CRITERIO publica en este número un testimonio inédito de Eugenio Guasta, quien fuera miembro del Consejo asesor de la revista, sobre sus últimos encuentros con Victoria, Angélica y Silvina Ocampo. Se trata de un fragmento de una serie de conversaciones grabadas que mantuvo con Ernesto Montequin entre 2010-2011, como parte de un proyecto de libro de memorias que los altibajos de salud del autor impidieron completar.
Cuando llegué a Buenos Aires en enero de 1977, ya ordenado sacerdote, quise ver a María Rosa Oliver y a Victoria Ocampo. Como tenía tiempo libre antes de incorporarme a la vida arquidiocesana, fui primero a Las Toninas, a verla a María Rosa en su casa de verano, y de allí viajé a Mar del Plata a verla a Victoria. Ella me había escrito para mi ordenación. En ese momento (1975), Victoria estaba en Europa, y yo la había invitado a que fuese a Roma para mi ordenación. En realidad, ese viaje –el último que hizo–, pudo hacerlo porque fue invitada por varias embajadas. Creo que fue a Alemania y después fue a Madrid, donde se quedó en la casa de Soledad Ortega. En aquella carta me decía que no podía ir a Roma porque no la habían invitado. Evidentemente, estaba limitada por el tema económico; sólo podía viajar cuando le pagaban los viajes.
Pasé unos días en Villa Victoria, en Mar del Plata. Victoria ya estaba muy enferma, no bajaba al comedor. Veía a poca gente, pero no como lo hacía antes, porque de pronto tenía grandes dolores que combatía con una aspirina o algo similar. Mientras estuve en Villa Victoria yo solía ir a diario a la capilla que está allí cerca, en el mismo barrio, que se llama Del Divino Rostro, a celebrar misa por las tardes. A esas misas iban siempre Marietta Ayerza de González Garaño, Josefina Dorado y Angélica Ocampo. Una tarde Victoria me dijo: “Che, desde que has vuelto, éstas se han vuelto beatas. Algún día voy a ir yo también”. Pero no fue. Como dije, ya no bajaba las escaleras; estaba recluida.
En ese año (1977) me incorporé a todo un estilo de vida que no tenía antes. Además, estaba en situación de dependencia porque me habían nombrado vicario en la parroquia de San Pablo en el barrio de Colegiales. No podía disponer de mi tiempo con la libertad con que lo hacía antes. Y, además, esa vida que había iniciado aquí me llevó a ocuparme full time en cosas nuevas que nada tenían que ver con mi vida anterior. Volví a Buenos Aires luego de casi nueve años en Italia, y durante mi ausencia se habían producido muchos cambios. Al llegar encontré un mundo de horror, con las desapariciones de personas. Desde luego, en Europa sabíamos lo que pasaba aquí e incluso estábamos enterados de más cosas de las que se sabían en el propio país. Radio Vaticano en sus noticieros las decía. Yo me enteré de la muerte de los sacerdotes palotinos de Belgrano R, cuyos nombres no recuerdo, entre otros un hermano de monseñor Leaden, y también de unos franceses de Nuestra Señora de Lazaret que estaban aquí y de los que poco se habló. Eso se supo rápidamente en el extranjero. Además, yo leía Le Monde, que me ayudaba a tener una visión más realista de lo que pasaba aquí.
