Publicamos la intervención de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata y académico de número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, en la sesión platense de la iniciativa vaticana del Atrio de los Gentiles.
I. A lo largo de su vida Jorge Luis Borges ofreció diversas “confesiones” acerca de sus convicciones filosóficas y de su posición religiosa; sobre todo hay que hacer notar que manifestó reiteradamente su distancia respecto del catolicismo. Recojo esas definiciones suyas en cinco brevísimos capítulos:
1) Los antecedentes familiares y el contexto social y cultural originario han tenido su peso. He aquí un recuerdo suyo, datado en 1974: “Mi madre era católica como todas las señoras argentinas, es decir, sin entender absolutamente nada de religión. Mi padre era librepensador, como todos los señores argentinos también. Como Spencer. Mi abuela paterna era muy religiosa, protestante. Cuando llegó el momento de la primera comunión, mi padre me dijo: “Mirá, para mí es una ceremonia absurda, pero para tu madre es muy importante. ¿Querés hacer la primera comunión o querés esperar a haber llegado a alguna conclusión sobre estos hechos?” Mi hermana eligió hacer la primera comunión y es católica, yo elegí no hacerla y soy librepensador todavía, aunque eso parezca anticuado”. Esta caracterización suya no parece seria ni profunda, y debe ser equilibrada con otras consideraciones que la completen.
2) Experimentó una gran simpatía por el budismo, porque “no impone ninguna mitología”; quiere decir que se trata de una mera ética: “se puede ser budista y creer en miles de dioses, como del mismo modo, prescindir de todos ellos” (1981). Parece no creer en un dios personal y todopoderoso, aunque en su caso esta conclusión resulta siempre dudosa. Considera a la Trinidad “un monstruo teológico” que “sobrepasa en monstruosidad al dragón y al unicornio” (1983). Sin embargo recuerda, dos años después, que su padre, agnóstico, solía decirle que “el mundo es tan extraño que hasta la idea de la Trinidad es algo posible”.
3) Confiesa una continua resistencia por lo católico, aunque admite que quizá podría ser cristiano. En el catolicismo le disgusta lo que –según él– tiene de político y jerárquico; le atribuye un sentido social pero a la vez una tendencia a la “falta de ética”. Esta declaración se refiere a los conceptos teológicos de mérito, confesión y perdón de los pecados; los califica de inmorales. Su último libro, sin embargo, incluye un terrible poema en el que recupera el aprecio del perdón.
4) En una entrevista concedida en 1976 al diario La Opinión, afirma: “Siempre he tenido una admiración muy especial por Cristo”, pero no lo convence lo que ve en él de “político” y “hasta demagógico”. Por eso no le resulta tan simpático como Sócrates o Buda. ¿Habrá que tomar en serio una observación tan superficial? En ese mismo contexto rechaza enseñanzas fundamentales del Evangelio, seguramente porque no las entiende. Allí se refiere a la recompensa prometida a los discípulos: “Muchos de los primeros serán los últimos, y muchos de los últimos serán los primeros” (Mt. 19, 30; Lc. 13, 30); la aseveración le parece injusta y absurda; tampoco comprende la bienaventuranza de los pobres (de espíritu, según el texto de Mt. 5, 3) y se rebela contra la enseñanza evangélica acerca del peligro de las riquezas, y confundido dice: “Menos entiendo esa idea miserable de que los ricos no entrarán al Reino de los Cielos porque aquí en la Tierra ya recibieron su recompensa”.
Detrás de sus dichos se ocultan, probablemente, sus vacilaciones y aquella “admiración” que reconoce habrá sido l’antica fame de la que habla el Dante (Paraíso XXXI, 105), la búsqueda –a su modo– del Rostro de Cristo.
