por Miguel de Asúa, Buenos Aires, Lumen, 2010, 350 páginas.
No caben dudas de que las relaciones del evolucionismo –en sus variados discursos– con las religiones han sido generalmente conflictivas. El 30 de junio de 1860, con tres ediciones publicadas del Origen de las Especies, se celebró el estrepitoso Oxford meeting, sin Darwin presente pero con el apoyo de T.H. Huxley, su célebre adalid. Precisamente a él se dirigiría el obispo oxoniense Samuel Wilberforce (“Soapy Sam”) para preguntarle si descendía del mono por vía paterna o materna, tras lo que Huxley exclamó que preferiría ello a descender de alguien que prostituía su inteligencia al servicio del prejuicio y la falsedad. Una tal Lady Brewster cayó desmayada y hubo de recurrirse a las sales.
En 1925, sesenta y cinco años después de la reunión de Oxford, ocurriría otro escandaloso episodio: el 2 de julio se abre el caso contra John Thomas Scopes, acusado de enseñar teorías evolucionistas, en Dayton, Tennessee. Una excelente versión cinematográfica de Stanley Kramer (1960), que aún puede verse en televisión, refleja la intensidad del conflicto entre fundamentalistas y partidarios de Darwin, acaudillados estos últimos por el feroz periodista H. L. Mencken.
Doctor en Medicina, licenciado en Teología, máster en Historia y Filosofía de la Ciencia y doctor en Historia, Miguel de Asúa analiza, de acuerdo a su triple e infrecuente formación académica, los orígenes y las implicancias científico-filosóficas de la proposición central darwiniana de cara a la fe cristiana. Lo hace desde las piadosas especulaciones del arzobispo Ussher y el doctor John Lightfoot cifrando el domingo 23 de octubre de 4004 a las nueve de la mañana como la fundación divina del mundo, hasta el teilhardismo que yo mismo viví como una ideología cuasioficial del progresismo católico en aquella década adorablemente cándida de los sesenta.
El pensamiento clásico es inteligentemente escrutado, sobre todo el de San Agustín, “aquel primer hombre moderno” al decir de Ortega. La conclusión de esta obra, absolutamente original en el panorama intelectual argentino más incitado por los estertores del posmodernismo que por el ejercicio de la inteligencia profunda, plantea los dos temas nodales del diálogo fe-evolucionismo: la cuestión del azar exasperada hasta el límite por Jacques Monod pero latente en el Origen, y la cuestión de la continuidad del hombre con los animales, que “implica el origen biológico del sentimiento moral de la humanidad”, como señala el autor.
Cabe recomendar vivamente este libro por su seriedad y su gracia. Antes se solía decir con cierta displicencia “Habent sua fata libelli” (los libros tienen su destino), pero me place más recordar a Whitman: “No me cerréis vuestras puertas, orgullosas bibliotecas, Porque lo que faltaba en vuestros repletos estantes, Aunque era lo más necesario, yo lo traigo.”