Los abusos sexuales y el tráfico de personas han existido siempre. Pero en los últimos tiempos, una ola de conmoción e indignación estalla en las conciencias y en el país. ¿Por qué tan de golpe? Porque las víctimas son niños. La actualidad local e internacional no pone en evidencia solamente el caso de los niños de nuestro país, sino también la situación de otros millones de pequeños que son explotados sexualmente con fines comerciales. Además, suscita una corriente de solidaridad, empatía, exigencia de claridad y justicia. Esta reacción ética revela que el corazón del ser humano guarda la profunda convicción de que el niño no puede ser manipulado y que debe ser respetado. Puesto que el niño es el don por excelencia, maltratarlo y violentarlo, abusar de su vulnerabilidad, toma el aspecto del crimen químicamente puro.

 

El sueño de inocencia que permanece en el fondo de nuestras conciencias ha estallado repentinamente en mil pedazos como un espejo, ante el impacto de revelaciones estrepitosas: el mal latente de nuestras sociedades está bajo la luz de los reflectores. Ya no es posible cerrar los ojos.

 

El abuso en niños se percibe como algo particularmente grave, porque un pequeño, que se entrega en absoluta dependencia y disponibilidad, se ve saqueado en lo que tiene de más auténtico. El mal transforma la belleza en horror, la disponibilidad en explotación desvergonzada y la dependencia en opresión salvaje. El niño, quien por su debilidad convoca a la protección y recibe en cambio opresión, aparece como la figura del Cordero inocente y sacrificado.

 

De la fiebre al diagnóstico

 

– La conmoción y las pasiones desatadas por los acontecimientos recientes constituyen una primera reacción ética, el primer paso en la interioridad, el síntoma de que todo el cuerpo social está enfermo. Esta reacción pone de manifiesto que la conciencia moral es inalienable en la historia y en el mundo. Demuestra que la persona y la sociedad permanecen a imagen y semejanza de Dios, aun cuando -en la conciencia individual y colectiva- el espejo en que se refleja el rostro de Dios esté empañado y ennegrecido. Este despertar de las conciencias revela que Dios sigue ocupándose del hombre, imprimiendo en su corazón la Ley fundamental.

 

– El segundo paso consiste en tomar distancia y ampliar el campo de la visión. El drama de Julie, Mélissa, An y Eefje, Sabine y Béatrice no es solamente un hecho criminal desmesurado, sino el indicio de un flagelo social de dimensiones mundiales. El sótano de Marc Dutroux es un simple alvéolo de una industria subterránea en plena expansión: la mafia del sexo y del dinero. Poderosas redes de pedofilia y pornografía infantil se tejen impunemente en universos sigilosos o espacios glaucos, y en “sitios” de Internet que se desplazan constantemente. La cacería de “querubines” está abierta.

 

– El tercer paso consiste en interrogarse acerca de los culpables.

 

Primero acerca de los malhechores, obviamente. Deben ser perseguidos y juzgados. Es difícil hacer una distinción. ¿Cómo distinguir entre lo que compete a la psicopatología y lo que corresponde a la verdadera maldad? No todo pecador es un enfermo, así como no todo enfermo es un pecador. Aun cuando puede imponerse una terapia, también se impone una conversión moral, porque en casos como esos el pecado traspasa la psicología y el corazón.

 

El mismo discernimiento se aplica a nuestra sociedad. El mal no es simplemente una neblina otoñal que cae sobre nosotros y nos provoca tos, algo que sólo viene del exterior. Es también una neblina interior que nosotros mismos producimos.

 

Suele pensarse que la explotación sexual infantil comienza en la calle, pero un conocimiento más profundo del flagelo muestra que los parientes del niño están a menudo implicados. Frente a las víctimas, nuestra sociedad presenta a los clientes: compradores y vendedores, productores de imágenes, distribuidores y clientes, agentes de circuitos “turísticos” y programadores de redes informáticas. En toda la red se encuentran cómplices, “por acción o por omisión”. La crisis económica, la disgregación familiar, el flujo migratorio de personas sin recursos y la crisis de los valores conforman el terreno propicio para que se desarrolle el flagelo, tanto en nuestro país como en el exterior. ¿Nos contentaremos con decir, como en los orígenes del mal: “Acaso soy el guardián de mi hermano”?

 

El status del niño

 

El status del niño se ha devaluado mucho en nuestra sociedad. Con los progresos técnicos, el niño es más “manipulable”. Se lo ve cada vez menos como un don de Dios, y cada vez más como un objeto del deseo del hombre. Es el niño bibelot que se coloca sobre la chimenea. Forma parte de la vida de la casa: hay que tener un niño corriendo por el living…

 

El niño se ha convertido en objeto de manipulaciones técnicas: se lo puede “hacer” para llenar un vacío, o se lo puede “deshacer” para quitarles a los padres la carga de un producto no deseado. Si en su origen el niño es más objeto que sujeto -algo que se posee, antes que alguien a quien tener en cuenta-, es fácil que más tarde se vuelva objeto de comercialización, se vuelva comprable. Como si fuera un producto, se lo acicala. Se lo convierte en una estrellita. Se lo presenta en concursos de belleza. Se lo vuelve apto para el marketing utilizando su encanto natural para que los padres “aflojen” y abran la billetera. En los casos más extremos, el niño se torna objeto de cacería en la vía pública y en Internet. Se lo captura para una ablación de órganos o se lo suprime cuando sobra.

