El escritor norteamericano Philip Roth, autor de Goodbye, Columbus, El mal de Portnoy y los más recientes La conjura contra América y Némesis, ganó el premio Príncipe de Asturias de las Letras 2012. Reproducimos fragmentos de un artículo publicado recientemente en la revista Études.

Jews (…) are to history what Eskimos are to snow

Roth, La Contravida

(“Los judíos son a la historia lo que los esquimales son a la nieve”)

Si le creemos a Zuckerman, uno de los portavoces de Roth, su alter ego, su “doble cerebral” (“His alter brain”, New York Times Book Review, mayo 2000), como lo nombra el autor, entre la historia y los judíos habría un lazo intrínseco, inevitable, al que gran parte de la ficción de Roth rinde cuenta. Pero esta idea-fuerza no sería concebible, sin embargo, sin la broma que la transmite.

Todo Philip Roth está allí, en un arte consumado de la provocación destinado a disimular los temas serios y al servicio de una escritura sin medias tintas. Sólo podemos quedar desconcertados por este autor “incómodo”, según la definición de André Bleikasten. Es cierto que Roth ha sido durante mucho tiempo señalado como el chico malo de la famosa troika de las letras judeo-americanas de la gran época –Bellow, Malamud y Roth–; él, que experimentaba un maligno placer al impactar al lector con golpes de metamorfosis paradójicas, por ejemplo, con ese personaje transformado en un seno gigante (El pecho) o ese otro obsesionado de onanismo, el Pornoy del famoso Complexe. El mal de Portnoy abrió las puertas del éxito a su autor pero incomodó a más de uno, empezando por sus padres, sin hablar de su comunidad, e incluso de una parte de la crítica. Roth reconoce en uno de sus ensayos que él se “exilió” lejos de Manhattan porque no soportaba su reputación de “desequilibrado sexual” ni el haberse convertido en el célebre pornógrafo.

El mal de Portnoy es un ejemplo de provocación en donde la obscenidad juega plenamente su rol: develar lo inverso del decoro y correr el velo de la familia judeo-americana, de la que se siente víctima Portnoy, el personaje principal: “Yo soy el hijo en esta farsa judía. Sólo que no es una farsa”. No tiene, para defenderse, más que su verborragia (logorrea) y su transgresión, y ni un viaje a Israel ni el psicoanálisis podrán terminar con ellas. Esta novela sería como la “Carta a la Madre”, el contrapeso rothiano de la Carta al Padre, de Kafka, pero más bien en la vena de las Historias de New York de Woody Allen, además de la obscenidad. En efecto, la obra de Roth está habitada por la sombra de Kafka, e inscribe a veces sus relatos como contrapunto –la bulimia en lugar del ayuno– sin perderlo de vista. Su ensayo sobre Kafka pone en escena un juego de miradas en donde la fotografía de Kafka parece finalmente absorber la mirada de Roth: “Miro, mientras escribo sobre Kafka, la fotografía tomada de él a la edad de cuarenta años (mi edad)”.

Esta imagen espejo permite pensar que, dado que la pluma de Roth extrae de la tinta esa mirada intensa, su obra se alimenta de una historia literaria judía de Europa central que convoca a Isaac Singer y Bruno Schulz. Sin embargo se articula alrededor de la historia americana, elección anunciada desde sus primeros escritos, en particular la recopilación de noticias que lo dio a conocer en el mundo de las letras y le valió el prestigioso National Book Award por Goodbye, Colombus. Ya se entiende allí la historia a contra voz: a favor de la voz del personaje que se despide de un espacio americano (Colombus, Ohio) devuelve como un eco la génesis de la historia de América y de su fundador legendario, Cristóbal Colón.

La Voz de la Historia

La Voz de la Historia no es la que nos imaginábamos escrita en mayúscula. Sólo una canción a la gloria de su Alma Mater, “el disco sobre Colombus”, que Ron escucha religiosamente la víspera de su casamiento, como una suerte de adiós a sus proezas de atleta universitario. El atleta será una figura recurrente en la ficción rothiana; asociada a una imagen heroica, a menudo tratada desde la ironía, como en Pastoral americana y Nemesis, su última novela.

