Afrontar el problema de la ancianidad, particularmente el de la espiritualidad que puede caracterizar esta fase de la vida, significa tener presente que «de la vejez podrá hablar solamente el que sabe algo de ella; pero sólo quien vive personalmente en la vejez puede saber en verdad algo de ella» (R. Guardini).

 

No obstante esta advertencia, es posible afirmar que la última parte del siglo XX difiere verdaderamente de las épocas precedentes por el largo y activo período que queda luego de la vida laboral. Este es un hecho nuevo. La vejez sigue siendo lo que era, aunque se llegue más tarde, en número cada vez mayor y se extienda más.

 

A pesar de ello, el lugar de los ancianos en la comunidad no es tan evidente; por el contrario, son las generaciones más jóvenes las que asignan a los ancianos su lugar, las condiciones sociales y su rol, de acuerdo con el sistema de valores dominante en la sociedad. Y la sociedad sólo podrá integrar a los ancianos cuando también aprenda a «vivir junto» con ellos, en lugar de vivir al lado de ellos.

 

Por lo tanto, no es fácil hablar en forma creíble acerca de la vejez; esto presupone no sólo, como se dijo, que se la esté experimentando personalmente, sino también que haya sido reconocida la tendencia que nos lleva al hastío de la vida, a la envidia de la juventud, al resentimiento frente a lo nuevo, y que se trate, al menos, de superarla.

 

La vejez y su sentido

 

La segunda mitad de la vida posee un significado y una finalidad diferentes del objetivo biológico y natural de la primera. En la segunda mitad de la vida el cambio de roles, la muerte de allegados, los cambios físicos y las miles de otras inevitables consecuencias del proceso de envejecimiento, contribuyen a acelerar una revalorización y una reestructuración de las prioridades personales.

 

Toda persona posee varias dimensiones: física, social, psicológica y espiritual; pero esta última no es una más: es la que le da un significado a toda la vida. El término «bienestar espiritual», por consiguiente, implica plenitud, realización, en oposición a fragmentación y aislamiento.

 

En síntesis, podemos definir la espiritualidad como la comprensión, por parte de la persona, de su propia vida en relación a sí misma, a la comunidad, al medio ambiente, a Dios. Se trata de una construcción psicológica que comprende tanto el mundo profano de la experiencia como el mundo de la trascendencia; un continuo proceso interior de integración de recuerdos, experiencias, anticipos y de un esfuerzo por relacionarse con los demás, con confianza y empatía.

 

¿Cuándo comienza la vejez? Hoy se tiene bastante en cuenta el hecho de que el envejecimiento es un proceso muy gradual, que no se limita a determinados períodos de la vida. La vejez está allí dondequiera se manifieste una nueva manera de ver la vida, el tiempo y, particularmente, la «finitud». Desde el punto de vista biológico se comienza a envejecer el día del nacimiento. La cuestión, entonces, es ¿cuándo se comienza a tomar conciencia? ¿En el momento en que la generación anterior comienza a morir o, más bien, aun antes? El envejecimiento comienza a percibirse cuando ya no conseguimos hacer lo que hacíamos antes. Semeja un proceso de alejamiento: crece la distancia entre el anciano y la sociedad; el anciano desempeña un número menor de roles, sus contactos disminuyen. Es decir, un modo teológico de expresar que se está viviendo el «tiempo final».

 

Búsqueda de nuevos significados

 

Los años de la ancianidad pueden significar nuevos objetivos y, cada uno de ellos puede tener una dimensión espiritual. Estos nuevos objetivos pueden ser:

 

1. Descubrir nuevos valores de vida;

2. Elaborar una nueva escala de valores que subrayen la importancia del ser con respecto a la acción y a la actividad;

3. Encontrar una nueva modalidad para estructurar el tiempo; nuevas obligaciones para sus energías;

4. Adaptarse a nuevas modalidades de vida y a nuevos ambientes de vida;

5. Aprender a estar solo, cuando sobreviene la muerte del cónyuge;

6. Aprender a enfrentarse con nuevas limitaciones físicas que pueden derivar de una enfermedad y de un natural decaimiento.

 

Pero estos objetivos deberían ser, antes que descubrimientos, la culminación de toda una vida; deberían ser el resultado del desarrollo maduro de aquellas virtudes que componen la espiritualidad del hombre: esperanza, voluntad, objetivo, capacidad, fidelidad, amor, solicitud, sabiduría.

