El sentido de pertenencia de un ciudadano adquiere, cuando es creyente, una riqueza inusitada, porque la pertenencia por la fe a un ámbito sobrenatural, no excluye ni debilita su compromiso terreno y su integración social.

«Homo autem non solum est civis terrenae civitatis, sed est particeps civitatis caelestis Ierusalem, cuius rector est dominus, et cives Angeli et sancti omnes, sive regnent in gloria et quiescant in patria, sive adhuc peregrinentur in terris» (Santo Tomás de Aquino, De virtutibus in communi, q. un., a. 5)
1. Se puede afirmar, desde el comienzo, que el punto de partida y de inflexión sobre el cual giran la doctrina social de la Iglesia y la nueva encíclica de Benedicto XVI sobre La caridad en la verdad es la dignidad primaria del ser humano como persona, que lo eleva sobre todos los otros seres y le concede una posición de absoluto privilegio como es la de ser capaz de la trascendencia, de vivir en justicia con los otros seres humanos y con el resto de la creación, y de ser recíprocos instrumentos de la gracia divina.
La vida del ser humano, hombre y mujer, tiene origen inmediatamente en Dios. Esto no vale para los otros seres vivientes como las plantas y todas las especies de animales que ocupan la Tierra: los peces, las aves, los reptiles y todas las bestias salvajes (Gén. 1, 20ss. 26). Lo repetimos porque en un cierto clima pseudocientífico de hoy, que nada tiene que ver con la verdadera ciencia, este tema tan importante del origen de la antropología fundamental no se puede dar por descontado: el punto central, tanto de la doctrina social como de la filosofía y la teología del Papa Benedicto XVI, es esta afirmación neta del origen divino del hombre, sobre todo por su alma, que explica el especial mandato que Dios da al ser humano de colaborar con Él en la organización de la vida social y en el gobierno del entero mundo de los vivientes sobre la Tierra. Este dominio natural sobre las demás criaturas, que compete al hombre por su alma racional, en la que reside principalmente la imagen de Dios, se manifiesta en la misma creación del hombre, relatada en Gén. 1, 26, donde se dice: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, y tenga dominio sobre los peces del mar, etc.».
2. El atributo por el cual el hombre está llamado a organizar la vida social y a gobernar la Tierra es el ejercicio del trabajo (laborem exercens), al cual el ser humano dedicará las fuerzas de su cuerpo guiadas por la luz de su espíritu. De este modo, el hombre viene a ser el «vicario de Dios» en la organización de la vida social y en el desarrollo de la creación para los entes naturales de los que obtiene los medios de subsistencia. Sólo la inmensa extensión de los astros que pueblan el firmamento —el Sol, la Luna, las estrellas, la «Cruz del Sur» del otro hemisferio del mundo, las galaxias, los cometas…— y las fuerzas cósmicas universales sobre la Tierra tienen leyes propias que el hombre no puede dominar sino que busca indagar con su mente y utilizar en su trabajo.
Por ello, Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles , llega a la conclusión de que el uso de los bienes exteriores fue confiado al hombre en su calidad de ser que está dotado de razón y es capaz de usar las cosas mediante su trabajo: «El hombre tiene el dominio natural de las cosas exteriores, ya que, como hechas para él, puede usar de ellas mediante su razón y voluntad en propia utilidad» . Sin embargo, a diferencia de la filosofía griega, el punto de partida de la interpretación cristiana y católica es la afirmación del origen directo divino del ser humano respecto del alma.
4. Dos son, por lo tanto, los puntos claves de la realidad que constituyen el fundamento de la doctrina social de la Iglesia y del magisterio teológico del Papa Benedicto: la creación del mundo coronada del espíritu humano. Mediante las fuerzas de su cuerpo y la luz de su espíritu, el ser humano es capaz de «dominar» la Tierra a su favor y de crear un mundo conforme a su cuerpo y a su espíritu. Para confirmar esta superioridad del hombre, Dios dio un nuevo paso: condujo a todas las criaturas hacia el hombre para ver cómo las llamaría. Y asistimos a una nueva investidura directa de poder (Gén. 2, 19).
