Diálogo con Fernando Ortega, autor junto a Claire Coleman de Mozart. El triunfo divino de la música. El valioso libro, de próxima aparición, es editado por Ágape.–¿De qué trata este nuevo libro sobre Mozart?
–Explora los dos últimos años de la vida de Mozart. Primero abordamos la grave crisis que padeció en 1790, y sus repercusiones en la escasa música que compuso. Indagamos cómo entró en esa crisis, cuál fue su naturaleza. Luego nos animamos a indagar de qué manera atravesó la prueba y accedió, en 1791, a una experiencia espiritual muy singular, que intentamos descifrar.
–¿Cómo ha sido la investigación?
–Dos cartas nos han servido de guía. El 30 de septiembre de 1790, Wolfgang Amadeus Mozart, en las últimas líneas de una carta dirigida a Constanza, su mujer, escribe: “… Si la gente pudiese ver en mi corazón, casi debería sentir vergüenza. Todo me parece frío – helado. Si solamente estuvieras cerca mío, tal vez encontraría más placer en la actitud amable de la gente hacia mí, pero así, todo es tan vacío – adiós, querida…” Al año siguiente, el 7 de julio de 1791, también dirigiéndose a ella, confiesa: “No puedo explicarte lo que siento, es un cierto vacío – que me hace mucho mal – una cierta aspiración, nunca satisfecha, que por lo tanto no se calma jamás – sino que permanece siempre, y que incluso crece día tras día…”. Mozart hace a su esposa esta segunda confidencia cinco meses antes de morir. Son confidencias preciosas, conmovedoras, que arrojan una luz que revela la hondura de su desolación. La segunda confidencia no desentonaría en labios de un místico. ¿Qué interpretación le dio él, si es que arriesgó alguna? No lo sabemos. Pero tenemos su música, que generosamente nos invita a adentrarnos en la misteriosa metamorfosis que padeció en los dos últimos años de su vida.
–¿Cómo fue su producción artística en ese período?
–Si bien en treinta años de actividad creadora Mozart escribió más de 630, el año 1790, el penúltimo de su vida, se distingue por una brutal caída de su producción. Esta cuestión ocupa la primera parte del ensayo: el “enigma” de 1790. Luego abordamos el “misterio” del último año, 1791, en el que Mozart, lleno de proyectos y recuperado, vuelve a componer copiosamente, y escribe unas treinta partituras –la mayoría sublimes– mientras que, sin embargo, continúa padeciendo una dolorosa experiencia de vacío interior. Nos preguntamos entonces: ¿cómo interpretar la coexistencia de esa noche espiritual con un tal rebrote de creatividad? ¿Cómo ese vacío “que hace mucho mal” y esa aspiración “que crece día tras día” han podido engendrar obras que cantan un anticipo de la beatitud?
–¿Qué propone como interpretación del “enigma” de 1790 y del “misterio” de 1791?
–En una reunión de teólogos, Karl Barth lanzó esta pregunta a sus colegas católicos: “¿Qué es lo que esperan para canonizar a Mozart? No al hombre, por supuesto, sino su música”[1]. Esa frase puede entenderse de muchas maneras. Algunos verán en ella la consagración del irreconciliable dualismo hombre–músico, que ha marcado e hipotecado profundamente la exégesis mozartiana, cuyo último eco se materializó tal vez en el film Amadeus. Evidentemente, la frase de Barth podría pensarse en esa dirección dualista. Pero nos animamos a interpretarla de otra manera: así como la Iglesia, al proclamar la santidad de alguien, reconoce y afirma en esa persona el triunfo de Dios y de su gracia, así también, análogamente, en Mozart, ese –hipotético– triunfo de la gracia se habría verificado como triunfo de la música, en el sentido de que, en ella –como afirmaba el propio Barth– el “sí” de Dios al mundo y al hombre, se escucha siempre más fuerte que el “no” del caos y del pecado, que, por otra parte, no están ausentes. Ahora bien, esa gracia –ese don extraordinario– que se trasluce en su música, no dejó fuera al hombre Mozart, considerado “vulgar e indecente” no sólo por Salieri en Amadeus, sino también por la actual exégesis desmitificante. No lo excluye por la razón de que, sin ese “hombre vulgar e indecente”, el prodigio musical nunca hubiese ocurrido, ya que el don propio e inigualable de su música es el de cantar el triunfo del amor, del amor que lo fue sanando. Su música actuó sobre él, lo hizo descubrirse a sí mismo cada vez más necesitado de misericordia y de perdón, y así, superando engañosos y mortales espejismos escondidos en los repliegues de su deseo de Absoluto, llegó a percibir con mayor lucidez la medida sin medida del Amor. El triunfo divino de la música fue, en su verdad más honda, un descubrir a Dios. Mozart parece haber vivido su itinerario creador bajo la forma de un llamado que lo invitaba a superar la tentación de una pura inmanencia estética; un llamado autoimplicativo que lo condujo, en 1790, al doloroso silencio creador, y que luego, en 1791, lo abrió a una real trascendencia. Eso se verificó después de Così fan tutte: a partir de esa ópera Mozart transitó el silencioso camino que lo condujo del amor a la belleza hacia la belleza del amor, la del Amor crucificado: de Così fan tutte al Ave, verum Corpus…
–¿Cuál es el alcance de esta propuesta para nuestra cultura posmoderna?
–H. C. Robbins Landon, en el prefacio a su excelente libro 1791. El último año de Mozart, ha sugerido un vínculo entre nuestra época crepuscular y el espíritu pesimista que, según él, compartirían Mozart y Wagner.[2] Nuestro ensayo nos ha llevado en otra dirección. Reconociendo las posibles afinidades entre ambos, hemos percibido diferencias fundamentales: el Mozart de 1791, el Mozart del agape, no tiene mucho en común con el nihilismo y el pesimismo wagnerianos. La posmodernidad se identifica bastante, como han dicho tantos, con una “cultura del espectáculo”. Quizá porque carece de las herramientas espirituales adecuadas como para asumir seriamente –más allá de la crítica a la modernidad, que es necesaria pero no suficiente– lo que ocurrió en los acontecimientos pavorosos del siglo XX, donde se manifestó, tal vez como nunca antes, la “fuente negra” que infecta el corazón humano, para decirlo con palabras de Maurice Bellet.
–¿Podemos hablar de cercanía respecto de la música de Mozart hoy?
–Sí, es posible experimentar afinidad porque su música busca escapar de la autodestrucción que la amenaza, intuyendo en ella un puente hacia un mundo mejor, que es, además, un mundo posible. Pero tal vez no se ha dicho con suficiente claridad que ese puente está hecho con los materiales que dejó en pie una deconstrucción dolorosa y comprometida con la vida, y no con los de nuevas mitificaciones que, en su esteticismo, fomentan la cultura del espectáculo, e ignoran tanto la radicalidad del mal como la paradojal fuerza del amor, del verdadero. Todo nuestro ensayo gira en torno a ese tema decisivo para entender el pensamiento de nuestro músico y su posible papel en nuestra época, en la medida en que comprendemos que su itinerario puede incluirnos y a la vez ayudarnos a conocer mejor y a amar más el misterio que nos habita.