El cuento “La hermana de Eloísa”, escrito por Jorge Luis Borges y Luisa Mercedes Levinson en 1955, acaba de publicarse en España, en una edición para bibliófilos, con ilustraciones de Antonio Seguí. A Levinson, la única mujer a la que Borges distinguió como para escribir en colaboración con ella un texto de ficción, se la suele recordar más por su figura y actitudes poco convencionales que por su obra.

barrosEn 2009, tres fechas hubieran sido excusa suficiente para recordar a la escritora argentina Luisa Mercedes Levinson: el probable centenario de su nacimiento; los sesenta años de su nacimiento literario, ubicado con certeza en 1949, momento en que se fundó como escritora a partir de una desgracia personal, y los cincuenta de la publicación de su libro de cuentos La pálida rosa de Soho.

El cuento “La hermana de Eloísa” no es el primer texto de Luisa Mercedes Levinson, que ya había empezado a escribir antes de 1951, fecha en que publicó su primera novela, La casa de los Felipes; en distintas revistas de la época, como El Hogar y Leoplán, habían aparecido “sus primeras obras literarias, publicadas con seudónimo,… sujetas a los cánones de la “literatura femenina” de la época: versos, relatos “rosas” y hasta un consultorio sentimental, Secreteando con Lisa Lenson…”, anota Leopoldo Brizuela en el prólogo a sus Cuentos completos. Géneros característicos de la literatura escrita por mujeres, apartados de las tendencias y movimientos de la época hasta que en la década del ´40 surge una primera generación de narradoras –principalmente cuentistas, vinculadas a la revista Sur y a la literatura fantástica– cuya producción se muestra atenta a otros intereses. Entre las mujeres que comienzan a publicar alrededor de esta época, Silvina Ocampo y Luisa Mercedes Levinson efectuaron un recorrido similar. Produjeron a lo largo de un extenso período del siglo XX y tuvieron importantes instancias de reconocimiento: en el país, premios significativos; en el exterior, traducciones y reiterados señalamientos por la relevancia de su producción.

Ambas, además, escriben en colaboración con los dos narradores argentinos centrales de ese momento: Borges y Bioy Casares. A pesar de esto fueron sufriendo un proceso de invisibilización; relegadas por la crítica, sus obras resultaron casi imposibles de conseguir hasta una reedición tardía: los Cuentos Completos de Silvina Ocampo fueron publicados en 1999; los de Luisa Mercedes Levinson, en 2004. Si bien en el caso de Silvina Ocampo se ha hecho una relectura desde la perspectiva de la teoría de género que ha permitido un abordaje más amplio de su obra, la de  Levinson espera todavía una instancia de reconocimiento.

 

Textos recobrados

 

El vínculo de Levinson con Borges no se limitó a la producción conjunta de La hermana de Eloísa –cuento que no es, de ningún modo, la obra más significativa de ninguno de los dos–; él fue quien la orientó en el proceso de convertirse en escritora, y le enseñó “el arte de corregir”. Esta otra tarea conjunta dejó su marca en la escritura de Levinson que –absolutamente personal y distanciada del modelo de su maestro– construye un lenguaje propio e impar.

Es indudable que la obra cuentística de Levinson es despareja; textos enormemente logrados conviven con otros prescindibles. Pero también es indudable que, en los cuatro volúmenes que escribió, no son pocos los títulos que conviene rescatar del olvido. Dos cuentos de La pálida rosa de Soho, que da título al volumen, y El abra, se anotan en este último grupo.

La autora juega con una trama casi idéntica: un triángulo amoroso, una infidelidad, un desenlace violento de la situación. La puesta en espejo –por la historia, por la situación de sus protagonistas, dos prostitutas, por la colocación en el texto– pone más en evidencia la maestría para construir dos textos absolutamente distintos.

El abra es el primer cuento del volumen y también el primero en la sección Cuentos del Litoral, una serie de historias enmarcadas en esa región argentina, motivo por el que se las vinculó con las de Horacio Quiroga, a pesar de la significativa distancia entre ambas producciones. La pálida rosa de Soho, ubicada en la emblemática zona londinense, encabeza la segunda sección, Cuentos lejanos.

En El abra, la mujer protagonista se presenta en primer término. Es “extraña”, no sólo por extranjera, sino por su actitud: a diferencia de las protagonistas de los relatos regionalistas entre los cuales se suele alinear al cuento, esta mujer pasa el día tendida en la hamaca, abanicándose. Son los dos hombres con los que convive los que la mueven: el patrón, Alcibíades, para llevarla a la pieza, subrayando su condición de objeto sexual para su uso privado; el peón, Ciro, la transporta, dentro de la hamaca, de un lado a otro, y, prosternado, le ceba mate o le alcanza un cigarro o un alimento.

La partida de Alcibíades cambia la situación. La mirada atenta de Ciro, el peón, registra la invitación en el movimiento diferente: “Ella se desperezó, después se desprendió la blusa, como si la botonadura le lastimara el pecho. Estirada en la hamaca, abanicándose, su rostro permanecía impasible; sólo el cuerpo, en ondulaciones sobre la red, cambiaba, se multiplicaba en su aleteo… La paz corpórea de los amantes” se interrumpe por la llegada de Alcibíades, que mata al peón de un tiro; con el lazo de la hamaca trenza la parte superior para encerrar a la mujer, que no entiende todavía lo sucedido pero se sabe dueña de algo nunca experimentado.