5) En la cuestión acerca del sentido de la vida aparece claro que Borges no fue un filósofo, sino un escritor que equipara el vivir con el soñar. Son numerosas sus declaraciones sobre la muerte. Por ejemplo: “el optimismo, para mí, es creer en la muerte” (1984); siento una gran esperanza por ella… con ella podré recuperar la oscuridad en toda su plenitud” (1977). “Si hay inmortalidad entonces la muerte es una broma… francamente estoy harto de ser Borges”. Oscila varias veces en sus opiniones acerca de un posible más allá: “Estoy seguro de que no hay nada después de la muerte” (1974). “Espero ser aniquilado y después olvidado. Mi padre siempre dijo que quería morir cuerpo y alma; comparto esa esperanza y esa impaciencia” (1983). “Puede ser que haya otra vida, por qué no… aunque no sé si es una ilusión recomendable” (1985).
Las contradicciones registradas merecen, cada una, el estudio cuidadoso en su contexto y, por otra parte, comparar esas declaraciones en reportajes con lo que pueda surgir de su poesía y de su obra de ficción. Yo no soy competente para semejante investigación, por lo tanto propongo esta modesta síntesis ateniéndome a sus dichos ut sonant.
II. Un dato importante para acercarnos a la dimensión religiosa de la personalidad de Borges es la atracción que experimentó por la mística judía, o más bien por la Cábala. A los 16 años leyó la novela Der Golem de Gustav Meyrink, obra de 1915 que se basa en un cuento del rabino Judah Löw ben Bezulel, de Praga. Quedó fascinado por esa especie de ocultismo nominalista y en su precioso poema “El Golem” recrea el episodio de la animación del muñeco, que se hace posible porque el rabino “se dio a permutaciones y a complejas variaciones y al fin pronunció el Nombre que es la Clave…” Ese Nombre es el que sabía Adán en el Jardín, que el pecado borró y perdieron las generaciones. Borges concluye: “¿Quién nos dirá las cosas que sentía Dios, al mirar a su rabino en Praga?”. Asocio ese asomo cabalístico al misterio a lo que dice en “El tótem” (Atlas, 1984), que la foto del facsímil de un ídolo canadiense es “sombra de la sombra de una sombra”.
Es notable que también Güiraldes y Marechal hayan experimentado la misma tentación y hayan incursionado en los secretos cabalísticos. Borges conocía a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz, pero no le dijeron nada en cuanto a las riquezas de una mística realista que es desarrollo de la fe y del amor. En Ficciones incluye un texto titulado “Tres versiones de Judas”, en el que sigue una obra del sueco Nils Runeberg y presenta la traición de Judas como un sacrificio condigno y necesario; identifica al traidor con el Verbo Encarnado, que para salvarnos eligió ser Judas. Esta manipulación extravagante está maravillosamente escrita. Pienso que, después de todo, Borges era un gnóstico; lo acerca al gnosticismo su concepción de la literatura: la ficción es la realidad; vivir es soñar.
III. En algunos poemas el gran escritor parece abrirse a un significado trascendente del mundo y del destino humano. Es muy significativo el final de su soneto “Ajedrez II”: “Dios mueve al jugador, y éste, la pieza/¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza/de polvo y tiempo y sueño y agonías?” La belleza –la belleza formal de su obra es extraordinaria– podría trazar un camino de apertura. Él tuvo la convicción de recibir dones, y el oficio del poeta, su deber y su ministerio, es transmutar en belleza las experiencias de cada día. Aporto un dato que no es muy conocido. En 1971, con más de cien personalidades de todo el mundo, Jorge Luis Borges firmó un petitorio dirigido a la Santa Sede en el que se pedía “que reconsiderase, con la máxima gravedad, la tremenda responsabilidad con que quedará ante la historia del espíritu humano por el hecho de no consentir que se pueda vivir perpetuamente la Misa tradicional”. Es la dimensión estética de la liturgia –hoy día tremendamente menoscabada– la que veían entonces amenazada los firmantes. Entre ellos se encontraban Agatha Christie, Henri de Monterlant, Augusto Del Noce, Robert Graves, Romano Amerio, Marcel Brion, Graham Greene, Julien Green, Yehudi Menuhin, Malcom Mudderidge, Marius Schneider y Bernard Wall. Como se sabe, aquel rito quedó prohibido de hecho durante 40 años, hasta que Benedicto XVI restituyó el derecho a celebrarlo –como forma extraordinaria del Rito Romano– mediante el motu propio Summorum Pontificum, en 2007.