 

El desarrollo de la personalidad, por otra parte, no se detiene en una edad determinada; la persona «crece» a lo largo de toda su vida. Vejez y envejecimiento no son un «vacío existencial» inevitable, fatal, acompañado de hastío, resignación o de un optimismo centrado en sí mismo; el anciano, como parecería afirmar mucha cultura actual, no sobrevive esperando la muerte; el anciano vive.

 

Pero la espiritualidad de la persona anciana sienta sus bases, necesariamente, en su situación existencial; es decir, en distintos aspectos, eventualmente negativos (marginación, enfermedad, inadaptación) y en valores humanos que se hacen presentes en los años de la «etapa pasiva», aún por conocer y por hacer conocer.

 

A partir de esa situación se debe comenzar un camino de revisión conceptual. Pensamos, por ejemplo, en la autonomía, un concepto estereotipado: juventud significa ser activos y dar beneficios, vejez significa ser pasivos y recibirlos. Este contraste se esfuma. Los seres humanos deben aprender durante toda su vida la reciprocidad del «dar y recibir», en el cual, el que da saca de ello una ventaja, y el que recibe la otorga. La ancianidad es un tiempo para repensar nuestros conceptos de actividad y de pasividad, de esfuerzo y de aceptación, de fuerza y de debilidad, de dignidad y de humildad, de energía y de quietud, y también del trabajo y del juego. Percibir cómo todos estos contrastes son aplicables con exactitud a la existencia humana íntegra, puede hacer menos solitaria la experiencia de envejecer. Se trata, justamente, de dar un sentido a la edad que se está viviendo, a fin de poder vivir con tranquilidad esa etapa de la vida y permitir una relectura del pasado que, más allá de cualquier defensa y de cualquier sentimiento de desilusión, debería ser una reflexión sin añoranzas acerca de lo vivido; un esclarecimiento de valores, una mirada serena hacia el futuro; en un contexto de apertura hacia los demás, hacia las cosas del mundo.

 

Esta es la búsqueda de un sentido cuyo comienzo es asumir la propia edad; y sólo lo hace el que acepta su edad con sus valores y sus límites. Para la persona anciana, el riesgo puede consistir en convertirse cada vez más en huésped de un mundo más joven, en el que ya no encuentra valores, estilos de vida, recuerdos, que fueron puntos de referencia en su vida. El sentimiento de inutilidad y la carencia de relaciones sociales que ello trae aparejado pueden incidir, luego, sobre su misma salud. Pero el hombre comienza a interesarse exclusivamente por su persona, cuando, al igual que un bumerang, ha equivocado su misión, cuando ha errado en su búsqueda por encontrar un significado a la vida.

 

El pasaje del egocentrismo al altruismo no es un «debe ser» en el proceso de envejecimiento. Por diferentes motivos psicológicos y culturales, muchas personas se mantienen durante el envejecimiento en un egocentrismo éticamente limitado. Otras se afligen por los desafíos y las pérdidas en la vida. Estos ancianos se cierran a los modelos éticos de altruismo y de servicio. Pueden llegar a ser paranoicos, inflexibles y duros. Muchas veces estas actitudes negativas no son más que defensas ante el temor de experimentar un mayor dolor personal. Los desafíos del envejecimiento pueden convertirse para algunas personas, en oportunidades de crecimiento espiritual y ético, mientras que, para otras, las mismas experiencias favorecen una regresión egoísta y actitudes de hostilidad social.

 

La verdadera dinámica de la existencia humana, sin embargo, va más allá del individuo mismo y está dirigida al otro: a algo o a alguien, es decir, hacia un significado que debe ser realizado en una tarea o en el amor hacia otras personas. Consagrándose a algo fuera de sí, el hombre se realiza a sí mismo. Cuanto más cumple una obligación, cuanto más se dedica a los otros, tanto más hombre se es.

 

Habría pues dos modalidades extremas de vivir la ancianidad, que se basan sobre dos alienaciones opuestas: la alienación de quien se refugia en un pasado irremediablemente perdido y, por lo tanto, al envejecer cae en la desesperación; y la alienación de quien busca revivir el pasado en el presente. En síntesis: además del «viejo desesperado» (que no puede vivir el presente porque el terror de la muerte le hace añorar el pasado) y del «viejo lindo» (que vive eufóricamente como «prisionero» de un eterno presente que reproduce el pasado sin fruto alguno, o sin querer saber nada de su historia), puede existir un «viejo» que «encarne» un envejecimiento bueno y justo, alcanzando a vivir su presente como un tiempo que llega desde su pasado y que tiende hacia el futuro.

