítame el lector este párrafo de memorias personales, pero es inevitable para lo que estoy exponiendo. En 1960, poco menos que de casualidad, cayó en mí la organización y dirección de facto de un semanario, la revista El Popular, que llegó a ser la segunda en ventas detrás de la inalcanzable y famosa Radiolandia. Para entonces, aparte de mi militancia universitaria más o menos destacada dentro del Reformismo, en el MUR de Derecho (de la FUBA), ya había publicado dos libros que compilaban las opiniones –sobre la base de cuestionarios– de una nómina de figuras políticas de derecha a izquierda sumamente representativas, que reuní tres veces en el Salón de Actos de la Facultad ante una concurrencia masiva, en un caso, y de líderes prominentes de todas las distintas izquierdas del país, en el otro; respectivamente, Tres revoluciones y Las izquierdas en el proceso político argentino, dos libros que tuvieron mucho impacto. En El Popular, entonces, con esos antecedentes, pude convocar como columnistas estables a Arturo Jauretche, Ismael Viñas y Rodolfo Walsh, con Jorge Cooke como mi mano derecha, el hermano de John William. Nos juntábamos todos más que frecuentemente en la redacción de la revista, a dos cuadras del Congreso; Walsh escribía lo suyo a menudo allí mismo, pipa en boca, mientras Jauretche peroraba al lado con su gracia de siempre, aunque sin descanso, hasta agotarnos; y a la salida marchábamos aún frecuentemente con don Arturo hacia galerías y remates de pintura argentina. Entre los jóvenes de mi generación llamé además a colaborar a mis amigos Rodolfo Ortega Peña (llegamos a poner juntos un estudio jurídico; años más tarde fue acribillado a muerte por la Triple A) y José Nun, entre otros que eran independientes o peronistas o marxistas o nacionalistas. Publicaron allí, también, desde Ernesto Sabato, para entonces autor de El otro rostro del peronismo, hasta Jorge Abelardo Ramos, en esa época tan mentado e influyente por sus libros y como el Víctor Almagro que había sido del diario Democracia antes del ‘55, así como reporteamos a J.J. Hernández Arregui y comentamos su obra tan de ese tiempo, también inter alia. Desde luego, traté y conocí bastante bien a todos los citados, como también a Rodolfo Puiggrós. La nuestra era, decían, y eso había buscado yo, aparte el perfil ideológico propio de cada colaborador, la revista de la denominada Izquierda Nacional (tanto que el partido Comunista nos incluyó especialmente en su ataque a ésta en el número 50, extraordinario, de su órgano teórico Cuadernos de Cultura, con los artículos salientes firmados por Rodolfo Ghioldi, Héctor P. Agosti, Ernesto Giudice y Juan C. Portantiero, antes de su expulsión, claro). Silvia Sigal y Oscar Terán han recordado a la revista en sus conocidos libros sobre la época; y creo que también Carlos Altamirano, aunque no tengo presente dónde.

 

Lo que quiero asentar, en suma, es que mi sesentismo, ese progenitor del setentismo, está fuera de duda. Éste se tornó de armas llevar y no fue tan sólo contestatario, como en general había sido el primero. Fuera de duda geográfica incluso: a fines de 1966 dejé mi profesión de abogado y me fui del país a estudiar ciencia política en la dorada Berkeley de los sesenta, de donde volví sólo durante 1971 para, al poco tiempo, irme a trabajar en lo mío a Bariloche, la Fundación Bariloche (aquel centro excelente de investigación y docencia de posgrado –abarcaba desde la matemática y la biología hasta las ciencias sociales y la Camerata– que luego destruyó el Proceso), realmente muy lejos de todo lo más importante que fue transcurriendo en el país para ese tiempo. Y en rigor yo ya había migrado, bajo la influencia de mi maestro Sheldon Wolin, de la Izquierda Nacional de la Argentina a la Filosofía Política y de la Ciencia del universo. De político había pasado a politólogo. En definitiva: sé bastante de lo que escribí supra. Si nunca fui nada próximo al montonerismo, la JP y demás, que en todo caso vinieron después, lo cierto es que conocí el paño de cerca. Esa es parte de mi biografía. Tal vez me otorgue la “autoridad” del caso.

1 Readers Commented

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  1. lina maria on 8 noviembre, 2010

    ¿ qué es setentizar?

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