Recuerdo que poco después de mi llegada, a eso de las siete de la mañana bajé a abrir la puerta de la iglesia y me encontré con una señora desesperada –muy sorda, además, lo cual hacía difícil el hablar con ella–|, que me decía, en medio de llantos: “¡Se llevaron a mi hijo! ¡Se llevaron a mi hijo!”. En cuanto pude calmarla, nos sentamos en un banco a la entrada de la iglesia. Y entonces me contó que ellos vivían cerca de la parroquia, y que esa madrugada había llegado a su casa un grupo de hombres armados, que no se identificaron y que se habían llevado a su hijo. Después fui sabiendo más datos sobre esta gente. En efecto, vivían desde hacía tiempo en la parroquia; el marido era un comisario jubilado. El hijo estaba haciendo el servicio militar. Ella me dio después sus nombres y la dirección donde vivían, y me acuerdo que fui a buscar una tarde a Miguel Ángel Irigoyen, secretario del cardenal Aramburu. El cardenal no vivía todavía en la quinta de Olivos –porque los arzobispos de Buenos Aires tienen una casa en Olivos, a dos cuadras de la Residencia Presidencial sobre la misma calle–, sino en un colegio de monjas en la calle Corrientes y Pringles, con una escalinata grande. Ni siquiera había llamado para anunciar mi visita. Pedí ver a Miguel Ángel, a quien yo había conocido en Roma porque había acompañado a monseñor Aramburu cuando lo crearon cardenal, en 1976, junto al cardenal Pironio. Le conté a Miguel Ángel lo que había sucedido. Él me dijo: “Dame los datos de ellos, nombres y dirección, y esto lo presentamos nosotros al Ministerio del Interior. No te hagas ningún tipo de ilusión, porque no significa nada. Toman el pedido y van acumulando datos, pero no hay respuesta, nunca”. Pero también me dijo que monseñor Aramburu no dejaba de hacer esos reclamos, constantemente; era un modo de presionar, pero sin resultados visibles. No habían pasado todavía treinta días, y este chico, al que llamaban Pelusa, apareció. Poco a poco fui reconstruyendo lo que era posible reconstruir. La madre y el padre estaban convencidos de que mi intervención había sido salvadora para el muchacho; yo creo que no. Pero no había forma de que aceptasen otra realidad. Él estaba haciendo el servicio militar, y por lo que me fue contando, después que lo “chuparon” –término que se usaba en ese momento–, siempre tuvo la sensación de que estaba cerca o en el mismo lugar donde él hacía el servicio militar, que era el regimiento de Patricios en Palermo. Han pasado tantos años que no puedo tener demasiada exactitud al recordar esto, pero entiendo que el capitán con quien él estaba, que se ve que lo apreciaba, lo defendió. Lo defendió e impidió que el secuestro tuviera más consecuencias. Durante ese tiempo en que él estuvo secuestrado, habían sucedido cosas que yo también registré. Una tarde, mientras yo estaba celebrando misa vespertina en la parroquia, oí un tiroteo muy cerca. Después se produjo una de esas cosas que a uno lo erizaban, porque la parroquia se repletó de madres que venían a buscar sus hijos que estaban en catequesis para llevarlos a sus casas, con llantos y escenas violentas. Qué había sucedido: en la calle Palpa, que era lateral a la parroquia, habían tiroteado desde un coche a una pareja. Resultó que él era un muchacho que había militado en la JP, en la célula del barrio. Y había vuelto a su barrio a ver a gente que él conocía. Y le encontraron una agenda con números de teléfono y uno de ellos era el de Pelusa. Entonces fui atando cabos, porque Pelusa no tenía ningún tipo de actividad política, creo que ni siquiera había militado en la JP. Todo eso me hizo pensar que a ese muchacho lo había defendido su capitán, su superior en el servicio militar. Él me contó que en algún momento le habían dado Pentotal y cosas por el estilo, suponía él, y una mañana al despertarse se encontró en la Costanera Norte, al lado del río. Había vuelto caminando a su casa. Seguí viéndolo un tiempo, y a través