En Goodbye, Colombus, el narrador, que no pertenece al mundo de Ron si bien también es judío, no decodifica enseguida la voz de la historia, reservada sólo a los iniciados: “Todo lo que yo percibía era un lento gemido de campanas, acompañado de una dulce música patriótica, y dominándolo todo, una voz profunda y tenebrosa, del tipo Edward R. Murrow”. Más tarde, propone una decodificación singular, por no decir paradójica, pero capaz de justificar la utilización irónica de las mayúsculas:“Finalmente, una voz se elevó, profunda e histórica, del tipo de las que se asocian con los documentales sobre el advenimiento del fascismo. ‘Año 1956. Estación: Otoño. Lugar: Universidad de Ohio…’ ¡Blitzkriek! ¡El juicio final! El Señor había elevado su vara, y los miembros de Ohio State Glee Club se alineaban tras el Alma Mater como si sus almas dependieran de él”.

La voz tenebrosa es suficiente para provocar superposiciones cronológicas, para compactar la Historia y hacer surgir el espectro de otro tiempo en otro sitio: la Segunda Guerra Mundial, el fascismo, incluso englobarlo en el tiempo bíblico del Juicio final, alusión apenas disfrazada de la Shoah. Pero esta superposición impertinente destinada a subrayar el espíritu filo-fascista de estos jóvenes diplomados de la universidad americana, patriotas consagrados a un culto desmesurado por su Alma Mater, está de alguna manera desinflada por la irrupción del efecto cómico en la metáfora religiosa. Más allá de la ironía, este “adiós a Colombus” significa para Ron, como para Neil, el narrador, un regreso al redil, con tal de que cada uno vuelva a su judaísmo; el primero, luego de haberse emancipado en la universidad, retoma su lugar en la comunidad con su matrimonio, el segundo vuelve a su biblioteca, en Newark –lugar rothiano por excelencia, lugar de vida (donde nació y vivió hasta sus veinte años) y cuadro de ficción– luego de haberse emancipado en los brazos de Brenda, la hermana de Ron, con la nariz cambiada.

Aquí también es cuestión de mirada. La nueva se abre sobre la mirada de miope de Brenda y se cierra, o casi, sobre una imagen espejo, el narrador frente a un vidrio: “Miré atentamente mi imagen, en la oscuridad del vidrio, luego mi mirada la atravesó, posándose sobre el suelo frío, sobre una pared de libros, imperfectamente dispuestos en los estantes” . El final de la historia muestra que el orden se ha restablecido. Neil, el narrador, vuelve a su casa y reencuentra su biblioteca. Pero mientras tanto, el casamiento de Ron es ocasión de un retrato agresivo de los Patimkin, la familia judía que ha triunfado.

Otra voz discordante resuena en esta recopilación: la de Ozzie, un muchacho al que se le ha metido en la cabeza tomar literalmente al rabino Binder: “Jesús es un personaje histórico” , dijo, y convertir a su comunidad, de allí el título provocador de la noticia: “La conversión de los judíos”. Ozzie tiene cuentas que saldar con ese rabino violento, que al final, le pega. Sucede que Ozzie aborda las cuestiones religiosas fundamentales, precisamente las que cristalizan la oposición entre judíos y cristianos, la Omnipotencia divina y la Inmaculada Concepción, como un niño, de tal manera que, una vez más, la transgresión es indisociable de lo cómico, como cuando hace que todos los judíos presentes se arrodillen, lo que no deja de provocar que rechinen dientes. De hecho, hay un gozo intenso en la escena de la conversión, tratada desde la ironía aguda y desapacible, perceptible hasta en la apoteosis final, donde Ozzie está con la aureola gloriosa de su éxito.

Roth nada ama tanto como jugar la carta del sincretismo, pero de una manera irónica, como guardándose una puerta de salida o jugando sobre muchos escenarios a la vez. También mostrará enfrentamientos más violentos entre cristianos y judíos, como cuando Dawn, la mujer del Sueco, es sometida a la pregunta por el padre judío en Pastoral americana. Aquí no hay enfrentamientos aterciopelados ni comicidad, sino un bautismo negociado secretamente, un hecho que, según el autor, es responsable de la locura del niño nacido de esa pareja que creía sin embargo haber superado sus diferencias.