 

A esta altura se puede afirmar que solamente envejece en forma conveniente quien en su interior acepta llegar a viejo, y también que, con mucha frecuencia, la persona no acepta esto sino que, simplemente, lo soporta.

 

Hay algo más: mucho de todo esto depende de que la comunidad misma acepte a la vejez; que le otorgue, con honestidad y cordialidad, el derecho a la vida que le corresponde. La comunidad debe dar a quien llega a la ancianidad la posibilidad de envejecer de una manera digna, ya que esto sólo en parte depende de él. La familia, los amigos, el contexto social, los organismos oficiales, el Estado tienen su responsabilidad al respecto.

 

La percepción y la actitud que la persona asuma ante la realidad de la cual la vida toma su sentido o lo pierde, depende de:

 

1) la percepción de sí mismo; es decir, la percepción de sus necesidades, de la puesta en práctica del proceso de satisfacción de éstas, de la evaluación entre la necesidad y su satisfacción;

2) la percepción de los demás; es decir, la percepción de la red de relaciones humanas significativas en sí mismas y en cuanto se vinculan con los procesos de satisfacción de las necesidades personales;

3) la percepción de la totalidad; es decir, la percepción del significado atribuido a los valores singulares emergentes de la percepción de sí mismo y de los demás, y del significado atribuido a la propia existencia respecto del devenir de la historia y de la realidad global.

 

Sin embargo, para que la persona anciana se perciba insertada en un ambiente dado y para encontrar en él sus motivaciones y sus preferencias debe todavía (H. Carrier):

 

1. Tener un mínimo de interacción: no puede carecer de contactos periódicos o, al menos, ocasionales;

2. Aceptar valores y normas: se «forma parte» cuando psicológicamente se comparten creencias y normas de grupo;

3. Identificarse con el grupo: la persona «se asimila a su grupo de pertenencia, lo percibe y lo siente como parte de sí mismo»;

4. Ser aceptada, recibida, deseada por una comunidad.

 

Por otra parte, «un hombre se dice adaptado cuando disfruta de un relativo bienestar físico y psíquico, se siente bien y no está turbado por preocupación alguna; mientras que se es desadaptado cuando se encuentra en una situación parcial o completamente opuesta a la descripta» (OMS, 1982).

 

Calidad de vida y valores

 

Las condiciones de vida inciden notablemente sobre la espiritualidad. No es cosa fácil comprender el significado del bienestar espiritual estando en un geriátrico -al menos tal como se lo concibe hasta ahora-. Para estos huéspedes ancianos, es difícil decir «sí» a la vida, cuando se sienten sin ayuda, sin esperanza y olvidados. El hogar de ancianos es vivido con frecuencia por los huéspedes, por el staff, por las familias, como una «terminal», como un lugar para morir. Este es el rostro más dramático de la vejez.

 

La internación en un hospital o en un hogar de ancianos puede aumentar en éstos el sentimiento de alienación, obligados a ceder a otras personas el control de la vida y de la muerte. Esto hiere a la persona en su autoestima y desintegra su identidad. Con el riesgo de convertirse en personas anónimas, con tendencia a aislarse y a somatizar, tornándose cada vez más exigentes e inquietas y, en consecuencia, siempre más aisladas. Los ancianos internados en institutos geriátricos pueden asumir, frecuentemente, actitudes de tanatofilia: en efecto, el anciano muy viejo, postrado por los años y las fatigas, parece invocar a menudo a la muerte en muchos instantes de vacío existencial.

 

En este ambiente, al anciano no le queda otra alternativa que encerrarse en sí mismo, sin identidad alguna, muerto finalmente, antes de que la muerte biológica lo saque de un mundo en el que ya no hay un lugar para él.

 

El estado de salud tiene también notables repercusiones sobre la «espiritualidad del anciano». La ancianidad en sí misma no es causa de enfermedad, pero aumenta la probabilidad de enfermedades crónicas. Esto hace que muchas veces el sufrimiento, o por lo menos el temor a él, parezca caracterizar la edad avanzada. Los problemas físicos pueden ser un obstáculo notable para la persona anciana en la gestión de su espiritualidad. Citemos, por ejemplo, el proceso perverso que la pérdida de la audición, o al menos su disminución, puede instaurar cuando no es tratada oportunamente: aislamiento social, pérdida de autoestima, reducción de la movilidad, retraimiento de la vida social, depresión, trastornos del sueño y del apetito.