de las conversaciones con él tejí esta especie de hipótesis sobre lo que había pasado. Como dije, los padres estaban convencidos de que había sido por mi intervención, pero yo sabía, a través de Miguel Ángel Irigoyen, que esos reclamos eran absolutamente ineficaces. Esas listas llegaban también al cardenal Pironio, en Roma. Después Pelusa se fue a España, recuerdo que se los presenté con unas cartas a los Giráldez, que todavía vivían en Barcelona. Ellos lo vieron al principio y creo que lo ayudaron a conseguir trabajo. Después de un tiempo también se fueron los padres. Él venía a verme seguido; era un típico policía, al mismo tiempo, muy extrañado que le hubiera pasado una cosa así a su hijo, pero tácitamente él debía saber más de lo que me decía sobre casos similares. Era un hombre muy agradecido, en quien se veía todo un proceso de cambio mental, interior, porque la desaparición del hijo lo golpeó muchísimo. La madre era una señora de barrio, simple, ingenua, buena persona. Nunca más he sabido de ellos. De Pelusa sí, creo que en un momento volvió, pero yo ya había dejado la parroquia. No alcancé a estar un año allí, porque me trasladaron al seminario de Devoto. Recuerdo que mi último mes en la parroquia fue enero de 1978; el párroco se había tomado vacaciones y yo quedé totalmente a cargo de la parroquia. Por ese entonces estaba todavía en Buenos Aires Bernardino Osio, como consejero de la embajada italiana. Hubo varios embajadores italianos mientras él estuvo aquí, algunos de ellos se ocuparon, como Bernardino, de los desaparecidos. Hay un hecho dramático: la Cancillería italiana, a cierta altura de los acontecimientos, prohibió a la legación diplomática en Buenos Aires que ayudase a los sospechosos de subversión y sobre todo que los recibiesen asilados o que les diesen cualquier tipo de ayuda. Bernardino en ese momento me decía: “Es terrible, porque cuando le dices a alguien que no trasponga el portón de la embajada, lo estás condenando a muerte”. Bernardino se ocupó muchísimo de esto, tenía como noventa casos de descendientes de italianos. Cuando se fue me encargó que me ocupase de algunas de estas familias.
Cuento todo esto para explicar que mi comunicación con Victoria se hizo más restringida. Yo estaba absorbido por la parroquia y por todas estas cosas. Fuimos a verla varias veces con Bernardino, porque él tenía coche y me invitaba a ir a verla. Me acuerdo una vez que nos detuvimos en el camino en una florería, creo que era un sábado a la tarde. Bernardino armó un gran ramo de flores, pero no de rosas solas o de jazmines solos, sino de flores mezcladas, de modo que pareciese uno de esos ramos recogidos en una quinta, sabiendo que eso a Victoria le gustaba. La veíamos y algo le contábamos. Yo trataba de ir a San Isidro alguna mañana que tuviese libre. Ella ya no venía a Buenos Aires. En 1978 se aisló; se aisló de tal modo que ni siquiera su hermana Angélica la veía. Alguna vez me acompañó en esas idas a San Isidro algún chico de la parroquia; me acuerdo del actual párroco de San Cayetano en Belgrano, Juan Bautista Xatruch. Nos quedábamos abajo o afuera, en el jardín, donde estaban los perros o uno por lo menos, un terrier simpatiquísimo. Y Victoria no se dejaba ver. Entonces había un modo de comunicarse con ella, a través de notas manuscritas. Clara, la mujer que trabajaba con ella en ese momento, era la intermediaria. Uno le mandaba una nota para saludarla –“Vine a verte Victoria, ¿cómo estás? etc…”–, Clara lo llevaba y al rato traía de vuelta la respuesta de Victoria. Era un diálogo beethoveniano, un contrapunto de papeles escritos que subían y bajaban. Pero ella no dejaba que nadie los conservase. Clara nos decía que “los pedía la señora”. Victoria alguna vez me escribió que no quería que sus “jeremiadas queden en manos de nadie”. Alguno de esos papeles quedó en mi poder, creo, por distracción de ella. Pero era el único modo de comunicarse con Victoria.
