Es muy frecuente constatar en las discusiones políticas de nuestros días que dos principios de organización social -la libertad y la solidaridad- son contrapuestos como si fueran alternativas excluyentes. Si se elige la libertad en el campo económico, en el campo político y en el campo cultural, y por ende la economía de mercado, la democracia y el pluralismo, algunos piensan que su fruto inevitable es una sociedad dual basada en la exclusión social de los más débiles. Los que abogan por la supremacía de la solidaridad, por su parte, parecen poner toda su confianza en el papel rector del Estado en la consecución del bien común, lo que lleva a otros a pensar que de esta manera se ahoga la creatividad y la responsabilidad generadas por el reconocimiento de la libertad. ¿Son compatibles la solidaridad y las instituciones sociales de la libertad?

 

Los fundamentos de la solidaridad

 

El primer fundamento de la solidaridad está magníficamente expresado en el artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que dice: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Encontramos aquí, en primer lugar, una afirmación metafísica respecto de la naturaleza del hombre. La libertad es un atributo que todo ser humano posee, no por el reconocimiento social, sino por su condición de miembro de la especie humana. Lo mismo cabe decir de la igualdad de dignidad y derechos. Por ser el hombre un ser moral -está dotado de razón y conciencia- y un ser social -coexiste en igualdad de dignidad y derechos con sus semejantes-, surge, en segundo término, un deber moral que podemos llamar de solidaridad: «comportarse fraternalmente los unos con los otros».

 

Juan XXIII, en su encíclica Pacem in terris, ratifica este fundamento natural de la solidaridad, pero le añade la dimensión sobrenatural de la solidaridad de todos los hombres en la redención de Jesucristo. «En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto. Si, por otra parte, consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado aun esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la gloria eterna» (9-10). Los hombres son solidarios entre sí por una comunidad de origen y de destino.

 

Un segundo fundamento de la solidaridad se encuentra expresado en un viejo principio de la Doctrina Social de la Iglesia católica, que dice: «Dios destinó la tierra con todo lo que ella contiene al uso de todos los hombres y pueblos, de manera que los bienes creados deben equitativamente llegar a cada uno, bajo la guía de la justicia, y la asistencia de la caridad. Cualesquiera sean las formas de la propiedad, acomodadas a las legítimas instituciones de los pueblos, según diferentes y cambiantes circunstancias, siempre se debe atender a esta destinación universal de los bienes. Por lo cual, el hombre, al usar de esos bienes, no debe considerar las cosas exteriores que legítimamente posee como solamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no aprovechen exclusivamente a él, sino que puedan además aprovechar a otros» (G.S., 69). Este fundamento atiende a la relación del hombre con la naturaleza. Afirmar que los bienes de la creación están destinados a todos los hombres, de todas las generaciones, es una manera de proclamar la interdependencia de todo el género humano, y deducir de este hecho el deber moral de distribuir equitativa y solidariamente lo que está destinado a todos pero controlado en forma muy desigual por pocos.

 

De estos dos grandes fundamentos se desprenden algunas consecuencias particularmente importantes en el campo de la solidaridad. Presuponiendo que la «economía libre», como la denomina Juan Pablo II en C.A. 42, se desenvuelve en el marco de un régimen político democrático, regido por el principio mayoritario en la elección de los representantes y en la toma de decisiones, la exigencia moral de solidaridad dirige nuestra atención a la condición de las minorías. En efecto, no es aceptable que los sistemas políticos o económicos estén al servicio sólo de la mayoría de los ciudadanos. La mayoría sirve como criterio para la adjudicación de los cargos, pero no para asignar los beneficios de la acción colectiva, como lo pretende una concepción utilitarista que procura alcanzar el mayor bienestar para el mayor número, desentendiéndose de la suerte de las minorías. El principio de solidaridad evita que se soslayen los derechos y las necesidades básicas de las minorías, porque el bien común comprende el respeto a los derechos de todos los miembros de la comunidad.

 

Sabemos que la proclamación de la igualdad de dignidad y de derechos no significa que en la realidad exista una verdadera igualdad de oportunidades. Como inevitablemente ocurre en cualquier competencia, algunos ganan y otros pierden, y es más que probable que los fuertes ganen y los débiles pierdan. En efecto, «es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales» (G.S. 29). Sería utópico pensar construir una sociedad donde no hubiera ganadores y perdedores, fuertes y débiles. El deber de solidaridad no apunta a lograr este objetivo, sino a considerar «fraternalmente» la situación de los débiles y perdedores a fin de que no se vean privados de la satisfacción de sus necesidades básicas, y queden excluidos de este modo de los beneficios que trae aparejado el acceso al mercado. Duele constatar que tienen mejor cubiertas sus necesidades básicas los vacunos en establos, los perros de departamento y los caballos de carrera, que los chicos de la calle.

