Amanecía un cielo gris, tapado de nubes oscuras, inmóviles.

 

Juliana Burgos abrió los ojos. Se sentía mareada y le dolían las piernas después de la noche brutal que había pasado. Las cobijas se resbalaron del catre y descubrieron sus muslos morenos. Escuchó un ruido en la pieza contigua. Levantó la cabeza y vio dos ojos grandes por el claro de la puerta apenas entreabierta, que miraban sus piernas desnudas. Se incorporó de golpe y buscó la camisa y la pollera que estaban tiradas en el piso. Despacio se vistió y fue a la cocina a poner agua a calentar para preparar unos mates. ¿Adónde andaría el Cristián? Miró su brazo y tocó las pulseras que le había regalado el día anterior antes de ir al baile. Un temblor le recorrió el cuerpo. Parecido al miedo que había sentido cuando su padre llegaba borracho a la casa y apaleaba a su madre. Sabía que lo mejor era quedarse callada y trabajar.

 

Todo era oscuro. Las paredes negras de humo, el piso de tierra, la cocina de leña, el mantel de hule gastado y raído. Abrió la ventanuca de la cocina con dificultad y consiguió que entrara un poco de luz. Buscó un trapo y encontró uno sucio y percudido; juntó un poco de ceniza de la cocina y limpió la pava y las ollas con fuerza hasta que logró sacarles brillo. Afuera, debajo del ombú, un perro dormitaba atado a una cadena. Cuando la vio salir, abrió un ojo y comenzó a gruñir. No le hizo caso. Fue a la bomba con el balde a buscar un poco de agua. Limpió las paredes de la cocina, lavó la ropa sucia y luego se dirigió hasta un montecito de higueras que estaba al fondo de la casa y colgó la ropa en el cordel. Al volver, sacó de la fiambrera que estaba colgada de una rama, un pedazo de carne cruda. Cortó una tira y se fue a juntar leña chica para prender la cocina. Cuando terminó con los quehaceres, la carne ya estaba cocida. Volvió a cebar unos mates y se sentó a esperar.

 

 Caía la tarde cuando apareció Cristián. Estaba ansioso, apurado, quería las mejores pilchas para el baile. Juliana, sumisa, en silencio, le alcanzó la ropa entre mate y mate. Lo acompañó al palenque y cuando se estaba por subir al overo, apareció su hermano menor, Eduardo. Rápidamente le dijo que él se iba al baile, y que si quería a la Juliana, la podía usar. Juliana escuchó y no dijo nada. Sorbió el último resto de mate, tomó la rejilla y se puso a limpiar la mesa de la cocina con fuerza. Eduardo se bajó del caballo y lo ató al palenque. Hacía tiempo que ella notaba que la miraba con deseo. Lo veía en sus ojos, en sus arranques imprevistos. Eduardo entró despacio a la cocina y se sentó. Juliana en silencio le ofreció un mate, y otro, y otro. Cuando la pava ya estaba vacía, sin decir nada entraron a la pieza. Eduardo la acostó en el catre y luego le dijo: Hace meses que te sueño, Juliana, me hacés doler el corazón. Juliana se enterneció. Nunca nadie le había dicho algo semejante. Nunca nadie la había querido así, ni la había soñado. Lo quiso. Con un amor desconocido para ella, y guardado durante años.

 

Después, todo fue diferente. Y diferentes las noches y la espera de los dos hermanos. Cuando llegaba Cristián se agitaba, corría y lo atendía como una esclava. Volvía a sentir miedo. Y cuando él se subía al caballo y emprendía el galope, sentía alivio. Distinto era con Eduardo, cada día que pasaba lo quería y lo extrañaba más. Diferentes fueron también los días. Juliana no comprendía porqué reñían tanto. Por una cosa o por la otra terminaban a los gritos. Ella seguía con los quehaceres de la casa, y esperaba.

 

Una tarde los vio a los dos mal. Eduardo había dejado los aperos afuera y la lluvia los había mojado. Juliana se fue a la pieza, estaba cansada de oírlos pelear. De pronto se silenciaron y se asustó. Corrió afuera y los vio atando la carreta. Cristián le mandó juntar la ropa y sin explicarle nada la llevaron al pueblo. La dejaron en el prostíbulo y se fueron.

 

Juliana se fue acostumbrando, no la pasaba mal. Sólo tenía que lavar su ropa, atender algunos clientes y a los dos hermanos que siguieron viniendo cada uno por su lado. No supo qué pasó, pero un día Cristián vino a buscarla y le pidió que volviera a la casa. Y todo comenzó a repetirse. Uno la trataba con furia, el otro con dulzura. Uno gritaba, el otro quedaba en silencio. Juliana se acostaba con Cristián por miedo y con Eduardo por amor. Cristián rebenqueaba brutalmente a los caballos. Eduardo pateaba a los perros. Juliana comprendió su culpa, pero no podía disimular su amor por Eduardo. Se advertía en su cara la felicidad, por más que intentara disimularla. Y la camisa mejor planchada, el mate mejor cebado, el pedazo de carne más grande. Por primera vez se sentía querida y sintió deseos de tener un hijo de él. Y a Cristián estas cosas no le pasaron inadvertidas. Cada día la trataba peor. La vejaba. Y después de esa descarga brutal con ella, en presencia de su hermano, se apaciguaba.

 

Una madrugada se levantó a preparar mate y los encontró en silencio sentados en la mesa de la cocina. De vez en cuando se miraban entre ellos y en esas miradas había una complicidad que iba más allá de la discordia que ella había causado y que no comprendía. Sintió miedo. Miedo de los ojos serenos de Cristián y miedo del silencio de Eduardo. De las nubes grises en el cielo y de la tormenta que no tardaría en desencadenarse. El mate iba de mano en mano. De pronto Eduardo se levantó, se subió al caballo y partió. Cristián se incorporó sin decir nada y se fue a los corrales.

 

El calor no cejaba. Juliana sintió correr gruesas gotas de sudor por las mejillas. Se soltó el pelo debajo de la bomba para mojárselo. Luego se puso a trabajar como todos los días. Corrían las horas y ninguno de los dos hermanos aparecía. El aire estaba quieto, y un miedo atroz la hizo estremecer cuando escuchó el taconeo de las botas de Cristián en el patio.

 

Ya era tarde, y en la oscuridad de la noche, gritó por primera vez cuando vio la luz de la luna reflejada en el puñal.

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