En junio de 1978, durante el Mundial de Fútbol, me llamó por teléfono para decirme si podía ir el domingo a la tarde. Y ese domingo se jugaba el partido final del campeonato. Ese día almorcé en casa de Mimí Leloir y del Negro Patrón Costas. Me acuerdo que terminamos de almorzar y con el Negro subimos a ver el partido. Estábamos delante del televisor –no sé si era el cuarto de recibir de Mimí o en el cuarto del Negro (Mimí se había ido) – y en un momento hubo un gol argentino y se oyó el griterío en las casas vecinas. El Negro, que estaba mirando sin comentar nada, me miró y, casi británico en eso, me dijo sin levantar la voz: “Un gol”.
Cuando terminó el primer tiempo me fui porque era la hora en que debía tomar el tren para San Isidro. Viajé en un tren desierto, llegué a Beccar y me bajé. No había un alma en la calle; parecía una ciudad abandonada. Y todo en silencio, lo que me hizo pensar que debía de haber un tiempo adicional en el partido, porque hice toda la calle Uriburu hasta la casa de Victoria sin oír nada. Atravesé Libertador, que siempre cuesta, sin ver a nadie. Cuando llegué a la casa, me recibió Clara y me hizo subir, por primera vez, al cuarto de Victoria. Entré y ella estaba en cama: la vi lindísima, con todo el pelo peinado hacia atrás. Estaba viendo el final del partido, con el televisor sin sonido. Me hizo una seña para que me sentara. El partido terminó enseguida. Me miró y me dijo: “Ha ganado todo lo que más detesto”. Al cabo de un rato, llegó María Renée Cura. Estuvimos conversando los tres; Victoria estaba animada, y tomamos el té sin movernos del cuarto de ella. Me llamó la atención que hubiera un crucifijo sobre la biblioteca, entrando a la derecha, algo que en lo de Victoria no había visto nunca, y sobre la cama una tabla con una imagen de la Virgen. Me dio alegría ver eso: eran signos heredados. Diré que hay una carta de ella a Jorge Mejía y a mí, escrita después de una Navidad que habíamos ido a comer con ella en casa de Angélica. Fue antes de irme a Europa, en 1959. En esa carta, escrita en francés, en que nos agradecía que hubiéramos estado con ella, nos decía su esfuerzo por alcanzar un nivel distinto de vida espiritual. Es una carta muy conmovedora.
Yo siempre había respetado la interioridad de Victoria. Alguna vez le regalé uno de esos fascículos de la Biblia de Jerusalén, el del profeta Oseas; quería compartirlo con ella. Hay allí un texto – “te llevaré al desierto y te hablaré al corazón” – que siempre me ha impresionado mucho por la cercanía de Dios.
Aquella tarde de 1978, después del partido de fútbol, hubo un momento en que me dijo: “Mirá, hay algo que escribí porque me lo pidieron, por qué no me lo leés”. Era una publicación de la Municipalidad de Buenos Aires, sobre la ciudad. El texto se llamaba “El aire y las campanas”; las campanas eran las de la iglesia de las Catalinas, que ella había oído desde su infancia, y el aire era el de Palermo, adonde la llevaban a pasear por la Avenida de las Palmeras. Después de leer ese texto, que es precioso, y quizá por cierta vibración mía –porque leerle eso a ella que estaba tendida en la cama, con los ojos cerrados, oyéndome, era muy emocionante–, María Renée salió y nos dejó solos. Entonces Victoria me dijo: “Ahora que me decidí a que me vieras como estoy, vení cuando quieras”. A mí me surgió decirle: “¿Puedo bendecirte?”, y ella me dijo que sí. Entonces la bendije. Victoria se puso a llorar; yo también. Pasado ese momento, me despedí. Volvimos con María Renée en tren, que estaba repleto de gente. Tanto es así que yo, que siempre bajaba en Barrancas de Belgrano para tomar algo que me llevase a Devoto, no pude bajarme del tren y tuve que seguir hasta Retiro. Ahí bajamos juntos, Miné y yo. Debo decir que me llamó la atención que, por primera y única vez en mi vida, vi una especie de coparticipación en las celebraciones. Porque había hasta señoras viejas, paquetas, por Plaza San Martín gritando; nunca había participado de un fenómeno así. Era como si la gente, en medio de todo el horror de aquellos años, necesitara celebrar algo.