Para terminar con Goodbye, Colombus, recopilación que lleva los gérmenes de una obra que vendrá, puede decirse que Ozzie no es la única voz discordante, incluso disidente, porque en “Eli el fanático”, Roth ilumina otro tipo de fractura, interna a la comunidad judía, como es el conflicto entre tradición y modernidad, también dos tipos de historia. La fuerza del texto tiene que ver con mostrar que, por un viraje inesperado e irónico por efecto de la similitud entre dos hombres, los personajes sufrirán una extraña conversión/metamorfosis cuyo desenlace ya está sugerido en el título. Eli, el moderno, se convertirá en el “hombre de negro” que “sabía que lo que él hacía no suscitaba locura, si bien tenía conciencia de su extrañeza”. La extrañeza, que aquí nace del deslizamiento progresivo hacia el otro, o del otro en cuanto imagen espejo, es un espacio de predilección para Roth, particularmente con ese sistema de dobles multiplicados y aumentados que se confunden en todas las categorías de la cadena narrativa, y juegan incluso con la figura del autor, que se ha convertido a veces en personaje. Al lado de la vida, Roth construye La contravida, con la complicidad de un narrador genial, Nathan Zuckerman, el fiel, el que se presta a todas las metamorfosis. Con él, Roth puede rehacer la historia, por ejemplo, resucitar a Ana Frank en Amy Bellette en El escritor fantasma, convertida en la amante de Lanoff, el escritor ermitaño que se parece a Bernard Malamud y a quien Nathan viene a visitar en su búsqueda de padres literarios. De todos modos, al término de un recorrido joyciano, Nathan preferirá al sensual, el contramodelo, Felix Abravanel. La estrategia del descarte entre vida y contravida, modelo y contramodelo, historia y contrahistoria se persigue cuando Roth, en la segunda parte, situada en Jerusalén, aborda, con las figuras de Nathan y su hermano Henry, transformado en Hanoch, la historia de los judíos, descuartizada entre exilio y regreso a Israel.

Israel y la cuestión de la historia judía resurgirán con Operación Shylock, en donde se declinan todas las voces del sionismo y de la diáspora sobre el fondo de Intifada y el Proceso Demjanjuk. También en esta novela la cuestión de la historia parece ser abordada sin mediación ficticia. Los hechos se perciben de primera mano y la figura del autor está particularmente aumentada: nos encontramos con un personaje de nombre Philip Roth, que tiene todo de Philip Roth autor (se le atribuyen los mismos títulos de novelas) y otro Philip Roth, un impostor a quien Philip Roth I da el nombre de “Moishe Pipik”.

Jamás historia y metaficción han estado tan interconectadas, jamás tampoco la polifonía ha sido tan grande, porque aquí ninguna voz domina; ninguna preferencia ha sido claramente establecida, ni para la diáspora ni para el sionismo, sólo un consejo a guisa de conclusión: “Dejaos guiar por vuestra conciencia judía”.

Con esto Roth no termina, sin embargo, con la historia de los judíos, a lo sumo la reorienta del lado de América con lo que constituye su “Trilogía americana”: Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana.

La historia americana revisada

“Today, America is the land of opportunity. Now even the nuts are getting an even break”. (“Hoy en América todo el mundo tiene oportunidades, incluso los imbéciles”. Juego de palabras con el término “nut”: literalmente, “incluso las nueces son todas partidas de la misma manera”. La palabra “nut” significa también “idiota”. N.d.T.).

Con su trilogía, que muchas veces ha sido comparada con la de Dos Passos, Roth hace una revisión de unos veinte años de historia americana, desde los años ‘50 hasta los ‘70, pero sin preocuparse por la cronología. Si Nathan Zuckerman está siempre de viaje, confirmándolo en su rol de narrador privilegiado incluso cuando finge eclipsarse para dejar la palabra al personaje principal, Seymour Irving Levov o el Sueco, es también un personaje clave en esta aproximación a la historia americana y a sus grandes mitos. Comienza por examinar los mitos fundadores de América, como la visión idílica que subyace en Pastoral americana a través de la historia de su héroe judío, dice el Sueco. Levov es él mismo la encarnación de este espíritu, doblemente héroe: es el héroe de sus congéneres porque tiene todo del héroe americano (rubio, ojos azules, apariencia de vikingo que explica su apellido, atleta, marido de miss New Jersey 1949, una casa vieja en el campo en el corazón mismo de la historia americana). También es dirigente de empresa. Él encarnaría el triunfo de esta “Pastoral americana” que no se preocupa ya por la suerte de pastores y pastoras, pero defiende la idea de que América es la tierra de igualdad de oportunidades que permite a un judío de Newark superar su condición y tornarse un héroe americano.

Sin embargo, el éxito tiene sus límites y el mito del héroe explota con la bomba que coloca Merry, su hijo terrorista, en el correo, matando un médico que circulaba por allí. Este gesto radical, expresión de la contracultura al ataque de los mitos americanos, hace del paraíso un infierno, desmontando las ilusiones del sueño americano. Esta estrategia ya estaba claramente anunciada por una estructuración miltoniana irónica de la novela: la primera parte presenta el paraíso como “recuerdo”, por lo tanto, perdido para siempre, mientras que las siguientes siguen el esquema que lleva a la pérdida: “La caída” seguida de “Paraíso perdido”.