 

La solidaridad cristiana

 

Cuando un cristiano habla acerca de la solidaridad, no puede soslayar el hecho de que pertenece a una comunidad -la Iglesia- que es al mismo tiempo misterio y organización, visible e invisible, particular y universal. Si «la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (L.G. 1), el desafío que debe asumir, si quiere que sus enseñanzas sean creíbles, es demostrar en su vida interna que es posible vivir solidariamente, y cómo hacerlo. Es pasar de la exhortación a la ejemplaridad, siguiendo la lógica tan bien expresada por Pablo VI: «¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? … Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación. … ¿Da [la Iglesia] testimonio de la propia solidaridad hacia los hombres y al mismo tiempo del Dios Absoluto?» (E.N. 76).

 

Para Juan Pablo II la solidaridad no es «un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas». Al contrario, es una virtud que consiste en «la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» (S.R.S. 38).

 

Bajo este aspecto las exigencias de la solidaridad coinciden con las de la justicia. Pero «a la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma, al revestirse de las dimensiones específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y reconciliación. Entonces el prójimo no es solamente un ser humano con sus derechos e igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo». Esta visión «conferirá a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para interpretarlo … un nuevo modelo de unidad del género humano … que los cristianos expresamos con la palabra «comunión»» (S.R.S. 40).

 

Para poder proyectar esta mirada a la sociedad civil debemos vivir nuestra pertenencia a la Iglesia como una experiencia de comunión: comunión en el misterio y en la organización, en lo visible como en lo invisible, en lo particular como en lo universal. Una eclesiología de comunión tiene una lógica interna que pone el acento en la corresponsabilidad de todos los bautizados en el cumplimiento de la misión, «para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» (S.R.S. 38). Las estructuras de gobierno pastoral, el sostenimiento económico de la evangelización, la distribución de las personas que entregan su vida al servicio de sus hermanos, deberían tener en cuenta este principio de solidaridad, para que en la misma Iglesia no se diera, como se da, lo que se denuncia que ocurre en la sociedad civil: «resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros o los pueblos de una misma familia humana» (G.S. 29). Reemplácese miembros por parroquias, pueblos por diócesis y familia humana por Iglesia, y tendremos una buena descripción de la realidad.

 

Pienso que para ejercer la virtud de solidaridad en la Iglesia sería importante revisar a fondo tanto el derecho que rige la organización en diócesis y parroquias, como la práctica de la solidaridad intradiocesana e interdiocesana. En una era en que el mundo se encamina a una unidad cada vez mayor, donde las soberanías absolutas de los Estados nacionales ceden su lugar a acuerdos regionales de integración, preludio de uniones más vastas, la comunión de bienes y personas en la Iglesia debería sufrir una transformación radical basada no sólo en la nota específicamente cristiana de la gratuidad total, sino también en la de la justicia. En otras palabras, que así como en la sociedad civil existen mecanismos de solidaridad coactiva (por eso se los llama «impuestos») y de libre solidaridad, como las asociaciones de todo tipo, en la Iglesia deberían pensarse instrumentos jurídicos impuestos de comunión de bienes que reflejaran adecuadamente la capacidad contributiva de los fieles, así como nuevas formas voluntarias de solidaridad que no limiten el poder de decisión de las comunidades pobres. En efecto, a veces da la impresión que el acceso a los organismos eclesiales de ayuda por programa se asemeja a los trámites para acceder a un crédito de organismos nacionales o internacionales. Poner en obra la virtud de solidaridad en la Iglesia es pensar a fondo la justicia distributiva en su seno. Que sepamos, esta tarea no ha comenzado aún.

 

Solidaridad y subsidiariedad

 

El principio que inspira a la economía libre es el del derecho de iniciativa económica, por el cual se afirma que la economía debe ser obra, ante todo, de la iniciativa privada de los individuos, ya actúen éstos por sí solos, ya se asocien entre sí de múltiples maneras para procurar sus intereses comunes.

 

Pienso que el concepto de subsidiariedad, enunciado hace ya más de medio siglo en la Doctrina Social de la Iglesia y retomado hoy con fuerza en los procesos de integración, es el indicado para resolver la contraposición aparente entre libertad y solidaridad, entre la acción de los particulares y la acción del Estado. Decía Juan XXIII en 1961: «Esta acción del Estado que fomenta, estimula, ordena, suple y completa, está fundamentada en el principio de la función subsidiaria,… así como no es lícito quitar a los individuos y traspasar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e iniciativa, así tampoco es justo, porque daña y perturba gravemente el recto orden social, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden realizar y ofrecer por sí mismas, y atribuirlo a una comunidad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, en virtud de su propia naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero nunca destruirlos ni absorberlos» (M.M., 53).

