Amado por cineastas y denostado por funcionarios. Su vida fue la parábola del eterno romántico que comprendió a aquellos jóvenes que revolucionaban París, cámaras al hombro, mucho antes de que la historia les asignara el lugar (¿común?) de la Nouvelle Vague. Esos intrépidos (Truffaut, Godard, Chabrol, Eustache, Rivette), se encargaron de defenderlo cuando nada menos que el ministro de Cultura Andrè Malraux lo consideró prescindible en abril de 1968. Más de treinta años atrás (1936) junto a Georges Franju había fundado una cinemateca, desesperado ante la desaparición constante de joyas del cine mudo requeridas entonces como materia prima para peines y otros enseres. Henri Langlois (coleccionista empedernido, noctámbulo constante, realizador ocasional, tarotista insistente y bondadoso bohemio) fue la figura reverenciada hasta el hartazgo por aquellos talentos criados bajo su protección en la Cinemateca francesa. Hacia 1968 este espacio era el archivo fílmico por excelencia del mundo, con más de 60.000 copias de películas, y que Langlois exhibía constantemente a un tumultuoso público que acompañaba hasta bien entrada la madrugada las funciones. “Fue el creador de los multiplex” señalaría jocosamente Claude Chabrol al rememorar las proyecciones en simultáneo en una sala de planta baja, en el primer piso y sobre una sábana en la pared de la escalera. Esto disgustaba mucho a los funcionarios que ansiaban un “lugar honorable” para la historia del cine y detestaban el bamboleante perfil de ese hombre desaliñado que sólo se encargaba de pedirles fondos, de los que rara vez rendía cuenta en enmarañados balances. Esas diferencias con la burocracia ya se evidenciaban en la carta que, en 1948, le dirigiera como respuesta a François Truffaut que juntaba películas (y esfuerzos) para fundar un cine club: “Dado su amor por el cine, permítame decirle que comete un error al lanzarse, sin ayuda, a una empresa como la que me expone usted. El litigio que separa a la Cinemateca Francesa de la Federación Francesa de Cine-Clubes en lo que respecta al préstamo de películas no es una cuestión de personas o de política, sino sencillamente una imposibilidad jurídica que obliga a la Cinemateca, a pesar de todo su interés en seguir siendo un organismo vivo, a contemplar, en calidad de convidada de piedra, las actividades de los cine-clubes”. Frente a la oposición de la Federación, Langlois decide prestar a Truffaut Entr’acte de Rene Clair y Un perro andaluz de Luis Buñuel. Desde entonces tendrá un profundo respeto por Langlois el futuro realizador de Los cuatrocientos golpes. Lo defiende en 1968 en cortos institucionales pidiendo su restitución como director de la Cinemateca. La presión popular, en la que no faltó Daniel Cohn-Bendit, lo repuso en su cargo.

 

Éste, y muchos otros documentos y testimonios pudieron conocerse en el desmesurado (tal como el personaje que retrata) e inteligente documental de Jacques Richard Le fantome d’Henri Langlois que la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín programó con audacia dada su duración, nada menos que tres horas y media, luego de la fallida proyección dentro del último Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. En aquella ocasión, simplemente y humoradas aparte, la copia no llegó a tiempo.

 

El documental es un minucioso trabajo que reconstruye hasta los últimos recovecos de la historia de aquel voluminoso y querido personaje. Su pasión, su desorden, sus amigos y enemigos, sus amores oficiales (y otros sugeridos) y, desde luego, las películas que tantas veces proyectó se unen bajo el guión certero de Richard al desfile, en grabaciones propias y otras de archivo, de personajes que van desde el experimentado fotógrafo Henri Alekan (a quien también “la Lugones” le dedicó un espacio propio con la proyección de Henri Alekan, la memoria o historias de cine); a directores como Claude Berri, Claude Chabrol, Jean Rouch, Werner Schroeter, Eric Rohmer, Philippe Garrel (premio al mejor director por Les amants reguliers en Venecia 2005); a teóricos como Serge Toubiana, Lotte Eisner y colegas como Freddy Buache. Incluyendo en los reportajes al mismísimo zar de la Motion Picture, Jack Valenti, al que también le brillan los ojos de emoción recordando a Langlois confirmando, contra algunos pronósticos, sus sentimientos aunque defienda despiadadamente la maquinaria de Hollywood. Cuando Langlois recibió un Oscar honorario, en 1974, viajó a Hollywood con el presidente de Gaumont. “¿Volvemos juntos?”, preguntó el empresario, “Localicé una copia por la cual voy vender el boleto, no tengo dinero,  así que tendrán que repatriarme”, contesto Henri.