 

Tampoco se debe excluir que, con el avance de los años, la aparición o el agravamiento de patologías pueda provocar problemáticas existenciales más severas como, por ejemplo, las que están relacionadas con la pérdida de la autosuficiencia. Pero, evidentemente, éstas son, con todo, generalizaciones: mucho depende también de múltiples factores muy específicos -personales, ambientales, familiares- que pueden influir sobre el grado de handicap que la enfermedad puede determinar.

 

De esta manera se pone en evidencia cómo causas biofísicas, espirituales, socioculturales, psicológicas se suman a través de un dinamismo de consecuencias cada vez más negativas, en una demostración de la complejidad de las personas y de su indivisibilidad. Sin embargo, el nivel de salud del anciano experimenta mejoría, incluso la posibilidad de decisiones psicológicas que le permiten una elección del lugar donde situarse, el espacio a utilizar y la posibilidad de disponer libremente de sus cosas.

 

Frente a la muerte

 

Pero ancianidad también significa pensar en la muerte. Cuando se habla del anciano y del envejecimiento como de un proceso de separación, en el fondo está influyendo la conciencia de la muerte. El anciano, ciertamente, no siempre está pensado en la muerte y, cuando lo hace, lo hace con serenidad -el sufrimiento y la dependencia son sus temores más urgentes-, pero se da cuenta de que su perspectiva de futuro se cierra cada vez más. En otras palabras, de que su vida o, por lo menos, su vida en el mundo, tiene un término. Esta conciencia, aunque acompaña al hombre desde su nacimiento, en realidad se acentúa en el período de la ancianidad, cuando el mensaje que le llega a la persona anciana es subrayado por la muerte del cónyuge, de parientes, de amigos; por la soledad de quien sobrevive a sus coetáneos. La comprensión de la muerte puede surgir de distintos significados espirituales que se expresan como respuesta a las siguientes preguntas, propias del envejecimiento (H. A. Becker):

 

1. Young old: ¿qué haré de mi vida?

Es la pregunta que acompaña al menos tres momentos de la vida: la adolescencia, la crisis de la mediana edad y la crisis de la ancianidad que sigue al retiro laboral;

2. Middle old:

¿en qué consistirá mi muerte?

Es la pregunta que puede ser respondida tanto por la afirmación de la esperanza en otra vida, como por la muerte rápida, o por la muerte sin dolor;

3. Frail elderly (vejez frágil):

¿por qué debo sufrir de este modo?

Es la pregunta a la que pueden responder tres maneras distintas de vivir el sufrimiento: el sufrimiento transforma (cuando Dios parece no responder a la oración); el sufrimiento con una manifestación exterior de queja y de llanto; el sufrimiento que es liberación y cambio (cuando el anciano que sufre le da un sentido a su dolor; cuando el sufrimiento es fuente de fuerza y de esperanza). Y este sentido no puede ser impuesto; debe ser asumido por cada uno en forma personal.

 

En el anciano, la modalidad más frecuente de representar y simbolizar su muerte consiste en una renuncia progresiva al apego a los vivos, a fin de privilegiar una suerte de recuperación de la importancia de sus antepasados, es decir, de los padres, amigos y personas queridas ya muertas, con los cuales se restablece un contacto singular. Da la impresión de que es el pasado el que gobierna. La propia muerte, entonces, como un retorno al universo de la eterna pertenencia, una suerte de paraíso imaginario en el que, finalmente, se recompone la separación y la tragedia de la soledad.

 

Conclusiones

 

La dimensión espiritual de la persona anciana significa, entonces, aceptar su condición de vida y aceptarse en ella. Significa encontrar un sentido en su propia experiencia, en un proceso de crecimiento y de desarrollo personal. Significa la búsqueda de un sentido de la vida en general y de un significado de los acontecimientos de la vida cotidiana en particular.

 

La tercera edad puede constituir un período de vida caracterizado por un acentuado sentimiento religioso. Esta fe representa el punto de llegada de la espiritualidad de una persona: la persona anciana tiene una historia personal de victorias, de derrotas, de pérdidas; con los años adquirió el conocimiento de los hombres y de la realidad; libre de compromisos urgentes, tiene tiempo para pensar, reflexionar, recordar.