Después, por razón de lo mismo que mencioné antes (ocupaciones absorbentes, y demás), creo que volví a ver a Victoria sólo una vez. En aquel momento no me sentí capaz de ir más allá de esa bendición. ¿Por qué? Diría que de algún modo mi experiencia pastoral en el trato con enfermos era muy nueva. Si bien yo me había ordenado sacerdote ya hacía tres años, mis primeros dos años sacerdotales fueron en Italia, donde lo más cercano a la actividad pastoral era ir a colegios de monjas cercanos al Colegio Mexicano para confesar chicos. (Me acuerdo que las confesiones de los chicos eran más o menos así: “Ho disobedito la mamma”, “Ho picchiato il fratellino”.) No tenía demasiada experiencia. Por otro lado, existía ese especie de respeto mío hacia Victoria, el miedo a perturbarla. Hoy sé cómo habría actuado, es decir, con mayor soltura y más humanidad, también. Pero en ese momento yo estaba como trabado, y más que eso no pude hacer. Y también me conmovió mucho verla así.
Volví a verla en ese mismo cuarto, sentados en el sofá y en los sillones tapizados con chintz, que en ese momento era nuevo, porque lo había hecho cambiar precisamente para recibir gente. El encuentro fue con motivo de la muerte de Fryda Schultz de Mantovani, que la había afectado muchísimo, y allí se estaba preparando el número de Sur dedicado a ella. Estaba Enrique Anderson Imbert y no me acuerdo quiénes más; éramos pocos. Hubo un momento muy embarazoso: Victoria estaba sentada en el sofá, con su pelo tirante y echado hacia atrás, se sacaba y se ponía los anteojos, muy suragée. Y en un momento dado, mientras clasificaban los textos para la revista, Anderson Imbert dijo: “Estos otros [textos] que son menores se pueden poner todos bajo el título de testimonios…”. Victoria levantó las cejas y él se dio cuenta enseguida que había cometido una gaffe, y no sé qué dijo, pero fue peor aún, porque tendría que haberse callado. Ella no dijo nada y yo pensé “se ve que no es la Victoria de antes”. Quizá después hubo algún llamado telefónico, pero no volví a verla.
En diciembre de 1978, antes de Navidad, nos fuimos con Anucha Gándara a Villa La Angostura. Estuve todo enero allá, donde me enteré por La Nación de la muerte de Victoria. El diario llegaba siempre a la tarde. Ella murió el 29 de enero, de modo que yo me enteré de su muerte al día siguiente, es decir, el 30. Quedé muy bouleversé por la noticia. En aquella época no había teléfonos en Villa La Angostura, había que hablar por radio desde el Correo.
Cuando volví a Buenos Aires, en los primeros días de febrero, fui a verla a Angélica, que estaba en cama. Hubo un cambio de actitud en mi interior; me dije: “No me va a pasar con Angélica lo que me pasó con Victoria”. No era –entendámonos– cumplir con un trámite, como quien extiende un pasaporte, sino acompañar existencialmente a quien está en el trance de morir. Sabiendo que Angélica estaba enferma, partí llevando el Santísimo en el bolsillo de la camisa, envuelto en algo que sigo usando todavía, un regalo de las sorelle del Eremo de Campello, tejido y bordado por ellas, para llevar el Viático. Angélica estaba en su cuarto, en la cama. Nos abrazamos, los dos estábamos muy conmovidos; ella lloraba y yo también. “Te das cuenta, Eugenio –me decía–, toda una vida juntas, toda una vida juntas.” En ese mismo momento, le dije: “Angélica, no tengo palabras de consuelo, no puedo decirte nada, sino acompañarte. Y te he traído a quien puede consolarte”. Me miró, interrogativa. “Tengo aquí el Santísimo –le dije–; si querés te puedo dar la comunión”. Y me contestó: “Hace tanto tiempo… ¿te parece que puedo?”. “Sí que podés”, le dije. Se confesó brevemente, pero muy consciente de lo que hacía. Y comulgó.