Y he aquí la base de la doctrina cristiana, recibida de la revelación bíblica de Moisés, que se diferencia netamente de los relatos fantasiosos provenientes no sólo de la mitología grecorromana sino también de las otras religiones semíticas y orientales.
Cristo es para el hombre el único maestro de la verdad que salva mediante su gracia
5. Inteligente y libre, el ser humano con el ejercicio de su trabajo se libera ante todo en la realización de un orden simbólico y moral, es decir, emerge de las fuerzas de la naturaleza y de los instintos de los animales, y así en tanto que sujeto espiritual «tiene la aptitud para recibir la gracia» y es la sublime dignidad del hombre en esta vida, de acuerdo con San Pedro y el Papa León Magno . Así «cuando ha recibido [la gracia], se hace fuerte para realizar los actos requeridos» . Es saludable entonces que la divina clemencia venga en socorro del andar en el camino de liberación del hombre y que, en un determinado momento de la historia individual y de los pueblos, intervengan la gracia y la revelación para facilitar la realización del ser humano de manera que «todos puedan participar con facilidad del conocimiento divino»  sin tropezar con las dudas y los errores en que incurrió el paganismo y en que está incurriendo el neopaganismo que descuida las raíces cristianas de la sociedad. Por ende, recurrir a la fe y a la gracia de Cristo no es perjudicial ni ilícito sino, en cambio, indispensable y liberador en un asunto tan importante para la vida del hombre . Esta doctrina de la necesidad de la gracia para la vida eterna, y por añadidura para la vida ética y social en la Tierra, viene renovada de un modo claro por el Papa teólogo Benedicto XVI en todo su magisterio, pero muy especialmente para el orden social en la Caritas in Veritate.
6. Entonces debemos reconocer que ahora Cristo es para el ser humano el único maestro de la verdad para la vida eterna que se hizo accesible para todos , no siendo ya el privilegio de pocos afortunados porque estaban dotados de poderes económicos o fuerzas intelectuales superiores. Aquí se encuentra la paradoja existencial de la cual parte la fe: ella es accesible para todos los hombres, pero en su conjunto trasciende todas las dotes naturales tanto del hombre como del ángel mismo . La gracia es un «nuevo ser», un nuevo don, concedido al alma directamente por Dios para brindarle la capacidad y la participación de la vida eterna y, por lo tanto, para poder conocer las verdades eternas y, por añadidura, para poder vivir feliz en esta vida. Es célebre la afirmación de Santo Tomás: «Los dones de la gracia de tal modo se suman a la naturaleza que no le quitan nada, sino que perfeccionan ésta como lo perfecto a lo perfectible» . Luego, la luz de la fe, la fuerza de la esperanza, el motor de la caridad cristiana, que nos vienen infundidas graciosamente, no destruyen la luz del conocimiento natural, ni la esperanza y el amor que tenemos congénito, sino que por el contrario le ponen las alas necesarias para obtener la vida eterna y la añadidura aquí en la Tierra. Y ésta es la segunda clave del pensamiento social de Benedicto XVI, que con el Concilio Vaticano II afirma que Cristo «revela el hombre al hombre».
Cristo produce en la historia hechos que transforman el orden social
8. Ahora bien, desde que Nuestro Señor se encarna en la historia, el Salvador produce no sólo frutos para la conciencia y la eternidad en la capacidad meritoria y liberadora de cada persona singular, sino también —trámite este nuevo principio de la libertad en gracia— obras dentro las coordinadas del tiempo y del espacio, especialmente respecto al orden social.
Así esta energía nueva de la gracia de Cristo pasa a producir frutos en el mundo que trasforman profundamente no sólo a las personas singularmente consideradas sino también a la sociedad y al orden social entero. No quiero hablar aquí del aspecto social de la educación, con la creación cristiana de las escuelas catedralicias, los colegios, las universidades, las universidades católicas, etc.
Bien se puede decir que el primero de estos frutos sociales, aparte de la educación, es el del matrimonio cristiano, es decir, el sacramento por el cual se unen un hombre y una mujer a imagen de la unión de Cristo con la Iglesia para realizar los fines sociales de amarse mutuamente y procrear hijos en el orden humano y espiritual. No intento considerar aquí este tema sino sólo notar la originaria naturaleza social profana de la gracia de este sacramento. Ninguna otra religión o cultura ha dado este valor simultáneamente religioso y profano a la unión de amor del hombre y la mujer como lo ha hecho el mensaje de Cristo: «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» (Mt 19,6).