Una observación final, deslizada con todo respeto. En las opiniones de Borges abundan la visión crítica, la ironía y el desparpajo; parece que busca sorprender e incurre en “poses”, lo cual denota a veces cierta superficialidad, una cuota de frivolidad. No corresponde formular un juicio subjetivo que ponga bajo examen sus intenciones, pero en ocasiones uno está tentado de dudar de su sinceridad. Otra vez la misma sensación: ¿cuál es el límite entre la ficción y la realidad?
Lo cierto es que rezaba el Padrenuestro, y que recibió in extremis el sacramento de los enfermos. En este caso se lo puede llamar extremaunción. Dios es misericordioso.
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Join discussionAguer y Borges.
Señor Director:
En la revista CRITERIO Nº 1975 (23 de octubre de 1986) se publicó una carta del sacerdote suizo Pierre Jaquet, que asistió a Borges en su lecho de muerte. La carta la había requerido desde aquí monseñor Keegan, en su calidad de Rector de la catedral de Buenos Aires, quien además ofreció allí mismo una misa por el eterno descanso del poeta. Durante la homilía, contó que, varios años atrás, en el velatorio de Leonor Acevedo, la madre de Borges, éste había dicho: “cuando yo muera, quiero hacerlo en el seno de la fe de mi madre”. Otras veces dijo exactamente lo contrario. Esa misma noche del velatorio de su madre, una amiga se lamentaba porque Doña Leonor había muerto poco antes de cumplir los cien años, a lo que Borges acotó: “veo que es usted devota del sistema métrico decimal”.
Si Borges era capaz de decir esa solemne profesión de fe y esa broma desenfadada en el velatorio de su madre, era capaz de decir cualquier cosa, a cualquiera, en cualquier lugar y circunstancia. Y, efectivamente, era uno de los rasgos de su personalidad; no el único, ciertamente, pero sí un rasgo visible, que procedía de una cierta timidez que hacía de él alguien huidizo y burlón.
Es precisamente por esto que me ha extrañado el procedimiento de Mons. Aguer en su nota de CRITERIO Nº 2422, de enero y febrero, titulada “Las posiciones religiosas de Borges”. Él dice que intenta comprender esas posiciones religiosas (“confesiones” y “definiciones”, las llama), entre las que sobresale, según él, “su distancia respecto del catolicismo”, y lo hace sobre todo a partir de unas diez o doce frases sueltas del poeta, dichas en alguna entrevista o surgidas en medio de anécdotas familiares. (1)
Me ha sorprendido de modo particular, Sr. Director, que este texto haya sido leído en el marco del “Atrio de los Gentiles”, la más importante actividad de diálogo con la cultura que despliega en todo el mundo el Pontificium Consilium de Cultura de la Santa Sede, donde se procura subrayar las afinidades y vínculos y no exhibir o establecer rechazos, y que ha tenido lugar también en Argentina. No estuve en la edición del “Atrio” de 2015, en la que Aguer leyó su texto, pero sí en la del año anterior, 2014, donde se leyeron trabajos excelentes acerca de la obra de Borges, apoyados en textos centrales, interpretados con gran solvencia por personas de reconocida autoridad en la materia (varios han sido publicados por CRITERIO). ¿Por qué, entonces, este texto apoyado en frases ocasionales o humorísticas?
