Las tradiciones religiosas en la historia argentina: aportes y asignaturas pendientes.
Las religiones custodian una promesa, un legado que cada generación creyente transmite a la que le sigue. Son tradiciones que circulan a través de linajes creyentes. Tradición deriva de tradere, que significa transmitir. Las tradiciones religiosas custodian y transmiten su promesa, y la custodian transmitiéndola, como una llama que no se debe apagar.
Los eslabones de esas cadenas de memoria se sitúan en tiempos diferentes y a veces en espacios también distintos. Sus legados navegan a través del tiempo, sujetos a la tensión entre la conservación intacta de la herencia y la necesidad de adaptarla a los tiempos que corren y a los nuevos contextos culturales, para que las nuevas generaciones no las rechacen.
Sabemos muy poco de las religiones indígenas y africanas, pero también ellas eran cadenas de memoria, transmisoras de promesas. Los guaraníes custodiaban la promesa de la “tierra sin mal”. Otras etnias, la de la cíclica renovación cósmica. Los africanos, la de la protección de los antepasados.
Los católicos, que custodiaban la promesa de la segunda venida de Cristo, transmitieron o impusieron su legado a indígenas sometidos y a africanos esclavos. La cristiandad colonial fue un régimen de unanimidad religiosa basado en la violencia simbólica y, en última instancia, física. Por eso indígenas y africanos protegieron sus promesas mimetizándolas con la exuberante religiosidad barroca. Protestantes y judíos refugiados en la Buenos Aires colonial, donde los controles eran menos rigurosos que en otras latitudes, custodiaron sus legados en secreto. Fueron cripto-protestantes y cripto-judíos, feligreses de improvisados templos y sinagogas nocturnos.
El siglo XIX, que nació bajo el signo de la revolución, distinguió religión y política, pecado y delito, culto público y fe privada, justicia civil y normatividad religiosa. Desmanteló el régimen de unanimidad y construyó un consenso en torno a la necesidad de abrir las puertas a la inmigración europea.
En efecto, si un gran consenso hubo en este país –en el que los consensos son un bien escaso– fue en torno a la necesidad de la inmigración. Si se necesitara una prueba de la existencia de ese acuerdo, bastaría observar que pocos países del mundo recibieron tal caudal de inmigrantes en tan poco tiempo y sin embargo la conflictividad, que naturalmente acompaña a los grandes flujos migratorios, en la Argentina fue relativamente baja.
¿Qué tradiciones religiosas traerían los hombres y las mujeres que iban a contribuir a poblar y construir la Argentina contemporánea? Para las elites políticas y culturales de mediados del siglo XIX, la Argentina debía convertirse en un país cosmopolita, como quería el ideario liberal. Alberdi diría que privar a los protestantes del norte de Europa de su fe significaba desposeerlos de su potencial civilizador.
Para las religiones no católicas la inmigración era un desafío: ¿la cadena de memoria podría continuar custodiando y transmitiendo la promesa en tierra extraña? Algunas comunidades abrazaron la utopía del trasplante: una comunidad étnica que sería a la vez una comunidad religiosa. Para ellas la sangre, las costumbres, la lengua, las tradiciones, la historia y la fe eran indisociables y así debían permanecer, indisolubles, de generación en generación. Pero la del trasplante fue, en efecto, una utopía: las sucesivas generaciones irían no simplemente transmitiendo, sino reinventando esa identidad, conservando unas tradiciones y perdiendo otras, adoptando el español en la vida comunitaria y el culto, formando familias con personas de otras comunidades y religiones.
Hacia fines del siglo XIX fue ganando espacio entre las elites dirigentes una idea más restrictiva de la vocación del país: en un clima ideológico signado por el imperialismo y el nacionalismo culturalista, empezaron a temer por la identidad nacional y a preocuparse por el “peligro maximalista”, como llamaron al desafío revolucionario, socialista y principalmente anarquista. El catolicismo finisecular podía contribuir a enfrentar los dos problemas: el de nacionalizar a las masas de origen inmigratorio, que después de todo eran mayoritariamente católicas, y el de poner freno al “peligro maximalista”, contrarrestando su prédica con la naciente doctrina social de la Iglesia. Se avanzaba hacia políticas más restrictivas y los conflictos, como todos sabemos, no faltarían.
Sin embargo, las puertas se entornaron pero no se cerraron nunca, y la Argentina contemporánea se edificó como un país plural, en el que las distintas tradiciones religiosas pueden seguir transmitiendo sus promesas y convivir en paz. En las escuelas públicas argentinas los pibes católicos compartimos las aulas y los recreos con chicos pertenecientes a otras tradiciones –en mi caso protestantes y judíos– sin que ocurriese nada serio que debiéramos lamentar.