 

De la lujuria al lucro, del lucro a la lujuria

 

¿Cómo explicar esta relación? Existen comunicaciones subterráneas entre las tres grandes potencias del ser humano: el tener, el sexo y el poder. Estas pulsiones conforman las tres ramas de un mismo tronco, por el que circula una savia que da vida -la del amor-, y otra -la del egoísmo- que produce el chancro. Por lo tanto, estas tres pulsiones pueden ser creadoras o destructoras. No es sorprendente que, en la mafia del sexo, el incentivo del dinero y el instinto de poder estén asociados. Muchas personas con sed de poder terminan comprometidas en asuntos turbios.

 

Una verdadera idolatría del cuerpo subyace a este caos: el cuerpo domina el alma. Después, el dinero domina el cuerpo. Finalmente, el crimen termina de endurecer el corazón y sella el extravío de la razón. El ser humano vacila entre el respeto por el cuerpo (como criatura) y la adulación del cuerpo (como ídolo). Nuestro cuerpo y nuestros sentidos nos relacionan con toda la creación. La sexualidad, que es una parte de este todo, puede vivirse como una expresión de respeto por el otro o como una utilización del otro. Se vuelve entonces cada vez más salvaje.

 

La pérdida del sentido de alteridad existió siempre. Lleva a una sexualidad indiferenciada que se ejerce entre hombres, entre mujeres, entre padres e hijos, entre ejecutivos y empleados: la diferenciación de los sexos y de las generaciones ha sido abolida. Hoy en día, las prohibiciones ancestrales ya no sólo son negadas, sino metamorfoseadas en derechos. Las leyes ya no sirven para la elevación moral; son tan solo frágiles murallas obligadas a contener el océano de una tolerancia totalitaria y mortífera.

 

El gran miedo al “no”

 

Nuestra civilización está afectada por el gran miedo al “no”: las interdicciones fundamentales no son simples barandillas culturales que pueden eliminarse o desplazarse. Están inscriptas en el corazón del hombre.

 

Lo que es nuevo en esta revolución ética y cultural es la militancia. La calificación moral del comportamiento sexual se define por la necesidad. La legitimación se justifica por la “modernidad”. Es como si la nueva terapia consistiera en suprimir la enfermedad en el diccionario. Ya no hace falta, pues, atender a los enfermos, porque su enfermedad no existe. Y finalmente, la última novedad: la mundialización. Los viajes, las redes comerciales, las redes mediáticas y las nuevas tecnologías pueden estar al servicio de estas desviaciones.

 

Los medios de comunicación pueden multiplicar el bien infinitamente, así como también volverse verdaderas desmultiplicadoras del mal. El mal se propaga por la estrategia de los hombres; pero, a diferencia del bien, también se desarrolla por sí mismo, mientras que el bien sólo se multiplica con la colaboración de los hombres. El mal es como una bola de nieve que va creciendo a medida que rueda por la pendiente. Entre las señales de desmultiplicación, puede observarse el proceso de trivialización de la prostitución: de un mal menor (¿para quién?), termina por volverse, en todas partes, un mal necesario. La trivialización del acto sexual sigue el mismo camino: las llamadas campañas de prevención del Sida, el entorno mental y el must de la experiencia sexual, todo trae agua al molino de la alienación de la libertad verdadera.

 

Del culpable al chivo expiatorio

 

Cuando el agresor aparece en público, su imagen se convierte en el símbolo ampliado del mal en sí mismo. Ya no se habla de un hombre sino de un “monstruo”. El zoom de las cámaras no es sólo una técnica, es un medio de comunicación. La persona enmarcada, ya sea el Papa o un malhechor, se vuelve un Gulliver en el país de Lilliput. Todo es desmesurado. El agresor, que hizo del prójimo un objeto para sí, deviene a su vez objeto de los periodistas. Porque los escándalos también venden.

 

El culpable es un catalizador del misterio del hombre en lucha contra el mal. Siempre hay en nosotros algo de Dios, la conciencia, el don de hacer el bien… Pero el veneno del mal también está en nuestros corazones, con sus efectos perversos. ¿Cómo es posible que el hombre bueno sea capaz de cometer tantas atrocidades y de obstinarse con tanta dureza? Es un drama inexplicable.

 

Solemos juzgar muy severamente al individuo que está ante nosotros, pero cuando se trata de interrogarnos sobre nuestra sociedad, el juicio moral es más diluido: “¡Como somos muchos, la cosa no es tan grave!” El mal de nuestro tiempo o de la sociedad es una abstracción: el tiempo, la sociedad, somos nosotros.

 

Esta concientización no debe hacernos olvidar la mirada benevolente de Dios sobre todos sus hijos, porque “las aguas torrenciales no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo” (Cant. 8, 7). Esto es objeto de fe.