El segundo de estos frutos sociales es la abolición de la esclavitud. Es sabido que ya desde la carta de San Pablo a Filemón respecto de Onésimo es clara la exigencia intrínseca del mensaje de Cristo de superación de esta injusta y antihumana estructura social, que sin embargo estaba justificada en todas las civilizaciones paganas, incluso en aquella de los grandes griegos. Aristóteles mismo, el pensador más potente de la antigüedad, en su Política sostiene que hay hombres esclavos «por naturaleza». Ahora, a pesar del escándalo histórico de que algunos estados imperiales llamados cristianos hayan comerciado con seres humanos, aceptar la esclavitud es imposible para un discípulo de Cristo que haya asimilado profundamente su mensaje, porque desde el Hijo de Dios se ve que todos los hombres y mujeres son iguales en Él en cuanto seres humanos. Todos los seres humanos, hombres y mujeres, son iguales porque son personas, como dice Juan Pablo II. A esta verdad no se puede objetar que todavía existe la esclavitud en alguna parte del mundo, especialmente respecto de las mujeres, ni tampoco se puede apelar al modo con el cual ésta ha cesado, porque en realidad la esclavitud no fue abolida ni por los emperadores, ni por las democracias ni por disposiciones extrínsecas políticas, sino primero que en lo externo por la obra interior del Espíritu de Cristo.
El emerger de dos reinos
9. Ahora, la gran novedad de Cristo respecto del orden social, central para nuestro tema, es el emerger de dos mundos o reinos. Por un lado, el reino suprasensible, pero que perteneciendo al ser de la persona en gracia sobrenatural, está al mismo tiempo en la Tierra y se liga a la existencia, al ser y el obrar concretos de cada individuo, que es en definitiva el Reino de Dios y de Cristo, la Iglesia. Por otro, la Tierra mundana, el reino temporal, el estado, o mejor los estados, que sobretodo están llamados al ordenamiento de la realidad temporal y finita. Ni el helenismo ni tampoco el Oriente, incluso judío, eran conscientes de esta diferencia entre el reino de los Cielos, la Iglesia, y los reinos temporales, los estados y los pueblos. Efectivamente, en un sentido para el mundo grecorromano toda la realidad humana se subsumía y realizaba dentro de la ciudad-estado o del Estado, y para el hebreo no había otra dimensión para la realidad temporal que aquella inmediatamente religiosa. El emperador era el sumo sacerdote y Moisés era legislador pero también mediador entre Dios y el pueblo. El ideal después de Cristo van a ser dos reinos no separados sino interdependientes. Tanto el Estado como la Iglesia, los dos reinos diferentes, deberían colaborar a esta finalidad de misión: es decir que el derecho ético del Estado fuese únicamente el desarrollo y la protección del principio de la libertad en gracia para la verdad (y la verdad de Dios), para el bien y la justicia, para la paz o sea la tranquillitas ordinis de agustiniana memoria, que constituye el principio fundamental de la religión.
Solamente el Cristianismo con el mensaje de Cristo del «Reino de Dios» ha sabido crear las bases de la historia universal, porque la unidad de la historia presupone la unidad de la humanidad, indicada por primera vez por Cristo con su magisterio de la paternidad universal de Dios que llama a todos los seres humanos a participar de su propia vida eterna. Como se indicó, es el tema predilecto también de nuestro Papa Benedicto XVI, especialmente en su encíclica Deus est caritas. El amor que une a los cristianos y por ende a toda la familia humana debe situarse siempre en el horizonte de la vida misteriosa de Dios uno y trino (cf. Jn 5, 26; 6, 57), en quien percibimos un amor inefable compartido por personas iguales, aunque distintas . Se trata de aquello que, con el Apocalipsis, San Agustín (354-430) llama la «Ciudad de Dios» que nos trajo la resurrección de Jesucristo. Con esta doctrina tenemos por primera vez la idea de una comunidad global, porque Agustín presenta la primera teología de la historia a la luz del Reino de Dios, de la Trinidad, la ciudad eterna que vive de la gloria de Dios. Esta doctrina es repensada luego de San Agustín en la tradición agustiniana como una comunidad de pueblos salvados en Cristo y organizados bajo la guía del Papa y del emperador (la teoría de las dos espadas). A lo que Arquillière ha denominado el agustinismo político .