Aguer comienza su artículo (o ponencia) diciendo que tratará de recoger brevemente lo que, como ya dijimos, él llama “confesiones” y “definiciones” de Borges. Pero a lo largo de su nota, mientras va citando las frases de Borges, las va relativizando o descalificando: “Esta caracterización suya [de Borges] no parece seria ni profunda.” “¿Habrá que tomar en serio una observación tan superficial?” “…denota a veces cierta superficialidad, una cuota de frivolidad.” Pero, a la vez, Aguer las toma en serio y apoya en ellas su reflexión… (2)
En el final de la primera parte de su artículo, Aguer anota: “Las contradicciones registradas merecen, cada una, el estudio cuidadoso en su contexto y, por otra parte, comparar esas declaraciones en reportajes con lo que pueda surgir de su poesía y de su obra de ficción.” E inmediatamente agrega: “Yo no soy competente.” Eso no se hace. Porque de este modo queda despejada la obra, que hasta el mismo articulista dice que es lo que hay que atender, y se procede a trabajar sobre las consabidas frases que, efectivamente, pueden ser naturalmente desenfadadas, sin que se pueda decir nada en contra cuando han surgido en medio de situaciones en las que el poeta no buscaba ser ni preciso ni serio. Esto no deja de desconcertar, porque las conclusiones a las que se puede llegar a partir de esas frivolidades no pueden ser muy sólidas. Es decir que es el procedimiento de análisis el que resulta superficial. (3) Algo de esto se ve precisamente en las conclusiones que Aguer va formulando, a veces de modo un poco adivinatorio, o sólo enunciativo. Dice Aguer: “Borges conocía a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz, pero no le dijeron nada en cuanto a las riquezas de una mística realista que es desarrollo de la fe y del amor.” Borges dice: “Tomemos ahora otro ejemplo, una traducción que no sólo es intachable, sino también hermosa. En esta ocasión consideraremos una traducción del español. Se trata del maravilloso poema Noche oscura del alma, escrito en el siglo XVI por uno de los más grandes -podríamos decir sin temor el más grande- de los poetas españoles, de todos los hombres que han usado la lengua española para los fines de la poesía. Estoy hablando, por supuesto, de San Juan de la Cruz.” […] “San Juan de la Cruz alcanzó la experiencia más elevada de la que es capaz el alma de un hombre: la experiencia del éxtasis, el encuentro de un alma humana con el alma de la divinidad, con el alma divina, de Dios. Después de haber tenido esa experiencia inefable, tenía que comunicarla de alguna manera, por medio de metáforas. Entonces encontró a mano el ‘Cantar de los cantares’ y tomó (muchos místicos lo han hecho) la imagen del amor sexual como imagen de la unión mística entre el hombre y su dios, y escribió el poema.” (4)
En otro momento dice Aguer: “Pienso que, después de todo, Borges era un gnóstico.” No se sabe muy bien, siguiendo la reflexión del articulista y su apoyatura, de dónde procede una afirmación así. Dejando de lado que el uso literario de una filosofía no implica la profesión de esa filosofía, que el préstamo terminológico no significa una comunión ideológica, es difícil hablar (en términos de teología cristiana, y sobre todo católica) de “gnosticismo”, cuando en la obra de Borges, en la que Cristo aparece decenas de veces, aparece siempre como el Crucificado. (Y no como una suerte de “Cristo Celeste” ilusoriamente crucificado, sino como Jesús que padece realmente.) (5)
Es común, desde hace más de medio siglo, que algunos en la Iglesia Católica de Argentina, de modo directo u oblicuo, descalifiquen a Borges en materia de religión o de teología (también ha ocurrido esto en otras confesiones religiosas). ¿Por qué? Es difícil de precisar. Simplificando mucho, tengo la impresión de que hay personas que no logran resolver su propia contradicción interior: perciben a Borges como al más grande, y a la vez lo perciben como a un irreverente que se ha burlado de la fe (de modo inteligente y eficaz). ¿Qué hacer? Es el mejor, y no es “uno de los nuestros”. Pero todo esto resulta de una mala manera de leer, de interpretar los textos y quizás hasta de entender las figuras de la fe, que debieran ser reconocidas incluso (o sobre todo) donde aparentemente no están. (¡Estamos en el siglo XXI!) En la obra (no en las bromas) de Borges se ha tejido un lenguaje que es exquisito para hablar acerca de Dios, tantas veces predicado con vulgaridad e intrascendencia en ámbitos de fe. En una época en la que la poesía ha subrayado en muchos casos el sentimiento de la ausencia de Dios, Borges ha resaltado su inminencia. Donde muchos han señalado el silencio de Dios, Borges su Palabra. Donde muchos se han centrado en lo inefable e intangible, Borges lo ha hecho en lo innegable. Pero hay que leer su obra, y hay que entender también de modo certero cómo ha hablado de Dios la fe católica cuando lo ha hecho de manera relevante. A veces es mucho más fácil encontrar eso en Borges que en otros autores. (6)
Por lo demás, esto de tratar a Borges de irreverente en materia de religión, o de superficial, o de gnóstico, o de irónico, son asuntos superados desde hace ya muchos años. (7) Pero Aguer da un paso más, como conclusión de su análisis acerca de Borges: “No corresponde formular un juicio subjetivo que ponga bajo examen sus intenciones, pero en ocasiones uno está tentado de dudar de su sinceridad.” Esto tampoco se hace. ¡Siempre ese bendito “pero”!: No habría que hacer esto, o pensar eso, o decir aquello… “pero” lo voy a hacer igual. (Y no queda claro de dónde se toma Aguer para dudar de la sinceridad de Borges.)