 

Hoy, en nuestra sociedad, un reflejo de esta bondad de Dios se manifiesta en el despertar de las conciencias, en la ola de ternura y de generosidad testimoniada a las familias, en el deseo de verdad y justicia, en el esfuerzo por una mayor protección de los niños y en la asistencia psicológica y material que se propone a las víctimas. El gesto de prolongar los subsidios familiares a los padres, hasta 5 años después de la desaparición de su hijo, es un testimonio de solidaridad colectiva. Pone de manifiesto que los niños (que continúan viviendo cerca de Dios y en el recuerdo de sus padres) siguen viviendo en la memoria de la sociedad.

 

La vasija de arcilla está agrietada

 

La vasija de arcilla de nuestra conciencia individual y colectiva está agrietada. Hay que volver a moldearla. Tal es, por otra parte, la finalidad de la Biblia y de la predicación de la Iglesia, que recuerdan las prohibiciones fundamentales del Decálogo y las exhortaciones de las Bienaventuranzas. Sin embargo, lo que es capaz de remodelar al ser humano no es una ley ni un libro -aunque sea la Biblia- sino una persona. Cristo mismo ha entrado en esa vasija de barro. Para restaurar la salud moral del hombre y de la sociedad, no bastó con la luz de un texto: hizo falta la fuerza de un Salvador.

 

El amor necesita ser salvado

 

Dios tenía un solo instrumento: el amor. Y es precisamente el amor humano el que se encuentra herido y enfriado. El amor propio es prisionero del egoísmo; el amor conyugal, del egoísmo entre dos; el amor parental, de los instintos posesivos; y el amor filantrópico, de la propia valorización por medio de otro.

 

El espacio donde más se manifiesta el amor humano es el cuerpo. Este no es un tejido orgánico, un objeto, sino el templo de Dios. Este templo fue restaurado por Dios, quien ha dado un cuerpo a su Hijo. Para salvar el amor, Dios quiso aceptar nuestra carne y asumir toda su vulnerabilidad: se manifestó en un cuerpo de servidor (no en un cuerpo de Júpiter o de Tarzán), un cuerpo mancillado, porque Dios lo identificó con el pecado por nosotros, dice san Pablo (2 Co 5, 21). Se volvió entonces muy vulnerable. Esto se observa plenamente en la Cruz, que es el punto de encuentro entre el Amor y el Mal.

 

El instinto de poder debe sanarse

 

Sin duda, Dios se mostró también muy vulnerable porque había que sanar el instinto de poder. Lo único que puede constituir un antídoto absoluto es la vulnerabilidad de Dios. Por eso, el Señor se hizo niño. Es el Cordero. Paradójicamente, el mal no es aplastado por Dios, sino sufrido por Él. Punto inexplicable.

 

Esta sanación entró en nosotros en el bautismo, que es obra de Dios: una restauración de toda nuestra persona, cuerpo y alma; una eliminación progresiva, no sin nuestra colaboración, del veneno del amor posesivo y del instinto primario; una restauración del espejo de su Belleza y de su Amor. ¡Esta sanación no se efectúa como una ducha! Se realiza cotidianamente, en una libre colaboración, porque Dios quiere que nos salvemos a su manera. Y es precisamente en nuestra libertad y nuestra colaboración donde nos parecemos a Él. Dios nos restaura con sus cualidades divinas. No nos considera objetos.

 

Rezar, acompañar y restaurar el sentido moral

 

Hay que rezar tanto por los agresores como por las víctimas, porque unos y otros -por distintos motivos- tienen razones para entristecer a Dios y a la humanidad. Nuestra oración crea una especie de fluido en la humanidad. Sería bueno que las olas de ternura humana (que atraviesan el país) fueran transformándose, por la intercesión, en olas de misericordia y ternura divinas.

 

Habrá que seguir acompañando a las víctimas y combatir el olvido, que pronto se impondrá. El acompañamiento terapéutico y judicial de los agresores implica tres fases: el reconocimiento del daño realizado; la reparación -en lo que sea posible-; y finalmente, el perdón. El perdón no precede a la reparación. Incluso en la confesión, antes de la absolución de un robo, es necesario que haya habido una restitución.

 

También hay que trabajar para restaurar la salud moral de nuestra sociedad, tratando de volver a encontrar un consenso para los valores fundamentales, que son en realidad los del Decálogo. Las prohibiciones que deberían ser evidentes ya no lo son. Necesitamos un complicado andamiaje de leyes, decretos y reglas para que la sociedad se vuelva más viable. Sin embargo, las leyes no sirven para nada si no existe la moralidad: “Quid leges sine moribus?” Tratan de demostrar como pueden lo que debe ser evidente para todos, y nunca llegan a abarcar por completo el ámbito del sentido ético del hombre.

 

Sin duda, los humanistas dirán que la Iglesia no tiene el monopolio de la moral y que, en una sociedad pluralista, es menester que haya una gran discusión: lo que resulte de ella será el mayor denominador común. Como si la verdad fuera un producto de las estadísticas y el resultado de un referéndum…

 

 

 


Traducción: CETI – Bernardo Capdevielle

Texto original de Pastoralia, octubre de 1996.

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