Reseña de Viajes (De la Amazonia a las Malvinas), de Beatriz Sarlo (Seix Barral, Buenos Aires, 2014).

No sucede habitualmente que Beatriz Sarlo se deje descubrir a través de sus recuerdos personales; ella acostumbra ocuparse con circunspección de otros argumentos: la literatura y el arte, la política, la crítica social. Sin embargo, acaba de publicar un libro que se presenta como una serie de diarios de viaje. Y para ello recurre también a antiguos apuntes o a la memoria, porque comienza narrando las peripecias que desde chica significaban ir todos los veranos con su familia a Deán Funes, en el norte de Córdoba. Para esta porteña, esa era la gran experiencia fuera de Buenos Aires, en contacto con el campo y con una Argentina rica en historia. Después de las páginas introductorias, la autora narra los viajes como mochilera en los años ‘60: joven universitaria en las alturas del noroeste argentino, la puna y sus iglesias, los campesinos y los trabajadores rurales. Después, Bolivia; previo al violento escenario del Che Guevara. Sigue por Amazonia y el encuentro con las poblaciones de los jíbares. Y ese recorrido concluye como enviada por el diario La Nación a las Islas Malvinas en marzo de 2013.

Los viajes comienzan con las lecturas (“somos hijos de los viajes de los otros”, escribe). La casualidad y la sorpresa marcan el ritmo del viajero que pretende evitar las propuestas de las convencionales agencias de turismo. Sin embargo, es a partir de Viena y de la iglesia de San Leopoldo (arquitectura de Otto Wagner y vitrales de Koloman Moser) desde donde parte la narración. No faltan las eruditas referencias –siempre apasionantes en la indagación de Sarlo– a Carl Emil Schorske, Adolf Loos, al filósofo veneciano Massimo Cacciari o al cineasta de la Nouvelle Vague Jean-Luc Godard y al alemán Rainer W. Fassbinder. Cuando no, el recuerdo de Balzac. O ciertas reminiscencias del sur de Italia: la escenográfica y barroca ciudad siciliana de Noto, tan española. Personajes como el notable húngaro Lajos ocupan un lugar cardinal en la memoria afectiva de cuando era chica: “Rechazaba el desdén aristocrático por los caballos que sentían los señores distinguidos que había conocido en el ejército y antes. Con esta estética, Lajos era mi maestro. Su esfuerzo consistía en evitar la frivolidad”.

Las reflexiones y la investigación posterior acompañan el relato de los viajes, a veces con largas notas al margen que acreditan la preocupación investigadora de la autora. Las primeras impresiones están, de alguna manera, signadas por la ideología y el espíritu de la época: los jóvenes argentinos querían ser latinoamericanos y viajaban con cierta dosis de idealismo e ingenuidad, cuando no de alegre y suficiente ignorancia. Lo cierto es que no querían ser “turistas”, aunque –a pesar de las dificultades de los viajes a pie– lo eran igualmente. Se sentían casi peregrinos ateos. Fumaban mucho y no paraban de caminar. Casi no se reconoce ella en las antiguas fotos: “¿Quien era la chica de jeans, borceguíes y remera roja debajo del anorak también rojo, que miró esas imágenes en San Juan de Oros?”.

Como siempre, la prosa inteligente de Beatriz Sarlo introduce al lector en una interpretación de los tiempos políticos, Che Guevara incluido. Desde las pequeñas representaciones de santos en las capillas de la Puna hasta los encuentros inescrutables en las selvas de Brasil, desde la maestra rural de la Patagonia hasta el viaje como corresponsal a las Malvinas, siempre Sarlo se demuestra una viajera curiosa y apasionada.

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