La bomba marca el advenimiento de la contra voz, la que viene a suplir el tartamudeo de Merry, también la de la “contra pastoral”. Es el signo de que la voz de la historia ha cambiado de naturaleza en esos años. Se oyen las voces de los Weathermen, de los Black Panthers, de los anticapitalistas, de los opositores a la guerra del Vietnam, de todos aquellos que actualizan el reverso del sistema y proclaman la locura de la historia americana.

En este libro los cuerpos están en gangrena, el cáncer de próstata carcome a los varones y las mujeres se han posesionado por la palabra política, como con la violencia. La muerte del patriarca Levov, apuñalado con el tenedor de Jessie Orcutt, es el signo grotesco. Sin embargo, ¿es necesario entender en esto, como dicen algunos, la expresión de una toma de posición conservadora, incluso reaccionaria, por parte de Roth? Nada es menos seguro.

La Guerra Fría es el segundo postigo de la historia americana que Roth pone en escena con el mismo narrador y un personaje judío, Ira Ringold, en lucha con los miedos americanos de posguerra. Aunque en Me casé con un comunista el cuadro histórico haya cambiado –es época del macartismo–, el autor persigue el mismo objetivo que en la novela precedente: desmontar los engranajes de la historia, utilizando estrategias similares.

Con La mancha humana, Roth aborda los años Clinton. “Fue en verano cuando, por la millonésima vez, el desorden, el caos, el vandalismo moral tomaron la preeminencia sobre la ideología de Sultano o la moralidad de Mengano. Ese año todos pensaban únicamente en el sexo del presidente: la vida, en toda su impureza insolente, confundía una vez a América”.

“La impureza insolente”, otra manera de reconciliarse con los mitos fundadores y denunciar su ideal de pureza. La mancha humana, en cuanto título, anuncia el color, recuerda esa “letra escarlata” que ya castigaba a la pecadora en la obra de Hawthorne, en donde denunciaba los desatinos del puritanismo. La mancha es forzosamente de color, y de color hay mucha cuestión en esta novela de Roth. Primero, está esa palabra maldita de Coleman Silk, el protagonista principal, que es despedido por racista después de haber tratado de “zombies” a las estudiantes negras, ausentes en su curso. El pensaba en el sentido primero de zombie, “espectro”, pero igualmente se queda sin su puesto en la universidad. El dato resulta aún más irónico por el hecho de que Coleman no es lo que podría llamarse un blanco puro: “Era un judío de nariz pequeña y maxilares salientes, uno de esos judíos de cabello crespo, de tez clara, vagamente amarilla, que posee un poco el aura ambigua de los negros pálidos que se pueden tomar por blancos”.

Más irónicamente todavía, y el objeto del libro es revelar su secreto, Coleman es un negro que se hace pasar por judío, incluso se lamenta del antisemitismo de sus colegas en la universidad. Si la pureza releva del fanatismo, el libro incluye los “rituales de purificación” a los cuales son sometidos los cuerpos de Coleman Silk y de Faunia, la mujer de la limpieza y su amiga, luego de su muerte en un accidente automovilístico. Pero, como ya lo había dicho Faunia, “¿qué es la búsqueda de la purificación, si no una impureza más?”.

Roth continuó su recorrido histórico más allá de su trilogía americana, como si no debiera haber terminado de revisar las épocas bisagra de la historia o, en este caso, de su historia. Con La conjura contra América, revisa su infancia despidiendo casi la historia o, en todo caso, “no queriendo tener nada que ver con ella”. Esta novela es la ocasión para volver a inventar la historia de América, no para embellecerla sino para mostrar sus desviaciones fascistas posibles, por ejemplo, la elección imaginaria de Charles Lindbergh a la presidencia americana en 1940. Volvió a revisar la Segunda Guerra Mundial en Némesis, su último libro, publicado en 2010. Como si cerrara el circuito, resucita en Bucky Cantor la figura del atleta judío de Newark, un Newark de clima ecuatorial, y hace de él un héroe trágico, aquel por quien la catástrofe llega… Como si en la historia revisada por Roth, y bajo cualquier clima, el héroe judío americano no pudiera ser otra cosa que la figura de la maldición. Figura sublevada contra Dios, como Bucky Cantor que, en ese verano de 1944, lo imagina escondido en el Paraíso, lejos de la Guerra en Europa o en el Pacífico, lejos también de la polio que se propaga en Newark.

La autora es profesora de literatura judeo-americana en la Universidad de París Diderot.

Traducción y edición de Alejandro Poirier

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