El cristiano como ciudadano de la ciudad celeste 10. Santo Tomás de Aquino tiene un puesto singular en la progresiva asimilación de este mensaje del «Reino de Dios» anunciado por Cristo, como también lo tiene el pensador español que en Tomás se inspira, Francisco de Vitoria, reconocido como el creador del derecho internacional. Para Santo Tomás, el cristiano es ciudadano de dos reinos. No sólo pertenece a la ciudad terrena, sino que es partícipe de la ciudad celeste cuya cabeza es Cristo Resucitado y sus conciudadanos son los ángeles y los santos todos —tanto los que ya reinan en la luz de la gloria y reposan en la patria celeste como los que aún peregrinan en la Tierra—, según la enseñanza de San Pablo a los Efesios: «sois conciudadanos con los santos y amigos de Dios» (2, 19). Para que el ser humano sea partícipe de esta ciudad celeste, no le es suficiente la naturaleza humana, sino que él debe ser recreado por la participación a la gracia o vida nueva que Cristo introdujo en la historia . Los dones de la gracia, o recreación de Cristo, se suman así a los de la naturaleza social del hombre, o primera creación, también en el orden de las virtudes sociales de modo que nada quitan a éstas, sino que por el contrario las perfeccionan y potencian, como lo perfecto a lo que es perfectible , según dijimos respecto de las virtudes individuales. Cristo revela el hombre al hombre no sólo desde el punto de vista personal sino también desde el punto de vista social.
11. Como es sabido, de Vitoria sigue una vía diversa de la tradición agustiniana, o sea del llamado agustinismo político; tradición agustiniana que, por otra parte, no necesariamente responde a todos los textos de San Agustín. De Vitoria desarrolla la idea tomista de la consistencia, valor y autonomía de la primera creación del ser humano a imagen de Dios y de la recreación en Cristo por la gracia. La fuente tomista lleva a de Vitoria a sostener, como punto de partida y principio supremo de la filosofía del derecho, la feliz distinción aquiniana de un doble orden en el mundo, natural o creatural y sobrenatural o redentivo. A tal distinción corresponde la neta división de dos poderes, espiritual y temporal, con dos estructuras sociales y dos órdenes de derecho independientes: el orden del derecho natural, base de la sociedad civil y de la autoridad política, y el orden del derecho divino, propio de la Iglesia y limitado al orden espiritual.  Por ello, de Vitoria llegará hasta a negar, creo por primera vez en la historia cristiana, la jurisdicción universal política del Papa y del emperador, e incorporará en la comunidad universal las naciones no cristianas, reconociendo en estos pueblos una persona jurídica completa, en la medida en que presenten un mínimo de organización política. Tema que hoy es retomado a su modo por John Rawls en su importante ensayo The Law of Peoples, Harvard 1999.
12. Por otra parte, figuras como Santo Tomás Moro y el beato Cardenal Newman, como lo ha reconocido recientemente en Westminster Hall el Papa Benedicto, que han sabido seguir su conciencia más allá de las indicaciones externas de sus superiores temporales, han tenido una rol primordial en el desarrollo de la democracia moderna justamente en la progresiva toma de conciencia de la diferenciación de los dos reinos y en la necesidad de seguir la voz de la conciencia más que la externa de los superiores cuando ésta va contra la conciencia y la verdad.
