La reciente sanción de la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo pone en evidencia importantes desafíos para la relación de la Iglesia con la sociedad y la cultura.Es indudable que en el éxito de dicha iniciativa han tenido fuerte incidencia la pericia mediática, el oportunismo político y las simplificaciones ideológicas. Pero aquella difícilmente hubiera alcanzado su objetivo de no haber sido capaz de capitalizar un cambio cultural ya presente. Nos referimos a la extendida aceptación de la homosexualidad como una “opción” equiparable a la heterosexualidad y acreedora del mismo reconocimiento social; y, de un modo más amplio, el creciente rechazo en el ámbito de la sexualidad de toda autoridad que no sea la de la propia conciencia.
Esta transformación de la sensibilidad y los valores, que lleva al rechazo de las normas y certezas tradicionales a favor de una libertad desprovista de referencias firmes, es algo observable de un modo muy directo en la conducta de las generaciones más jóvenes. Éstas tienden cada vez más a gestionar su vida sexual casi exclusivamente en base al criterio de la autenticidad afectiva. El matrimonio va perdiendo el carácter de horizonte natural del noviazgo, y quienes deciden casarse lo hacen hoy, mayoritariamente, tras experiencias más o menos largas de convivencia. Y no estamos hablando de algo que suceda sólo fuera de la Iglesia. Muchos católicos adoptan estos nuevos estilos de vida sin sentir que estén poniendo en juego su fe o su pertenencia religiosa.
Encontramos aquí un rasgo característico de este giro cultural: no se realiza contra la Iglesia, es decir, no está necesariamente vinculado a una postura de principio contraria a la fe o a la institución eclesial (aunque así puedan presentarse públicamente ciertas reivindicaciones particulares). Más bien, es un cambio que acontece en la mayoría de los casos al margen de la Iglesia, es decir, en virtud de una búsqueda personal sencillamente ajena a todo lo que no se experimente como significativo para sí, más allá de lo que aquella “dice”, permite o prohíbe.
Aquí parece localizarse, entonces, el problema de fondo: la brecha creciente entre la Iglesia y la cultura, entre sus enseñanzas y la vida de la sociedad, sin excluir la vida de los fieles. No se trata tanto de la verdad o el valor de la doctrina católica sobre la sexualidad en sí misma, cuanto de su relevancia, es decir, de su capacidad para modelar efectivamente la vida de las personas. Precisamente, la percepción de una pérdida dramática de relevancia de la enseñanza de la Iglesia, está suscitando desde hace años profundas tensiones en el seno de la misma entre quienes, por toda respuesta, se abroquelan en defensa de la “doctrina segura”, y quienes en el otro extremo buscan “llegar” a las personas a través de propuestas atrayentes pero aventuradas, sin continuidad posible con la Tradición.
Corresponde preguntarnos, entonces, por qué la doctrina católica, pese a su profundidad y riqueza, ha dejado de ser, en términos generales, persuasiva. No se debe suponer de antemano que el problema esté sólo del lado de la cultura. Es cierto que el mensaje evangélico tiene un núcleo que está por encima de las diferencias y transformaciones culturales, y que constituye por eso mismo una instancia crítica, una exhortación a no acomodarse a la “mentalidad del mundo” (cf. Rom 12,2). Pero, por otro lado, nuestra comprensión del Evangelio es siempre histórica, y debe por lo tanto dejarse interpelar por los procesos culturales y las nuevas situaciones que ellos generan.
¿Cómo encarar este desafío? Ante todo, la reflexión sobre los hechos recientes, y la previsión de las discusiones que se avecinan (por ejemplo, el aborto y la eutanasia), deben confirmarnos en el propósito de dejar de “correr detrás” de los cambios, para comenzar a anticiparnos a ellos. Esto supone dedicar atención, personas y recursos para estudiar a fondo las dinámicas culturales del presente. Por ejemplo, ¿por qué la reivindicación de la homosexualidad ha adquirido un carácter tan central en el debate público? El artículo de J. Arènes “La cuestión de «género» o la derrota del hombre heterosexual en Occidente” (Criterio Nº 2328, julio 2007), brinda un espléndido ejemplo del tipo de análisis que nos permitiría matizar el diagnóstico indiscriminado de “relativismo” que enrostramos a nuestros adversarios, y reconocer que muchos de ellos pueden estar guiados por motivaciones de alto sentido ético. Una mejor comprensión de los fenómenos sociales permitiría que la misma verdad poseída pueda inspirar respuestas más ajustadas a los “signos de los tiempos”.