También vemos a Claude Chabrol preguntándose si haría el amor con, la no menos voluminosa y otrora bella, Mary Meerson y qué espectáculo sería ése; otros recuerdan cuando junto a Simone Signoret paseaban un cochecito de bebé, lleno de películas prohibidas por los nazis a las que buscaban refugio por las calles de una París sitiada. O como Henri negociaba con otros alemanes, en plena guerra, el intercambio de negativos que terminarían salvando los de El Ángel Azul de Josef von Sternberg. Una perla es la grabación del acto en el cual se le concede la Legión de Honor por parte del Gobierno de Francia a Hitchcock. El realizador pidió que se la entregara Langlois y la acción muestra cómo el coleccionista saca y coloca la distinción repetidamente, imperturbables y serios los dos, para los fotógrafos o cuando lee con profundo desdén el discurso oficial. “Siempre le pedía algo a Hitchcock; y una vez, en una caja vino esto” comenta en otro fragmento (era la famosa calavera de Psicosis) para de inmediato agregar: “Lo tengo a la vista porque me hace acordar a una secretaria que tenia”. En 1972, el sueño cinéfilo de Langlois materializó un Museo del Cine que, con piezas únicas e increíbles, estuvo abierto hasta 1997. El incendio en un sector del Palais de Chaillot que lo albergaba fue la excusa perfecta, según denuncia el documental, para cerrarlo definitivamente. Los rumores acerca de la construcción de un “parque temático” más cerca del entretenimiento que de la cultura cinematográfica en la afueras de París, todavía causan revuelo en el ambiente cultural francés. Las mismas causas del cimbronazo cinéfilo del ’68 se escuchan permanentemente como un eco y una temible sombra: ¿Debe ser un fin la rentabilidad económica en la cultura?

 

Otra película habla de Henri Langlois y su derrotero. También integró el ciclo “El cine francés visto por dentro”, que se presentó con el sugestivo subtítulo: “Godard, Truffaut, Rohmer, Daney y otros”. Junto a esos otros (Jacques Demy, Agnés Vardá, Wim Wenders, Jean Cocteau, Jacques Rivette, Alain Resnais…) estaba Edgardo Cozarinsky con su emotivo homenaje al Citizen Langlois. Aquí no importan los recuerdos si no están consustanciados con los sueños y con preguntas que se convierten en hipótesis en manos del autor. “¿Dónde encontrar una respuesta? ¿En los lugares de la infancia?”. La principal diferencia entre el Langlois de Edgardo Cozarinsky y el de Jacques Richard es que el primero se permite el silencio como un elemento más de la constitución y carácter del signo, que deviene en interrogante en otras tantas ocasiones. “En los años ’50 y ’60 en torno de la cinemateca surgió lo que se llamó ‘cinefilia’, una cultura que también era un culto y que marcó a sus fieles de por vida”, señala Cozarinsky.  Existe otro fantasma en Citizen… el de Jean Vigo, que obsesionará a Langlois como el cineasta ideal que él no se atrevió a ser. El segundo material es la traslación, lo más completa posible, de tres estructuras fundamentales de su perfil: la cinemateca como espacio de resguardo y creación, los sucesos de abril de 1968 como bisagra y el después, con la inevitable desprotección oficial y el final. Mirada que se une al principio del cine y a una de las reflexiones mejor acuñadas por el archivista que se sugiere en ambos trabajos: “Algo ha desaparecido en el cine de hoy: no se ven los ojos de las personas. Están muertos. En cambio en el cine mudo son los ojos los que hablan, no están muertos”.

 

Hizo suya la frase de René Char: “Si el hombre no cerrara a veces soberanamente los ojos terminaría por no ver ya lo que merece verse”. Murió en los brazos de Mary Meerson, el 13 de junio de 1977 en París (había nacido el 13 de noviembre de 1914 en Turquía). Como homenaje, y testimonio, Mary puso todos los telegramas recibidos durante los funerales de personajes prestigiosos como Kurosawa y Visconti, en los viejos zapatos del genial Langlois y se los envió al Presidente de la República. Así, aquellos que lo habían acusado durante tantos años de manejar discrecionalmente las subvenciones públicas, pudieron comprobar los agujeros de las suelas.

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