 

Paradójicamente, cuanto más se afrontan y se aceptan las «pérdidas necesarias», tanto más se está abierto al ejercicio de un poder habilitante, tanto interior como exteriormente. El ego puede alejarse gradualmente de una actitud de poder competitivo y de dominio (resultado «natural» del instinto de conservación en un mundo incierto). Más que una única conversión de vida, este profundo proceso de envejecimiento implica una serie de conversiones frente a los desafíos inherentes al ciclo de envejecimiento o conectados con él.

 

Muchos ancianos de hoy han debido enfrentarse con la guerra, con la prisión, con la miseria y con todo lo que estos males acarrean y, sin embargo, construyeron una familia y un porvenir para sus hijos. Se ha escrito que los ancianos han pasado la vida luchando y que pudieron aprender cómo el dolor es el precio del amor y cómo la gloria es su recompensa. Pero en estas pruebas del transcurrir de sus días también pudieron entrever la presencia y el afecto de Dios, y pudieron haber llegado a una religiosidad más profunda y más vivida, descubriendo lo que es permanentemente cierto, seguro, más allá de lo temporal.

 

Este es el cuadro de la proverbial sabiduría que se acredita tradicionalmente a la tercera edad, pero puede ser la conquista de la ancianidad. Y esta fe es la que diariamente debe ser sustento en las alegrías, pero también en las pérdidas que acompañan inevitablemente esta fase de la vida: pérdida del trabajo y del rol social, pérdidas económicas, declinación de la salud, duelos. La ancianidad, con todo, parece reflejar las características de una actitud cristiana, dadas la incertidumbre acerca del futuro y, por lo tanto, la necesidad de la esperanza, de la aceptación de los propios límites, del estar preparados para dejar lo que se preveía poseer. Todo esto, vivido serenamente, no es una exigencia nueva, sino más bien algo con lo que debería estar entretejida toda la vida cristiana.

 

En esta perspectiva, la muerte puede ser vista como un deseo y una certeza de reencontrar, en una dimensión distinta, a nuestros padres, a nuestros hermanos y hermanas, a las personas más significativas de nuestra vida, ya muertas.

 

Pero la vida está compuesta también por momentos de alegría. Es en la alegría de la relación con los niños que el anciano puede leer el misterio del don de la vida y descubrir ese «hilo» ininterrumpido que entrelaza a las generaciones.

 

Los niños, sin embargo, no insertados todavía en la espiral producción-necesidad-consumo que caracteriza al mundo occidental y que le impide escuchar al anciano, están en condiciones de escuchar a las personas ancianas, escuchar las voces más profundas, esas que los adultos, demasiado ocupados, ya no saben escuchar. Porque el anciano, cuando habla, cuando les cuenta cuentos a los chicos, está siempre indicando una meta, un secreto del mundo, una posibilidad de buscar algo nuevo. En sus palabras no está sólo el pasado que viene a la luz, sino la posibilidad de una nueva manera de vivir el futuro.

 

El camino de la vejez nunca va hacia el olvido, como querría la ley del tiempo, sino hacia la memoria que reclama, no simplemente el pasado sino, para quien sabe escuchar, también el futuro.

 

 

 


Versión del texto de Nuova Humanità, XIX (1997/3-4) 111-112, 455-474.

Traducción: Alberto Azzolini.

3 Readers Commented

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  1. ISABEL SAAVEDRA H on 18 diciembre, 2012

    Gracias por tan hermoso artículo.
    Me pareció bien fundamentado, serio, riguroso y esperanzador.
    La población de tercera edad aumenta día a día, ¡qué importante es aceptar esto! Es también necesario buscar la forma de vivir bien esta etapa y poder ser un aporte para las otras generaciones y para la sociedad en general.
    Gracias otra vez

  2. Gracias por este útil artículo que hace ver la etapa de vejez con otro punto de vista ,ofreciendo alternativas positivas, que mantienen al anciano incluido en el rol social.

  3. Atilano Martínez Reyes on 20 agosto, 2017

    Gracias por su información sobre su valiosa información los ancianos sobre todo de los valores los valores no son salamente vienes económicos ni cuentas bancarias sino lo que se aprende ha través de los años

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