Pequeña clave: ¿en qué otra película de Juan José Campanella habíamos conocido a un tal Amadeo limpiando los muñequitos de un metegol? Por consonancia, Amadeo fue el nombre de trabajo con que el director y los suyos bautizaron al personaje principal de Metegol en la fase inicial de la producción. Y por cariño, lógica, y algunas vagas coincidencias, así quedó.
¿Cuáles son esas vagas coincidencias? Digamos, entre otras, un lugar de encuentro que resiste malamente el paso de los años, un sentido de comunidad anclado en el tiempo y los afectos, un crecimiento anclado también en las delicias de la lejana infancia, el repentino enfrentamiento con una falsa máscara de progreso que quiere arrasar con todo, el desafío vital y decisivo de una competencia desigual, el acicate de un partido anterior que clama revancha, y, mezclando ya los personajes, coinciden también la hostilidad entre los antagonistas por el amor de una mujer, la obligada asunción de un liderazgo en momentos difíciles, en fin. Y no decimos otra, que en la del anterior Amadeo era sólo una pregunta con futuro, y ahora se menciona como algo ya resuelto.
Es casi seguro que el propio Campanella advirtió esos leves parecidos recién cuando Metegol ya estaba en marcha. Simplemente, forman parte de su preocupación como artista y ciudadano, y es natural que hayan aflorado nuevamente. Por supuesto que, en muchísimos aspectos, las diferencias entre ambas obras son mayores, empezando por el tono y el estilo de cada historia, aparte de que la última es de dibujos animados. En todo caso, lo que apreciamos es que de muy distinta forma y para mayor número de público, nos está recordando algo sobre nuestra naturaleza y nuestra responsabilidad ante la sociedad, algo que nos toca de cerca.
Acá lo dice a través del choque entre un simple jugador de fútbol de mesa que se quedó en su pueblo, y un vanidoso crack mundial de primera que vuelve cargado de ínfulas. Esa historia funciona como metáfora de otras luchas. Y la película entera funciona como otra típica obra suya. Tiene humor, emoción, leve nostalgia, identificación y reflexión, cultura popular, diálogos regocijantes, muy nuestros, excelente factura y lucimiento de todos los participantes en la producción, incluso los actores, aunque no los veamos. Como dicen los comentaristas deportivos, hay una ejemplar labor de equipo y grandes lucimientos personales. Y algo digno de destacar: Metegol gusta incluso a quienes no quieren saber nada con la pelota (pero no les vendría mal recordar una frase del filósofo Albert Camus, con la que quizá deberíamos haber encabezado esta nota: “Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”).
Un detalle a tener en cuenta para una mayor valoración de la obra: Campanella nunca había hecho un dibujo animado. Supo rodearse de los mejores, aprendió, proveyó a que los mejores crearan escuela entre nosotros, formó un ejército de animadores, les inculcó su espíritu, hizo que todos se tomaran su tiempo, y el resultado es una joya original de alto nivel técnico y gran nivel de entretenimiento, la primera de semejante calidad que se hace en todo el mundo sin participación de los Estados Unidos. Dicho sea de paso, el Estado nacional aportó apenas el 10% del presupuesto, y cobró sin rebaja alguna la importación de computadoras especiales que ahora servirán para que esos nuevos animadores, en vez de irse, trabajen desde acá para afuera, como hacen taiwaneses, coreanos e irlandeses (basta leer los créditos finales de cualquier megadibujo norteamericano o europeo). Y otro detalle, para mayor disfrute: el cuento en que esta obra se inspira, “Memorias de un wing izquierdo”, de Roberto Fontanarrosa, tiene apenas cinco páginas, y recién en la tercera percibimos que es un wing de metegol. ¿Se perdió el factor sorpresa? No, porque esa fue la movida inspiradora, la patada inicial de un sabio cuyo juego siguieron otros hábiles, cada uno en su área. Y porque eso de un juguete que habla, se mueve por cuenta propia y ayuda a resolver los problemas de su dueño, bueno, ¿quién de nosotros no soñó algo semejante cuando chico? Al protagonista, que es un chico grande, le sucede de grande. La imagen del wing subido al hombro y dando consejos, ¿no nos recuerda a esos dibujitos del Patoruzú, con el diablito de un lado y el angelito del otro? Acá hay uno solo, es bueno, y pícaro a la vez. Y toda la película es un regocijo que emociona a cualquiera (leve nostalgia, dijimos, pero tal vez sea mentira).