Mientras recordaba todo esto, al volver hacia atrás, diré que tuve una especie de convencimiento de que Victoria había intervenido de alguna forma, había allanado el camino. Son cosas un poco inefables, pero que tienen una certeza profunda.
Desde entonces empecé a ir periódicamente a casa de Angélica, para darle la comunión. Ella ya no salía de su cuarto; pasaba los días en cama o sentada en un sofá. Sobre la cama tenía un Espíritu Santo, muy lindo; imagino que lo habrá heredado. Me acuerdo que de pronto se dormía, después de haber comulgado, y yo me quedaba sentado a su lado. Cuando se despertaba, decía: “Qué falta de respeto”. “No, al contrario –le decía yo–. Quiere decir que estás pacificada”. Ella ponía caras. Una vez me preguntó si podía decir el Padre Nuestro en francés, porque se lo acordaba entero, y en castellano no lo sabía…
En 1979 yo ya estaba en el seminario de Devoto y aprovechaba algunos domingos para visitar a Angélica. Los domingos a la mañana iba a ayudar a la Inmaculada de Belgrano. Partía a eso de las ocho de la mañana de Devoto, y tomaba un taxi en José Cubas; el trayecto era en línea recta por esa calle, donde está el Seminario, que es la continuación de Echeverría. Me llevaba el Santísimo desde la parroquia. Algunas veces, terminadas mis tareas en la Inmaculada, almorzaba en casa de los Patrón Costas. Después el Negro solía llevarme a casa de Angélica. Me acuerdo que la primera vez me despedí de él y subí al departamento de Angélica. Cuando volví a salir, cerca de una hora después, el Negro estaba esperándome en el coche, para llevarme al seminario de Devoto. Un señorazo.
Angélica también murió cuando yo estaba en el sur. Pero ese último año (1979) la vi con frecuencia, y hablábamos mucho por teléfono. Me hacía poner alguna música en el “fonógrafo”, como decía ella. Siempre era muy esencial en todo. Cuando volví a Buenos Aires, a escasos meses de su muerte, celebré una misa por ella en el Mater Admirabilis, en la calle Arroyo. En ese entonces allí estaban las monjitas franciscanas misioneras, que eran amigas mías; un tiempo después se retiraron y se convirtió en parroquia. A mí siempre me había gustado ese lugar, porque las monjitas tenían adoración del Santísimo durante el día. La calle Arroyo era tranquila, silenciosa. Uno entraba en ese sitio y encontraba unas monjas con pelos largos, rezando.
Allí celebré la misa, a la que fueron Silvina Ocampo y Adolfito Bioy. Silvina estuvo durante toda la misa en el segundo o en el tercer banco, reclinada como de costado; no se sentó ni se arrodilló nunca. Y con el pelo suelto, como lo usaba ella. Parecía una especie de tótem en exhibición. Cuando terminó la misa, se acercó a mí y me dijo: “Aquí tengo una cosa para vos”. Era un paquete en papel de diario, pero ni siquiera estaba doblado, sino apenas envuelto, hecho un bollo. Aparté el papel: era la imagen de Santa Clara. “La tenía Angélica”, agregó Silvina. Después fuimos caminando por la calle Suipacha, donde Adolfito tenía estacionado el coche. Silvina y yo íbamos más atrás; mientras caminaba, se acordaba de Angélica, de lo poco que la había visto al final y de la culpa que sentía por eso… En una de las veredas había escombros y montículos de tierra porque estaban haciendo alguna reparación. Silvina, que seguía quejándose de sí misma, de pronto me dijo: “Ay, parecemos alpinistas”. Creo que esa noche fui a comer a casa de ellos.