13. Esta pertenencia a la ciudad celeste por parte de los seres humanos, sea de los que aquí peregrinamos, sea de los que ya están en el Cielo (comprensores), genera una “refusión” (refusio) de las energías de la gracia, del amor y del perdón desde la Ciudad de Dios en la ciudad terrena, que no puede sino subsidiar y colaborar para la realización de la justicia y de la paz en nuestro mundo global. Digámoslo así: los bienes del reino definitivo que ya poseemos en la Tierra como primicias producen desde ahora sus frutos gozosos en nuestros reinos terrenos. Si nos privamos de ellos no sólo descristianizamos al ser humano, sino que además lo deshumanizamos. Aquí es necesario recordar la dialéctica del amor caracterizada por la sobreabundancia y la de la justicia regida por la regla de la equivalencia. La caridad o ágape pone el acento en el regalo o don que no espera el recambio o contracambio, o sea el romano «te doy para que me des», do ut des. Más sutilmente todavía el ágape de la ciudad cristiana se distingue del eros de la república platónica por la ausencia del sentimiento de privación. Por ello, los cristianos, cuando lo son de verdad y no fingidos, tienen un importante papel que jugar en la construcción de la ciudad terrena, en la medida en que ellos son los directos depositarios de la ardua herencia del Evangelio que exige la actuación de la gracia de Cristo, de su amor, del ágape fraterno, del amor hasta por los enemigos y del perdón de los mismos.
14. En el mundo globalizado de hoy hay una gran exigencia de que los pueblos y las naciones del globo sean caritativos y compasivos los unos con los otros, y se imaginen el sufrimiento de los otros en el momento de gritar venganza por las heridas que les han sido infligidas en el pasado. Lo que aquí se exige es algo que es formalmente semejante al perdón. Naturalmente es con gran prudencia y guiados de una sobria perspicacia que se debe emprender este delicado camino. Lo importante es saber que la idea del amor y del perdón del Reino de Dios no nos aleja de la esfera de la ciudad terrena donde rigen la política y las ciencias sociales, como alguno podría pensar. La historia del siglo pasado y reciente nos ofrece algunos ejemplos admirables de una especie de fusión entre compasión y política. Siempre pienso en el fulgurante viaje del presidente egipcio, Anwar el-Sadat (1918-1981), a Jerusalén; o más recientemente, en la extraordinaria mediación de Juan Pablo II que obtuvo la paz entre Chile y Argentina respecto del noto conflicto limítrofe gracias al renovado y perseverante esfuerzo de diálogo y de comprensión de ambos países. Hay tantos otros signos de lo que bien puede llamarse una especie de «caridad política», de la que Pablo VI decía ser una de las formas más altas de la caridad. Naturalmente, si por una parte la caridad va más allá de la justicia, por la otra, hay que evitar que ésta substituya a la justicia. La caridad es un surplus, una energía agregada que viene de la ciudad celeste, y esta plusvalía de la caridad, de compasión y de afecto respetuoso, tiene la potencia de transformar la ciudad temporal, de darle un alma más profundamente fraterna y solidaria, colma de motivaciones profundas, de audacia, de nuevo impulso y de otros bienes que surgen del amor sin precio, que no se pueden ni vender ni comprar en el mercado nacional ni global. En este sentido, como lo hemos visto recientemente en la Misa de San Pedro y San Pablo participada por un representante de Bartolomé I, el esfuerzo ecuménico de Benedicto XVI, que sigue el de Juan Pablo II, por ejercer el amor (y hasta el perdón cuando las circunstancias lo exigen) a fin de reencontrar la plena unidad de las Iglesias cristianas y de caminar en tantos puntos junto a los no cristianos y a los no creyentes, parece un modelo necesario para dar un denso contenido de caridad al proyecto de una nueva evangelización de la Iglesia católica en el mundo globalizado de nuestros días.
El cristiano como ciudadano de la ciudad terrena
15. El cristiano es además ciudadano de la ciudad terrena, que aunque no es la sempiterna posee su propio bien: «terrena porro civitas, quae sempiterna non erit, hic habet bonum suum» . Ahora, la responsabilidad de los cristianos como ciudadanos de los dos reinos, de trabajar por la paz y la justicia, su compromiso irrevocable de construir el bien común, es inseparable de su misión de proclamar el don de la gracia de Cristo y de su amor primario a Dios y al prójimo, que empieza ya en la Tierra y se realiza plenamente en la vida eterna, a la que Dios ha llamado a todo hombre y a toda mujer. A este respecto, la tranquillitas ordinis, como el máximo bien de cada pueblo y del Orbe entero, de la que habla san Agustín, se refiere a «todas las cosas», es decir, tanto a la justicia y a la «paz civil», que es una «concordia entre ciudadanos», como a la «paz de la ciudad celestial», que es la «ordenadísima y conformísima sociedad establecida para gozar de Dios, y unos de otros en Dios» .