 

Según esta enunciación, el principio de subsidiariedad tiene dos dimensiones. Por un lado debe dejar hacer: una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándolo de sus competencias. Si aplicamos este criterio a las relaciones entre el Estado y lo privado, el Estado no debe hacer lo que la iniciativa privada está capacitada para llevar adelante. Dentro de las estructuras públicas, significa que el Estado nacional no debe hacer lo que puede estar a cargo de las provincias, y que los gobiernos provinciales no deben realizar lo que está al alcance de los municipios. Y en la esfera de lo privado, acercar el poder de decisión lo más posible al ser humano de carne y hueso. La segunda dimensión consiste en prestar ayuda –subsidiar– a personas e instituciones para que cumplan adecuadamente su misión, sin expropiarles su poder de decisión.

 

Asistimos en las modernas economías libres a un doble fenómeno. Por un lado, pareciera que, sobre todo en Europa, el llamado «Estado asistencial» ha entrado en crisis, no sólo por los costos prohibitivos que sus prestaciones entrañan, sino porque se han hecho pasibles a la crítica que Juan Pablo II, entre otros, les dirige: «Al intervenir directamente y quitar responsabilidades a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos. Efectivamente, parece que conoce mejor las necesidades y logra satisfacerlas de modo más adecuado quien está próximo a ellas o quien está cerca del necesitado» (C.A. 49). El segundo fenómeno, sobre todo perceptible en Estados Unidos, es el crecimiento del denominado «sector social», que abarca todas las actividades que los ciudadanos libremente asociados realizan en áreas no lucrativas, la mayoría de las cuales están estrechamente ligadas a acciones de solidaridad social.

 

La aplicación del principio de subsidiariedad al campo de la solidaridad, y no sólo al de la economía, es el que permitirá ir desarmando progresivamente el Estado asistencial y desarrollando el sector social. Es plenamente sabido que el Estado, en todos sus niveles, es altamente ineficiente en el uso de sus recursos humanos y pecuniarios, que la corrupción está enquistada en todo lo comprendido como «gasto social”, y que todo peso acordado como subsidio al sector social tiene un rendimiento dos o tres veces superior al alcanzado cuando es administrado directamente por el poder político. Por eso una política esclarecida debería promover la desgravación impositiva de los fondos destinados a las instituciones que tienen como misión organizar de modo eficaz la «fraternidad de los unos con los otros», recurriendo en gran escala al trabajo voluntario. Si el Estado disminuye el monto y la calidad del gasto social, y al mismo tiempo no promueve la transferencia de fondos del sector lucrativo privado al sector social desgravando las donaciones de dinero, de trabajo y de bienes, dejará a los pobres y débiles con grandes dificultades de acceder al mercado de trabajo por falta de alimentación, de salud, de educación, de vivienda. Estudiar las condiciones que posibilitaron el desarrollo de las asociaciones y fundaciones sin fines de lucro en los Estados Unidos, como así también recientes legislaciones sobre el tema como la promulgada en Italia, puede ser el primer paso para crear condiciones similares en nuestro país, y fomentar el desarrollo de un sector social llamado a tomar la posta de un Estado asistencial en quiebra económica y moral.

 

Uno de los desafíos que debemos enfrentar creativamente es la necesidad de institucionalizar la solidaridad. Para hacerlo es indispensable tener una filosofía social, porque si no se tiene en claro que el hombre es el sujeto de la vida social, que él es el primer responsable de subvenir a sus necesidades, y que nadie puede hacerlo sin contar con la cooperación de sus semejantes, es probable que el discurso en torno de la solidaridad se torne manipulativo de las personas y no busque su auténtica promoción. La cuestión de la solidaridad es ante todo una cuestión de justicia, y sólo supletoriamente de caridad. Hay que poner al alcance de todos -incluso de los más débiles como los niños, los ancianos, los enfermos físicos y mentales- los medios necesarios para su completo desarrollo humano en libertad. El impulso solidario puede nacer de un buen sentimiento ante un hecho excepcional, pero debe alimentarse de una voluntad firme y constante de darle a cada uno lo suyo. Entre el sentimentalismo ocasionalista, y el paternalismo clientelista al que son tan afectos los políticos, es necesario que los dirigentes de la sociedad que eligió a la economía libre como medio para organizar el trabajo y el intercambio, asuman que su responsabilidad no termina en la actividad que tiene como meta el bien común. En el último medio siglo se delegó esta tarea en los gobernantes. Ha llegado el momento de que la dirigencia social se reúna, movilice y ponga en común sus recursos, y construya un espacio social en el que la solidaridad y la libertad se potencien mutuamente.

1 Readers Commented

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  1. hermes rivero g on 16 febrero, 2011

    Muy bueno su aporte de solidaridad en sociedad

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