En fin, Sr, Director, creo que lo único que queda por hacer es volver a la grata y (¿por qué no?) edificante lectura de la Obra completa de Jorge Luis Borges.
Un detalle: Aguer no dice de dónde conoce que Borges haya recibido la “extremaunción”. En la ya citada carta del sacerdote Pierre Jaquet, que estuvo junto al lecho de Borges en sus momentos finales, podemos leer: “Me es grato comunicarle las siguientes informaciones: 1) Fue a pedido de la familia que fui llamado junto a Borges. 2) Borges estaba ya muy débil y no nos fue posible tener una conversación. 3) Mi presencia junto a él fue una asistencia (subrayado en el original: assistance). 4) Manifiestamente él comprendía lo que yo le decía. Lo sentí asociarse a la oración y al sacramento de la reconciliación. Pienso que no se puede deducir de este encuentro ninguna interpretación concerniente a las disposiciones de Borges con respecto a la Iglesia Católica.”
Aclaración final: Aguer nos tranquiliza diciendo que Borges recibió los sacramentos y que Dios es misericordioso, de modo que podemos esperar su rescate.
Pienso que no sólo por eso, sino porque no es imposible que Borges nos fuera regalado por Dios para que aprendiéramos a hablar mejor acerca de las cosas trascendentes. Borges recibió un don, un talento y lo hizo producir y fructificar, de modo que, “del otro lado del ocaso” (8) , habrá escuchado con alegría y sorpresa: “Está bien, servidor bueno y fiel, entra a participar del gozo de tu señor.” (Mt. 25, 21) (9)
Sr, Director: he redactado esta carta con cierto desánimo, con la sensación de perplejidad que surge por no comprender cómo se siguen deslizando estos errores acerca de Borges, y acerca de la interpretación de la religión en la literatura, y en el arte en general. Pero me he forzado a hacerlo por tratarse de un arzobispo. La gente tiende a creer que lo escrito en letra de molde es verdad; que si se publica en CRITERIO debe ser cierto; y que si lo dice un arzobispo ha de ser indiscutible. El error tiene, pues, cierta magnitud. No hubiera escrito esta carta si otras hubieran sido las circunstancias. En fin, Sr. Director, queda ante nosotros el camino más fácil: no leer más a Navarro ni a Aguer, sino a Jorge Luis Borges.
NOTAS:
(1) Acerca de la obra de Borges, que es en realidad lo que habría que considerar, Aguer alude a dos textos, menciona unos cinco, pero sólo cita brevemente algún que otro verso de dos de estos textos. (Es una lástima que no estén consignadas las fuentes de ninguna de las citas, ni de la obra ni de las frases ocasionales.)
(2) Con respecto a las adhesiones o indignaciones que provocaban las frases de Borges porque las personas se las tomaban en serio, dijo García Márquez en el diario El País, de España, del 8 de octubre de 1980, en un artículo titulado “El fantasma del Premio Nobel”, acerca de algunas declaraciones políticas de Borges en Chile en el año 1976: “Era fácil pensar que tantas barbaridades sucesivas sólo eran posibles para tomarle el pelo a Pinochet. Pero los suecos no entienden el sentido del humor porteño.” (Yo agregaría que más de un porteño tampoco.)