16. Los ojos de la fe nos permiten ver que estas dos ciudades, la terrena y la celestial, se compenetran entre sí, especialmente en el amor a Dios y al prójimo, y en ciertas instituciones sociales fundamentales tales como la familia, que Cristo ha elevado al rango de sacramento de su gracia, y la educación, que es un mandato apostólico: «Vayan y enseñen a todas las gentes» (Mat., 28, 19). Las dos ciudades sin embargo están ordenadas intrínsecamente una a la otra, ya que ambas pertenecen a Dios Padre, que «está sobre todos, por todos y en todos» (Ef., 4, 6). Al mismo tiempo, la fe evidencia con mayor énfasis lo que ya la razón descubre, es decir, la legítima autonomía de las realidades terrenas, en la medida en que «están dotadas de firmeza, verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias» . Lo prueba el hecho incontestable del iluminado y anticipador reconocimiento de Santo Tomás de las dos ciudadanías que se funda en la participación del ser y operar de las causas segundas, como también la doctrina del de Vitoria del ius gentium.
Debemos estar seguros, por ejemplo, de que el orar privado y público, que es un deber fundamental de los ciudadanos del Reino de los Cielos, será beneficioso para todas las personas de buena voluntad de cada pueblo y nación del orbe en el misterio de la comunión de los santos, es decir de la ciudad celeste. Los famosos Te Deum que los pueblos cristianos celebran anualmente son importantes. Nuestra alabanza, agradecimiento y petición, en virtud de los méritos de Cristo, cabeza de la Iglesia, impulsarán a los cristianos a aceptar con mayor prontitud su deber de mejorar cada vez más la equidad, la libertad y la justicia con sus conciudadanos y entre ellos. Nuestras oraciones ayudarán a promover la vida familiar, la educación, la salud, el mérito y el salario justo en el trabajo, las asociaciones de voluntariado, la iniciativa privada justa y un orden público que facilite el buen funcionamiento de las comunidades más fundamentales de la sociedad .
De dolores, luces y gozos está hecha la historia de los pueblos del mundo. Nuestra tarea es, junto con reconocer lo ya realizado, también entonces proponernos construir la ciudad terrena mirando a la ciudad celeste y subir al Cielo construyendo la Tierra en justicia y paz. Mucho debemos amar, y así participaremos, como nuestra común Madre celestial, la Virgen María, de la luz del día que no tiene oscuridad ni noche, porque está iluminado del resplandor de lo que es plenamente sin el intervalo de la nada o la oscuridad del pecado.
17. Podemos concluir con la afirmación que el mensaje de Cristo ha realizado una fundamental transformación de las realidades sociales a comenzar con el hecho de que la persona que lo acepta es una persona creada por Dios y recreada en la gracia de Cristo, al menos en potencia, que puede comunicar esta gracia a los otros. A este respecto, el Papa Juan Pablo II, al final de su encíclica, dice: «El cristiano que está en actitud de escucha de la palabra del Dios vivo, uniendo el trabajo a la oración, sepa qué puesto ocupa su trabajo no sólo en el progreso terreno, sino también en el desarrollo del Reino de Dios, al que todos somos llamados con la fuerza del Espíritu Santo y con la palabra del Evangelio» . Podemos afirmar que la visión católica gira en torno a esto, o sea que la actividad del hombre y de la mujer que se hace con caridad y oración no sólo alcanza un progreso humano sino también es capaz de ser meritoria de una gracia sobrenatural para quien la realiza, y además puede ser comunicada a los que no ponen óbice en recibirla. En consecuencia, la actividad humana realizada en caridad y oración hace crecer la humanidad del hombre, o sea el reino terreno, y simultáneamente desarrolla el Reino de Dios. Por ello, Benedicto XVI, aceptando el desafío de Juan Pablo II, es capaz de sostener como punto central y nuevo de su encíclica Caritas in Veritate que «Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad. La doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de caridad recibida y ofrecida» .

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