Ahora bien, ¿cómo se traducirían concretamente estas respuestas en el ámbito de las normas de conducta? ¿Debería la Iglesia en el futuro cambiar sus preceptos, o renunciar sin más a ellos para conformarse con formular “ideales”? Evidentemente que no. Pero en el campo normativo, cuya materia es variable y contingente por definición, siempre es posible dar a las normas morales formulaciones más adecuadas a las peculiaridades de las diferentes situaciones, y juntamente con ello, elaborar criterios prudenciales más aptos para guiar el discernimiento de los fieles.
En el ámbito específico de la sexualidad, problemas como la disminución de los casamientos entre parejas bautizadas, la práctica cada vez más difundida de la convivencia de los novios previa al matrimonio, las dificultades de las personas casadas con la anticoncepción, el uso de profilácticos en la prevención del SIDA, la situación de los divorciados y vueltos a casar, el cuidado pastoral de las personas homosexuales y tantos otros temas, esperan todavía respuestas innovadoras, no en el sentido de una ruptura con la tradición, sino de una relectura inteligente y actualizada de la misma.
No podemos olvidar, por último, el desafío de la comunicación. Como ha quedado de manifiesto en los últimos tiempos, no basta con que el lenguaje utilizado para transmitir nuestra visión de la sexualidad y la familia sea correcto: es preciso que adquiera un tono más llano y directo, más cordial y empático, desprendiéndose de un vocabulario técnico que fuera de contextos precisos se vuelve fatalmente equívoco, y no favorece el diálogo.
Ante la magnitud de los cambios culturales, ¿podrían estas líneas de acción tener alguna incidencia apreciable? Posiblemente no en lo inmediato. Pero en este objetivo de lograr una nueva sintonía evangélica con la cultura, creando un vínculo con ella que sea a la vez de cercanía cordial y de distancia crítica, se debe proceder con la mirada puesta en el largo plazo. Es preciso, además, tomar conciencia de las verdaderas dimensiones de este desafío, que abarca todos los ámbitos de la vida personal y social, evitando cualquier opción pastoral excluyente.
En esta tarea, un ejemplo de permanente vigencia es el que nos brinda la historia de la enseñanza social de la Iglesia. Este imponente cuerpo de doctrina surgió a fines del siglo XIX de la percepción de que estaban sucediendo “cosas nuevas” (de ahí el título de la primera encíclica social, Rerum novarum), y que ya no bastaban las categorías y respuestas del pasado. Del mismo modo, en el camino que debe recorrer nuestra Iglesia adentrándose en el siglo XXI, no hay soluciones preconcebidas y disponibles de antemano: las “cosas nuevas” reclaman respuestas nuevas.
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Join discussionEfectivamente, las «cosas nuevas», reclaman respuestas también «nuevas», que por el momento la Iglesia jerárquica no está en condiciones de dar.
La pregunta de fondo, que late a lo largo de todo el artículo, alude a la irrelevancia de la doctrina católica en la vida concreta de la gente, al conjunto de mandatos y normas («morales») que ya no son capaces de «modelar» la vida de las personas. Efectivamente es así, porque dichas normas son extemporáneas, y porque el Pueblo de Dios reconoce que estos asuntos no tienen nada que ver con el mensaje de Jesús en los Evangelios. Es decir: no es que ya no atraiga «seguir a Jesús». Muy por el contrario, su mensaje sigue fascinando a personas de todos los ámbitos y edades.
El problema aquí está en seguir pensando que «doctrina católica» equivale a «moral sexual», y en creer que el Magisterio de la Iglesia puede seguir pretendiendo gobernar la conciencia de los fieles en sus ámbitos más privados, como lo ha hecho mediante siglos en los que utilizó una pastoral represora, sabiendo bien que quien domina lo más íntimo del hombre, rige a la persona entera (y puede, por ende, exigirle sumisión absoluta).