Borges no se burlaba de los católicos, sino de los católicos y del “Martín Fierro”, de la democracia y de los críticos literarios, de los militares y de los freudianos, de García Lorca y de Lugones… En realidad tampoco se burlaba de todo esto, como puede parecer en una primera o rápida lectura. Había una conducta intelectual en Borges, nada desdeñable por cierto, y era esta: todo lo canonizado debe ser canónico por su propia evidencia, por su excelencia manifiesta, que inclina a la adhesión, y no por argumentos, pruebas o especulaciones que lo impongan. Si uno lee con atención, verá que Borges más bien ridiculizaba o ponía a prueba estos argumentos sustitutivos de lo canónico. No se reía del “Martín Fierro”, sino de los que creían que era una obra épica. No se reía del ejército argentino, sino de militares ampulosos que jamás habían peleado en una batalla. No se reía de Dios, sino de la Trinidad “monstruosa” de algunos manuales de teología. No se reía de los católicos, sino de algunos católicos nacionalistas argentinos que apoyaban regímenes fascistas en nombre de la fe.
(3) Además, la actitud no es del todo correcta: declararse incompetente acerca del tema tratado no exculpa; no autoriza a presentar, en semejante contexto, y acerca de semejante autor, opiniones basadas en dichos tomados ut sonant.
(4) Jorge Luis Borges. “Arte poética”. Editorial Crítica. Barcelona, 2001, págs. 78.82-83.
(5) Salvo unas pocas veces, la aparición de Cristo es la de Cristo en la cruz. Decididamente, en este punto, ese es el ícono de Borges. Pero no es la única configuración acerca de Jesús. Es también (y nada más lejos del gnosticismo) el Cristo encarnado. ¡Borges tiene dos poemas que se llaman “Juan 1, 14”, que es el versículo que reza: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.”! (Obras completas, volumen I -OC.I- Emecé Editores. Buenos Aires, 1974, págs. 893.977.) Borges tenía clarísima la diferencia entre el Jesús del evangelio y el Cristo de los gnósticos. En el poema “Cristo en la cruz”, de su último libro, hay este verso: “No es un romano. No es un griego. Gime.” Y Borges sabe muy bien de qué está hablando: despeja a los estoicos; despeja a los gnósticos; repone al hombre bíblico. (Obras completas, volumen II -OC.II-. Emecé Editores. Buenos Aires, 1989, pág. 457.)
Aguer también anota: “Por eso [Cristo] no le resulta tan simpático [a Borges] como Sócrates o Buda.” Escribe Borges: “En la tragedia de la Cruz -lo escribo con debida reverencia- hubo actores voluntarios e involuntarios, todos imprescindibles […] Era preciso que las cosas fueran inolvidables. No bastaba la muerte de un ser humano por el hierro o por la cicuta para herir la imaginación de los hombres hasta el fin de los días.” (OC.II, pág. 39.) Es obvio que se está refiriendo a Julio César (el hierro) y a Sócrates (la cicuta), y comparando esas muertes con la muerte impar de Cristo. ¿Por qué, si no, en el poema ya citado “Cristo en la cruz” Borges no se plantea el sentido de su sufrimiento ante Sócrates o Julio César? Porque sabe que eso no tiene el menor sentido, ya que la universalidad y trascendencia de Cristo son incomparables, y tienen una valencia teológica y salvífica que no tiene ninguna otra muerte.
En cuanto a Buda (o a otros grandes confrontados con Jesús), podemos citar una frase de Borges, inapelable: “Maestro es quien enseña con el ejemplo una manera de tratar con las cosas, un estilo genérico de enfrentarse con el incesante y vario universo. La enseñanza dispone de muchos medios; la palabra directa no es más que uno. Quien haya recorrido con fervor los diálogos socráticos, las Analectas de Confucio o los libros canónicos que registran las palabras y sentencias del Buddha, se habrá sentido defraudado más de una vez; la oscuridad o la trivialidad de tal o cual dictamen, piadosamente recogido por los discípulos, le habrá parecido incompatible con la fama de esas palabras, que resonaron, y siguen resonando, en lo cóncavo del espacio y del tiempo. (Que yo recuerde, los evangelios nos ofrecen la única excepción a esta regla)”. (“Prólogos”. Jorge Luis Borges. Torres Agüero Editor. Buenos Aires, 1975, pág. 84.)