A partir de esta experiencia, la mujer se convierte en otra, poseída por el odio: “un odio pétreo, gris […] un odio duro hacia un hombre que tenía poder: el patrón…” Este cambio hace que se remueva “algo que había estado quieto en sus adentros, como una laguna estancada”, y la impulsa a convertir los movimientos de su cuerpo en arma contra el hombre que la ha maltratado. Por eso, comienza a retorcerse como un “puma” mientras “un quejido monótono, un poco ronco, acompañaba el contoneo… si ella sabía llamarlo, ese hombre se acercaría, se abalanzaría sobre ella y desataría el nudo[…] y eso significaría vida, el poder y, después, la venganza”.

Así consigue avivar el deseo del hombre, que pese a su resistencia inicial, se va acercando. El siguiente movimiento de la mujer es disparar el último tiro que queda en el revólver. No importa que esto implique su propio fin, ya que queda encerrada dentro de la hamaca: ha ultimado al hombre que se despide de ella con un insulto, perra, que reemplaza a los habituales vocativos vos, che, con los que la llamaba. La mujer, cumplida su tarea, puede volver a la inmovilidad, y rendida al sol, “que la poseía prolijamente, sintió que Su odio, satisfecho, la abandonó como un hombre, nomás, y ella se sumergió en una especie de paz opaca, sólida, que poco tenía que ver con aquella que había atrapado luego del amor”.

La protagonista de La pálida rosa de Soho no se presenta al principio del cuento. En primer lugar aparece Miss Edith Fairchild, una joven londinense cuyas preocupaciones son: tener un “vestido vaporoso del exacto color rosado de las flores del árbol de mayo, que, como es sabido, es un color muy modisteril y festejar su cumpleaños con un garden-party”.

Sus padres están interesados en resolver estos problemas, que se les plantean como inversiones provechosas para lograr el compromiso con Norman Murchison jr. En cambio, son otras las preocupaciones de Pálida Rosa, que recorre continuamente las calles en busca de clientes.

Es la prostituta más cara del Soho, “la más alta, esbelta y rubia de todas”. Whippety Dick, un violinista callejero, junta unas pocas monedas mientras piensa solamente en ella. Al igual que en El abra, una tercera figura genera el conflicto en la pareja: en este caso es Norman Murchison jr., que el “día anterior al de su cuarta visita,[a Miss Edith] día que … se fijó a sí mismo para expresar su amor verbalmente, se sintió bastante nervioso”. Por eso va hasta el Soho a tomarse unas cervezas, y a pesar de su “santa intención” va a dar al cuarto de Rosa, la mujer cuya melena es lo único en común con su novia. El prometido de la distinguida Miss Edith reitera sus visitas a Rosa, la sume en una serie de sueños –en los que se mezclan una granja, cerdos y niños– y despierta en ella sentimientos encontrados. Por medio de él se asoma al “Londres del otro lado de las ventanas, el prohibido e impenetrable Londres de los leños ardiendo en las chimeneas de mármol negro, candelabros, y, tal vez, un árbol de Navidad…”.

Whippety Dick se entera de su condición de hombre engañado por las risas que lo burlan en el bar. Su mundo se ha convertido en un lugar sórdido, por el que camina antes de darle a Rosa el final que merecen las mujeres que engañan: “Los residuos del mundo enfrían el pecho, arden en la lengua. Hierro. Suciedad, vigas, guineas, cloacas. El puente se levanta como una trampa: fórceps para arrancar al río. Pero la entraña del mundo deshecho es sólo río riendo con sus dientes negros,  enamorados de otros residuos y son sólo una gran podredumbre sin límites, líquida por carecer de límites, río reptil que avanza silencioso en la noche, embellecido por la mentira y la basura y el asco y el miedo. Pálida Rosa, Pálida, Pálida, Pálida…”. En cambio, Norman Murchison jr., al saber que Pálida Rosa ha desaparecido, se aleja de ese barrio y de las prostitutas que pueden comprometerlo y finaliza sin más este episodio desgraciado.

La ironía que campea en el relato se exaspera en el final: el asesino espera en la cárcel la decisión del “jurado de doce vecinos –algunos de ellos eventuales clientes de Pálida Rosa–” , mientras distinguidas damas organizan una colecta para comprarle un nuevo violín. En apariencia, todo está en orden: es necesario que se perciba el reclamo de una lectura irónica que restablezca el verdadero orden que postula el texto.

A pesar de que ambos cuentos manifiestan coincidencias significativas, exhiben con maestría dos modos diferentes de abordar una historia similar: la de mujeres que no cumplen con los roles impuestos a su género, a las que corresponde la muerte por su trasgresión; en un marco infrecuente en la época, ambos cuentos exhiben el erotismo y las pasiones femeninas desembozadas. Enfocadas desde el realismo o la ironía, las mujeres de Luisa Mercedes Levinson se asumen como dueñas de su destino, hasta las últimas consecuencias.

Una confesión para terminar este breve acercamiento a Levinson: me encuentro entre las personas que la conocían poco más que de nombre, y en especial por sus rasgos superficiales y excéntricos. Tuve la suerte de que me llegara a las manos un librito con sus cuentos, de la colección de la Biblioteca Nacional para el Bicentenario (1): la lectura de El abra fue una experiencia deslumbrante (2). Revolviendo en librerías de usados, conseguí los Cuentos completos que me acercaron a su obra y me incitaron a esta recomendación de lectura.

 

Notas

 

1. “Se trata de una colección de libros que en su forma pequeña, contemporánea y ágil, dirigen su mirada hacia la historia editorial pasada y a las publicaciones olvidadas o que esperan ser redimidas”, señala la presentación de los volúmenes, que se vendían por $1 en una máquina ubicada cerca de la Biblioteca Nacional. Lamentablemente, se agotaron en la Feria del Libro y no han sido reeditados.

 

 2. Este cuento y otros cuatro pueden leerse en el sitio www.luisasamlevinson.com.ar. También se incluyen la biografía de la autora y algunos ensayos sobre su obra;especialmente interesante es el de LeopoldoBrizuela.

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