Pero esta situación felizmente terminó. El psicoanálisis ayudó en este proceso de «desculpabilización» de la sociedad, cuando la Iglesia Jerárquica fue la responsable de hacer del sexo y de todo lo que tuviera que ver con él, el mayor pecado y el centro de nuestra atención en la vida espiritual. Agradecemos al psicoanálisis también el haber puesto sobre el tapete las intenciones «non sanctas» de nuestro clero a la hora de querer controlar a los fieles de ese modo tan manipulador.
La vida sexual de la gente es un ámbito en el cual ya nadie tolera que alguien pretenda dominar, y creo que en ello ya no habrá vuelta atrás.
Un desafío urgente de la Iglesia jerárquica es abrirse definitivamente al diálogo y a entrar en «sintonía» con la cultura que le toca vivir, sin pretender absolutizar elementos que en el anuncio total del Reino de Dios son solamente accesorias. Sin no lo hace, una vez más, perderá el tren de la historia.
Saludos cordiales,
Graciela Moranchel
Profesora y Licenciada en Teología
Es que el sexo sí tiene que ver con el seguimiento de Jesús, doctora. Cuando Jesús dice que «el que ve con malos ojos a una mujer ya adulteró en su corazón» no estaba hablando metafóricamente. Las exigencias de Jesús abarcan a la persona entera, incluida su sexualidad desde luego. Aún para sus coetáneos dichas exigencias parecían irracionales y durísimas: «Moisés les enseñó que el hombre puede despedir a su mujer por cualquier motivo, pero yo les digo que lo que Dios ha unido no lo separe el hombre». El sicoanálisis no elimina el pecado. En todo caso ayuda a comprenderlo, nunca a justificarlo. La Iglesia insiste en la sexualidad, en la mayor parte de los casos, no porque quiera «controlar» al ser humano, sino porque la sexualidad tiene que ver mucho con el corazón, «allí donde está tu tesoro…».
Esta muy bien la apertura a lo nuevo, la actitud de escucha y empatía a las motivaciones éticas que pueden presentarse en la cultura, pero tampoco podemos decir que el sexto y noveno mandamientos simplemente están superados. El ser humano es el mismo hoy que hace tres mil años. Se ama de las misma forma hoy que hace tres mil años. Comprensión con una cultura que se aleja de la Iglesia, sí; actitud autocrítica para evaluar que tan ajustadas están las normas morales con el valor supremo de la caridad, sí; relativismo moral y derrotismo eclesial, no. La Iglesia no puede renunciar a ser quien es, la derrota verdadera no consiste en que el papa tenga menos fans en Facebook que Lady Gaga, la verdadera derrota consiste en que la Iglesia acomode su mensaje por subir en el rating.
Una lectura muy interesante y muy enriquecedero de la actualidad. Creo que es necesario dar un paso como Iglesia para no perder la capacidad de ser escuchados y poder ayudar, ser luz para toda la humanidad y con la metodología del diálogo, no del discurso. Eso sí, creo que es importante no aguar el mensaje, no negociar, no ‘acomodarnos’ para caer bien. Una tentación es querer ser ‘simpáticos’, palmear la espalda del que no está haciendo las cosas bien, para no complicarnos la vida.
Jesús vino a anunciar el amor, pero amor que no excluye el sacrificio, que culmina en cruz, no en triunfalismos oportunistas o en mensajes demagógicos.
Es la cruz inevitable? No, pero para eso tiene que haber conversión.
El desafío es distinguir aquello en lo que debemos ‘aggiornarnos’ de lo que es esencial (y tenemos la necesidad de preservar).
No sirve de nada anunciar un mensaje digerible, adecuado, poiticamente oportuno pero vacío, no creo que nadie con un poco de fe se anime a hacerlo.