A partir de entonces empecé a ver a Silvina con cierta regularidad; además, a veces almorzábamos juntos los domingos en casa de los Patrón Costas. También hablábamos mucho por teléfono. Cuando ella empezó a enfermarse –yo seguía en Devoto–, me dije a mí mismo: “Con Silvina no me va a pasar esa ausencia; voy a hacer algo parecido a lo que hice con Angélica”. Quería que tuviesen la cercanía del consuelo a través del Sacramento, que tomaran la comunión. Pero ya costaba más llegar a Silvina. Una de las últimas última veces que la visité, en el final de la conversación estuvo presente Adolfito, algo que nunca hacía. Es como si la viera, de pie junto a su escritorio, diciéndome: “Me encargaron un libro sobre ángeles… ¡Son tan frágiles!”. “Ay Silvina –le decía yo–, te va a salir espléndido, no te preocupes”. No sé si era un proyecto real, quizá tenía que ver con su libro Breve santoral. Y Adolfito estaba allí, poniendo cara de circunstancia, sin intervenir en la conversación, pero ejerciendo, de algún modo, cierta vigilancia. Después alguien me dijo que él no quería curas en su casa, porque cuando su madre estaba enferma llamaron a uno y ella murió unos días después. Entonces supe de dónde venían esas supersticiones… (También me acordaba de las cosas que me contaba Mimí en la época en que Adolfito estuvo enfermo: Silvina le prendía medallitas de Santa Rita en la almohada, y le pedía a Mimí que se las consiguiese).
Un día me largué a ver a Silvina, sin anunciar antes mi visita. Me abrió la puerta una de las mujeres que había en la casa; me dijo que esperara a Silvina en el living. Y al rato apareció Silvina, caminando muy lentamente. Se sentó a mi lado. Debo decir que tenía momentos de lucidez y momentos en que se perdía. En uno de los momentos de lucidez, le dije: “¿No querés comulgar?”. Y ella me respondió: “¿Cómo se hace?”. “Por de pronto –le dije–, hay que pedirle perdón al Señor por las cosas que uno hizo y que no estaban de acuerdo con lo que él esperaba de nosotros”. Se quedó pensando un rato y después hizo una confesión, a su estilo. Le di la comunión ahí mismo, sentados los dos. Después estuvo quieta y callada durante unos minutos; de pronto, se irguió y se persignó lentamente, dos veces. Fue, creo, una manifestación de fe. Ya no volví a verla.
Le conté todo esto a Mimí, que se puso muy feliz, porque era algo que la preocupaba. Creo que tampoco Mimí la vio mucho. Además, Mimí era claustrofóbica y no quería subir en el ascensor del edificio de la calle Posadas porque era muy cerrado, al igual que el ascensor de servicio. Mimí iba a lo de Angélica porque el ascensor de servicio era de puertas enrejadas. Cuando quería ver a Silvina, Mimí estacionaba en la puerta de la calle Posadas, Silvina bajaba y las dos conversaban adentro del coche…
También quise ver a Adolfito al final. Pero no hubo caso. Cuando llamaba me decían que no estaba, constantemente. Se lo conté al doctor Florín, que era el médico de Bioy, y se enojó muchísimo. Me dijo que era culpa de alguien cuyo nombre no recuerdo. Y también me dijo que iba a arreglarlo, pero no lo consiguió, porque nunca pude llegar hasta Adolfito. En realidad, la última vez que lo vi fue en la Casa Rosada, cuando lo hicieron “argentino emérito”, un disparate que inventó Pacho O’Donnell durante el gobierno de Menem. Me causaba gracia porque emérito es alguien que se ha jubilado, y declarar a un escritor emérito significa decir que ya no escribe más. Y creo que Adolfito escribió hasta el final. Me acuerdo que nos encontramos en la puerta de la calle Balcarce con Odile Baron Supervielle y entramos juntos; había gente conocida, pero el ambiente era raro. Menem, que no debió de leerlo nunca, le decía “Don Bioy”. Era todo muy cómico.
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