Reseña de Encuentro con Munch, de Syvia Iparraguirre. Buenos Aires, Alfaguara, 2013 El título del libro da testimonio del principal impacto en el asombroso viaje de la autora a las ciudades de Oslo y Bergen. El pintor y grabador noruego Edvard Munch, figura clave del expresionismo, un año antes de delinear su emblemática tela “El grito”, en 1892, escribía: “Iba por la calle con dos amigos cuando el sol se puso. De repente, el cielo se tornó rojo sangre y percibí un estremecimiento de tristeza. Un dolor desgarrador en el pecho. Me detuve; me apoyé en la baranda, preso de una fatiga mortal. Lenguas de fuego como sangre cubrían el fiordo negro y azulado y la ciudad. Mis amigos siguieron andando y yo me quedé allí, temblando de miedo. Y oí que un grito interminable atravesaba la naturaleza”.
Refiere Sylvia Iparraguirre en su última novela, que acaba de aparecer: “El mundo de Munch, un orbe completo que enviaba señales y poseía atracción gravitatoria, está esperándome en La danza de la vida, sobre la que, me doy cuenta ahora, abrumada por su dimensión real, había acumulado tantos recuerdos apócrifos, pero en la que reconozco de inmediato su poder; el dominó que emana desde el centro de ese baile de pueblo junto al fiordo, me clava ante él e impide que me mueva”.
El viaje al norte de Europa le permite a la autora, dado que lo emprende sola, salir del marco del tiempo y del espacio acostumbrados, encontrarse con ella misma y sus recuerdos, sorprenderse, ser más anónima que nunca, y descubrir que el tiempo es la trama de nuestras vidas: la conciencia y la fuerza del tiempo, con su extrañeza, y la percepción de cómo nos habita. Muchas de estas consideraciones las debo a mi amiga Gemma, sensible y atenta lectora, quien me indicó unas líneas del libro que permite ingresar seducidos en la crónica de un viaje que tiene mucho de real y algo de fantástico. En la capital noruega, antes de proseguir para Bergen (donde habían invitado a la autora a ser madrina de un barco), Sylvia relata un recuerdo-presencia de su padre ya ausente: “Entonces, desde la muerte, papá viene y se sienta en el sillón floreado de esta pieza de hotel, a miles de kilómetros de donde fuimos y somos, con la resignada suavidad de los últimos días”.
Y enseguida la memoria vuelve a Junín, ciudad de su infancia y primera juventud, en la pampa bonaerense: “La mano pálida sube hasta la mandíbula sin afeitar y la repasa con los dedos, como si constatara algo. Uno de los días finales, cuando ya no tenías fuerzas, te afeité con la máquina eléctrica”. Para concluir: “Digo: Papá. En los segundos que siguen experimento una soledad esférica, completa. Una soledad que me cala los huesos. Un rato después, me deslizo debajo de las sábanas y me duermo”.
Hay también en el libro de Iparraguirre un indirecto homenaje a Joyce y un tributo emocionado a Borges. Además están la aceptación de un destino y la idea de que se trata de un viaje que, finalmente, como el de Ulises volverá a Ítaca (porque durante el regreso ella duerme tranquila ya que “el vuelo me acerca más y más a A., a mi ciudad, a mi puerta”). Escribe en las últimas páginas: “En el vuelo nocturno, en la duermevela, Noruega empieza a tomar la dimensión ambigua de un mundo que se abandona; un lugar que a fuerza de distancia terminará siendo abstracto. O terminará ciñéndose al recuerdo fiel de un encuentro; a la persistencia firme, salvadora, del arte”. Y como Agustín de Hipona, anota: “¿Qué era el tiempo? Imposible explicarlo, sólo vivirlo; ya había sido dicho. Yo había vivido un tiempo mío, intransferible, y a la vez, abierto. A todos nos sucede alguna vez en la vida algo extraordinario; en una casa en medio del campo, a solas con un libro, abrazando a alguien que amamos, mirando la cara de un chico”.