Las religiones como vínculo
Como revela la etimología del término, las religiones son, además, lazos de unión. Religión deriva de religio: lazo, vínculo. Ello se debe a que las religiones unen a los hombres con las divinidades en las que creen. Pero también porque al mismo tiempo los vinculan entre sí, en comunidades de fe que custodian y transmiten su promesa de generación en generación. Las religiones tejen redes de comunidades en las que se custodia, celebra, actualiza y transmite la promesa. Pero también en las que se cumplen muchas otras funciones y desenvuelven muchas otras tareas. Las comunidades religiosas proporcionan lugares de encuentro, espacios de aprendizaje y de sociabilidad, auxilios para quienes necesitan abrigo, alimento, techo, vestido, contención afectiva, consejo. Son lugares donde se tejen relaciones, se habla, se juega, se come y se bebe, se canta, se escucha música, se enseña y se aprende, se practican deportes, se protege la memoria, se guardan las tradiciones.
Las comunidades católicas coloniales, nucleadas en torno a parroquias, capillas rurales, conventos y cofradías, fueron espacios de sociabilidad e instancias primarias de organización. Las cofradías fueron algo así como cooperativas espirituales que garantizaban al cofrade los auxilios para la buena muerte, problema fundamental para una sociedad obsesionada por el temor del purgatorio y el infierno. Las parroquias fueron lugares de reunión y deliberación que a veces se convertían en verdaderos cabildos abiertos, en los que se trataban problemas comunitarios o se tomaban decisiones políticas. Conventos, parroquias y cofradías fueron fuentes de crédito en un mundo sin bancos y escaso de moneda. Las iglesias rurales fueron a menudo la única escuela de primeras letras, el único dispensario médico, él único lugar de reunión. Las fiestas patronales eran ocasiones de encuentro, cuando junto al templo se improvisaban mercados, juegos, bailes y asados.
A fines del siglo XVIII, en un clima de ideas influido por las de la Ilustración católica, los Borbones invitaron a los párrocos rurales a ser no sólo pastores de almas. Muchos curas aceptaron ese nuevo mandato, que hizo de ellos maestros de escuela, instructores de técnicas agrícolas, inoculadores de la vacuna, mediadores en los conflictos. La revolución encontró en ellos líderes comunitarios que fueron eficaces canales de propaganda y en algunos casos levantaron en armas a sus feligresías a favor de la causa patriota. La revolución heredó de la tradición borbónica la noción del sacerdote como agente de civilización de las despobladas campañas rioplatenses y como transmisor de una ética que hoy llamaríamos cívica. Sólo en la segunda mitad del siglo XIX ese mandato sería transferido al maestro de escuela.
Las comunidades católicas de los siglos XIX y XX han mantenido viva la tradición de proveer auxilios no sólo espirituales: parroquias, congregaciones de vida activa, sociedades benéficas, círculos de obreros, colegios y universidades han seguido proporcionando una amplísima variedad de servicios sociales, educativos, sanitarios, culturales.
Podemos decir lo mismo de las otras tradiciones espirituales que se afincaron en nuestro país: protestantes de diversas convicciones y vocaciones, judíos ashkenazíes del centro de Europa, sefardíes de Marruecos, de Siria, Esmirna y Constantinopla, católicos maronitas, ortodoxos rusos y griegos, islámicos y drusos, hinduístas y sikhs, budistas, espiritistas, mormones, menonitas, testigos de Jehová. Quien más, quien menos, todos fueron organizadores de escuelas y colegios, hospitales, cementerios, cooperativas, sociedades de socorros mutuos, cajas de préstamos, centros culturales, sociedades de beneficencia, orquestas y grupos de teatro, cámaras de comercio, equipos de fútbol, clubes sociales y deportivos… Una lista interminable de iniciativas en todos los planos.
Aprender a vivir con otros
Las religiones le deben mucho a la Argentina y la Argentina les debe mucho a ellas. Con idas y venidas, con certezas y vacilaciones, el país les ofreció un espacio en el que la promesa podía seguir transmitiéndose de generación en generación y los vínculos entre los hombres y sus divinidades podían seguir reproduciéndose. En rigor, los lazos que ligaban a esos hombres entre sí no sólo se reprodujeron, se multiplicaron: empezar otra vida en una tierra nueva estrechó relaciones y los obligó a entablar otras. Además, entre armonías y discordias, se tejieron lazos entre distintas tradiciones espirituales que en sus tierras de origen no tenían el gusto de conocerse. Hubo que aprender a vivir con otros.
En doscientos años dimos pasos muy importantes: la revolución significó el paso de la unanimidad forzosa a la tolerancia de los llamados “disidentes”; la Constitución de 1853 fue el paso de la tolerancia a la libertad de cultos. Ahora es preciso dar el paso que falta: espero que el Bicentenario nos regale la igualdad jurídica para todas las religiones. Porque los derechos de las comunidades religiosas no pueden estar sujetos a consideraciones aritméticas, como afirman toda vez que pueden los católicos que viven como minoría en países de mayoría protestante, ortodoxa o islámica. Si obtenemos la igualdad creo que vamos a haber alcanzado un anhelo de la mayoría de los argentinos, que quiere hoy, como quiso en el pasado, un país para todos.
*Conferencia en el Ministerio de Relaciones Exteriores el 2 de septiembre de 2009.