Por último, los errores del pasado tienen que hacernos reflexionar y movernos a la conversión, a cambios concretos, pero no pueden condicionar nuestra conciencia, a veces parece que el deseo de ser ‘progres’ nos hace perder nuestra identidad. Pareciera que solo hay dos lugares, con la línea tradicional, cerrada, temerosa, sin capacidad de diaólogo o con la que cuestiona todo lo que viene de la jerarquía y juzga la historia desde ‘el hoy’, con todas las cartas en la mano; creo que esto no es así, basta hacer a un costado el discurso y el análisis teórico y ponerse a trabajar, yendo al encuentro del hermano en la parroquia, en la comunidad, en el barrio.
Saludos y gracias por la revista que nos ayuda a crecer.
Excelente editorial.
Claro, preciso y acertado.
El mensaje evangélico puede ser reducido en última instancia a un «mandato de felicidad»: Dios nos manda (ordena) ser felices.
La Iglesia, en su legítimo y bienintencionado afán por asegurarnos el acceso a dicho mandato, se concetró en la conducta individual de las personas (dejando postergados en el disurso diario y cotidiano, cuestiones sociales y culturales qe impactan sobre muchísimas personas y tienen una sensible influencia en la felicidad de las comunidades) e invadió áreas ajenas. En relación a las personas, pretendió regular todos los aspectos de su vida tratando de unificar en un modelo social y cultural único, la forma de llegar a la felicidad y a la vida eterna, con un sobredimensionado acento puesto en la moral sexual. El respeto por las culturas diferentes ha quedado con frecuencia en meras declamaciones que poco impacto tuvieron en la práctica. Y ha sido inflexible en temas menos trascendentes (no intrascendentes, aclaro) como estos que nos ocupan: la moral sexual y familiar.
Mas allá de los intentos por encontrar salidas elegantes, la Iglesia ha tenido que aceptar renunciar a muchas convicciones dogmáticas elaboradas a espaldas de los hechos y las ciencias, basadas en interpretaciones dogmáticas (antojadizas a veces). Así ocurrió, por ejemplo, con Galileo Galilei, o la teoría de la evolcuión de Darwin, por citar un par de casos conocidísimos y paradigmáticos.
Lo mismo ocurrirá con estos novedosos y desafiantes temas. Deberemos admitir que el camino de la felicidad no está sujeto a un modelo abstracto y dogmático y con la ayuda de la ciencia deberemos hallar la forma de dar cabida y acogida a todos aquellos que de buena fe y con su mejor empreño y buen voluntad buscan la felicidad y mas aun con aquellos que quieren hacerlo como miembros de la Iglesia.
No asumo posiciones sobre los delicados temas propuestos en la editorial, algunos creo que son fácilmente salvables, otros son más difíciles. Pero como dice con acierto la editorial, deberemos tener la sabiduría de encontrar opciones pastorales que no sean excuyentes.
José Luis Navarro
Abogado.
Creo que la clave está en la «interpretación histórica del Evangelio». Los evangelios responden a una realidad y a una cultura que fue. (hace dos mil años!!!!)
En esas épocas la mujer tenía un lugar subordinado en la sociedad y la sexualidad se veía como algo pecaminoso.
El gran tema o «gran cuestión» es precisamente «la sexualidad» que debe ser asumida como una de las dimensiones de la persona.
En mi opinion, ésta imposibilidad es la causa esencial del paulatino alejamiento que se está produciendo entre la Iglesia y la Cultura, como reza el título del editorial.
La educación en la familia, en la escuela y en la Iglesia debe comprender «la sexualidad» como expresión de amor aunque se trate de un «amor circunstancial», si se me permite la expresión.
Debemos erradicar esta concepción pecaminosa de la sexualidad y pensar que si Dios nos hizo «personas sexuales» fue para que podamos percibir el placer que produce el encuentro entre dos cuerpos y dos almas.
También pienso que el «celibato» muy en el fondo tiene su fundamento en esa concepción disvaliosa de la sexualidad.
Claro está que hay desviaciones, pienso que la homosexualdiad es una de ellas y la cosa no pasa por la «desculpabilización» sino por la comprensión y el respeto.
La «desviación» que significa en una de sus acepciones «tendencia o hábito anormal en el comportamiento de alguien» coloca la cuestión en su justo punto.