Al margen: Aguer dice que Borges tenía “una gran simpatía por el budismo”. En realidad, tenía una gran curiosidad por muchas doctrinas, filosofías y religiones. En cuanto al budismo, Borges dijo, al comenzar una conferencia acerca de este camino espiritual: “Yo no estoy seguro de ser cristiano y estoy seguro de no ser budista.” (OC.II, pág. 243.)
(6) ¿Por qué disputar tanto con Borges? ¿Por qué ese afán de corregirlo y rectificarlo que aparece cada tanto desde hace décadas? Al fin y al cabo, le debemos en buena medida la circulación de la idea de Dios y el interés por la teología en diversos ámbitos de la cultura argentina, cuando muchos otros autores literarios de relevancia, contemporáneos a él, ni mencionaban el tema. (¿Habrá que decirlo una vez más? Teología que aparece en un ámbito estético, sin ninguna pretensión académica.)
(7) Ya en 1989 el Consejo Episcopal Latinoamericano realizó un trabajo titulado “Presencia de Dios en la poesía latinoamericana”, en el que Borges, por supuesto, fue estudiado, no para ser reprobado sino por el interés que despertaba su obra ante la mirada religiosa. (CELAM. Bogotá, 1989, pág. 79: “Dios en la obra poética de Jorge Luis Borges”. Oswaldo Pol). Y son inagotables los trabajos, ejercicios de licenciatura, doctorados y monografías, que en universidades de todo el mundo estudian los aportes de Borges al lenguaje acerca de Dios. Puede ser útil señalar aquí, en Argentina, el trabajo de Lucas Adur, que ha colaborado con la revista CRITERIO, en cuyo Nº 2415 se puede leer el artículo titulado “De qué hablamos cuando hablamos de agnosticismo borgeano”. El interés por Lucas Adur surge de la cercanía del tema con el artículo de Aguer: él ha trabajado la vinculación y las distancias de Borges con los católicos argentinos. Su tesis doctoral se titula “Borges y el cristianismo: posiciones, diálogos y polémicas” (Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 2014). El propio cardenal Gianfranco Ravasi, que preside el Pontificium Consilium de Cultura, aquí en Argentina ha expuesto las profundas e interesantes incursiones de Borges en la Biblia (CRITERIO 2412: “La Biblia según Borges”)
(8) OC.I, pág. 927.
(9) En último término, esto no debería importarnos, como no fuera con la importancia que le daríamos si se tratara de cualquier persona. Y esto porque lo que importa en un artista es su arte. Hay gente con fe que escribe pésima poesía religiosa, y no sabe dónde queda la teología. En la obra de un gran artista, en cambio, lo quiera él o no, lo acepte o lo niegue, los grandes temas aparecen. Y en el caso de la obra de Borges esos grandes temas, entre ellos la trascendencia y la importancia de la figura de Jesús, aparecen con profundidad y seriedad.
Muy buena crítica del escrito de un jerarca de la iglesia católica que cree que a Borges, uno de los escritores más estudiados y apreciados en el mundo, lo puede cuestionar cualquiera sin problemas. Podemos decir que recibió su merecido.
Me gusto mucho, aunque creo que si hubieses puesto más énfasis en lo irónico que es Borges en sus respuestas públicas no se tomaría esto como una crítica ( no creo que lo sea) . La parte que Borges no entendió las enseñanzas es raro también. La humildad con Dios, lo que nos rodea, el prójimo y con uno mismos es la mayor enseñanza.
Copio el poema «Alguien» de Borges. Es el testimonio de la experiencia mística de un «agnóstico», que manifiesta una fe sencilla y profunda, despojada de apoyaturas.
«Alguien»
Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la muerte
(las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que tigres
que le demostrarán su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.
Quizá en la muerte para siempre seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.