Hay dos formas de gobernar:
por presencia cotidiana,
algo cansadora,
para gobernantes y gobernados;
o asomándose
un par de veces al año
por motivos importantes.
A esta segunda clase pertenecía
el padre Juan Castillejo,
rector del Colegio del Salvador.
Era para nosotros, los alumnos,
una figura mitológica.
Fue así como un día
llegué al comedor
a la hora del desayuno,
al mismo tiempo
que por ahí pasaba
el Padre Castillejo.
-¿Ha desayunado?- me preguntó.
-No, padre. Llegué tarde porque
estuve ayudando misa.
-Está bien- me dijo.
-Tome asiento-. Y se dirigió
rumbo a la cocina.
De no haber abrazado
la vocación sacerdotal,
le hubiera correspondido
un título nobiliario,
algo así como Marqués.
Al rato, pensé, enviará
algún mozo para servirme.
Cuál no fue mi sorpresa
cuando vi avanzar al propio
Padre Castillejo con
una cafetera en una mano
y una lechera en la otra.
En justa proporción me sirvió
de ambos recipientes.
-¿Está bien?- me preguntó.
-Sí, padre-, alcancé a balbucear.
Dio media vuelta
y retornó a la cocina.
En ese momento,
sentí haber recibido
una lección esencial:
la humildad.