Lo que creo que no se puede hacer es convertir a la «homosexualidad» en una categoría normal de comportamiento sexual. No lo es. Eso no impide que la persona, haciendo uso de su libertad, opte por un comportamiento «homosexual», pero el ejercicio de su «libre elección» le exige asumir las consecuencias de su elección, aceptando el margen de «desigualdad» que se genera con las personas heterosexuales sin pretender una misma igualdad.
La homosexualidad implica la renuncia a la vocacion de ser «padre» y la respuesta la da la naturaleza, ya que la pareja homosexual no tiene capacidad para engendrar descendencia.
Las minorías «homosexuales» tienen derecho a la creación de instituciones civiles que regulen su situación, mas no pueden apropiarse de instituciones propias de las personas heterosexuales.
El riesgo de estos temas es caer en un relativismo que nos haga creer que «nada es mejor» o «que da lo mismo una cosa que la otra»
La ‘cultura’ predominante es que cada hombre haga lo que quiera. No hay ya reconocimiento de ninguna autoridad, menos aún si contraría nuestros desos. Pero lo que los hombres (y mujeres) no podrán nunca eludir son las consecuencias de sus actos. En algunos años, cuando los hijos de esta ‘cultura’ sean adultos, habremos comprobado como sociedad si tal ‘cultura’ estaba o no equivocada.
El Vaticano II fue un intento muy valiente para tratar de ir achicando la brecha entre la Iglesia, la cultura, la sociedad y el mundo. Pero «se levantó un huracán y las olas llenaban la barca». Esto trajo un movimiento de reflujo que sin duda preservó algunos aspectos eclesiales que estaban en peligro, pero que también provocó desconcierto, desaliento y, en definitiva una lejanía mayor.
Un camino, entre tantos, que puede empezar a crear lazos, o al menos a tratar de tener una visión de qué es lo que pasa entre la Iglesia y la cultura, es la mirada hacia el pasado, el reciente y el no tan reciente. El historiador Louis Réau nos decía a los católicos que no le tengamos miedo a la historia. No hace falta tratar de explicar positivamente lo que fue negativo, ni menos al revés. La verdad sana, ilumina, muestra caminos, siempre y cuando se la busque con un corazón libre.
Muy buena editorial. Gracias
Sra Graciela Moranchel, que visión tan sesgada y me atrevería a titular de peyorativa que tiene de la Iglesia Jerárquica, a la cual discapacita para cualquier tipo de reflexión como la que en este lugar estamos haciendo.
¿que el psicoanálisis ayudó en este proceso de “desculpabilización”? ¿o será que el psicoanálisis ayudó a redireccionar la culpa hacia otros sujetos?
Creo que sería mas honesto intelectualmente decir que el psicoanálisis así como echo luz en muchos aspectos relevantes de la comprensión del comportamiento humano, también creó sombras y de las mas oscuras en sus muchas teorías y postulados pseudo-científicos.
Hola Veo que los que escriben aquí tienen una basta cultura pero no saben nada de la palabra de Dios. Yo soy de México
La llamada a la salvación es para todo mundo no para ciertas culturas y la verdad sus opiniones están fuera de contexto porque Dios existe estableció normas de conducta para salvación ya que estamos pasando una prueba por el pecado original y si no creen en Dios y su palabra quien estableció una Iglesia con hombres por tanto con errores pero también con Santos, entonces yo creo que están fuera de contexto y solo hablan de acuerdo a la sociedad sin Dios que hoy en día está en plena apostasía.
Yo creo que deben dejar a la Iglesia en paz ya que si no quieren salvarse es su problema si no creen en Cristo y su entraga para la salvación, no hay nada que hacer.
Solo el día que se presenten ante el juicio de Dios lo van a com,prender pero será demaciado tarde ya que su soberbia no les permite ver la verdad que nos hace libres que es Cristo Nuestro Señor
Dios los bendiga
No podemos olvidar, por último, el desafío de la comunicación. Como ha quedado de manifiesto en los últimos tiempos, no basta con que el lenguaje utilizado para transmitir nuestra visión de la sexualidad y la familia sea correcto: es preciso que adquiera un tono más llano y directo, más cordial y empático, desprendiéndose de un vocabulario técnico que fuera de contextos precisos se vuelve fatalmente equívoco, y no favorece el diálogo.