Los meses del año –la vida– pasan raudos, y nuevamente me encuentro sentada, de las nueve de la mañana a medianoche en una sala oscura, durante diez días de ensueño en febrero, en el magnífico Berlinale Palast, sito en la vibrante Postdamer Platz de Berlin Mitte, el corazón de la ciudad. “Movie magic” dicen los norteamericanos –los nativos que me rodean el resto del año en Los Ángeles, la meca del cine, otro nombre evocador y mágico–. Sucumbo una vez al año, desde 1985, al embrujo –maleficio benéfico– que causa esta dosis súper concentrada de cine, una suerte de mil y una noches deslumbrantes que sustraen del trajín cotidiano. El festival es una telaraña de historias, realistas, surrealistas, hiperrealistas, en celuloide, formato digital, hechas con iPhones y computadoras, que me transforman en un clon del protagonista de La tía Julia y el escribidor, hilvanador de ficciones para radio que termina con los cables cómicamente cruzados.
La competencia oficial resultó muy sólida, no sólo por la oferta variada sino por el calibre de las películas escogidas, que los premios realzaron. Por primera vez en años, mis preferencias coincidieron con los premios del jurado presidido por Meryl Streep, la cual con mucha finura declaró que se volvía a su casa con un arsenal de excelentes películas para comentar, y que probablemente no encontrarían distribución en los Estados Unidos.
Sería un placer que gracias a las nuevas formas de distribución electrónica, streaming y downloading, tanto legales como violadoras de los derechos de autor, el espectador gozara de acceso a los largometrajes premiados. El cinéfilo del siglo XXI tiene ventajas que eran impensables cuarenta años atrás en Buenos Aires, antes de que se inventaran los videos y DVDs, cuando los cines especializados, la televisión y la labor heroica de cinematecas y embajadas eran la única manera de adquirir una cultura cinematográfica. O tempora…
El Oso de Oro recayó –cosa inusual– en un documental italiano que había dividido a la crítica, Fuocoammare (Fuego en el mar), por la manera de abordar el complejo tema de las migraciones de africanos y del Medio Oriente a Europa, a través de la isla siciliana de Lampedusa. El director Gianfranco Rosi se mudó a la isla para retratar la vida cotidiana de la gente (el primer carril de la historia) y las oleadas de refugiados que desembarcan en esta isla minúscula después de odiseas trágicas (la segunda historia). Detrás de una cámara que se limita a registrar, sin comentario editorial, y sin conectar ambos hilos narrativos, el documental construye un alegato poderoso y humanista contra la indiferencia al sufrimiento de la gente en la periferia. Fuocoammare toma la posta del neorrealismo italiano, una mirada moral sobre el mundo como decía Roberto Rossellini, para hablar de una situación social y económica. A muchos colegas les pareció que la doble estructura narrativa condena a los lampedusinos, y por ende a Italia y a Europa, por su indiferencia. Lo percibí, en cambio, como un llamado a la acción, simbólicamente visualizado en el parche que un chico de 12 años, un Tom Sawyer que mataperrea por la isla, tiene que usar en el ojo sano para que el otro, ‘perezoso’, se agudice. El monólogo a cámara del médico que lo atiende, encargado también de recibir a los inmigrantes, provee lúcidamente el marco moral y dramático a la película. Muchos cuestionaron la ‘obscenidad’ (en su doble sentido etimológico y moral de mostrar en el escenario algo que no corresponde) de los primeros planos de gente que agónicamente muere en cámara, o grita desesperada su dolor físico y espiritual. A otros les perturbó el preciosismo de los planos secuencias, cuidadosamente encuadrados en las escenas cotidianas de Lampedusa, reviviendo el debate no resuelto entre arte y moral cuando se trata de captar los pozos negros de la experiencia humana. Fuocoammare recibió también el Premio del Jurado Ecuménico, que lo describió como un filme “que da a conocer una nueva perspectiva de esta catástrofe, un largometraje que rechaza el estatus quo”. Uno recuerda que el papa Francisco celebró misa en Lampedusa, durante su primera visita oficial fuera del Vaticano en julio de 2013, para «agudizar» precisamente los ojos de la misericordia.
Si el cine sirve para mirar desde el arte el terreno de lo político, Muerte en Sarajevo, una coproducción entre Bosnia y Francia, lo hace propinando un cross a la mandíbula del espectador, con mucho para masticar sobre la historia europea desde 1914 y las posibilidades estéticas del cine. La escribió y dirigió el realizador bosnio Danis Tanóvic, tomando como punto de partida la pieza teatral Muerte en Europa, del filosofo francés Bernard-Henri Lévy, una figura mediática de gran interés. La obra es el monólogo que ensaya un actor francés en Sarajevo conmemorando el centenario del asesinato del heredero del Imperio Austro-húngaro en esa ciudad, factor desencadenante de la Primera Guerra Mundial, y sus consecuencias para la civilización europea. A esta premisa le agrega el director-guionista una serie de episodios, públicos y privados, centrados en un hotel de la ciudad, que van recreando los hechos e interpretaciones de ese pivote político con que empieza –se argumenta– la historia europea del siglo XX. La propuesta del filme es que los Balcanes en 1914 son una sinécdoque –la parte por el todo– de la Europa cansada, vital e intelectualmente, del siglo XXI. En un manejo aplomado de la estructura narrativa, la duración de los hechos coincide con los noventa minutos del largometraje. El espacio está confinado al hotel –un laberinto de corredores, salones, oficinas y una terraza– que canaliza, a través del rodaje de un noticiero, la propuesta metahistórica del director. Estos límites ajustados de tiempo y lugar al servicio de una concepción aristotélica de la acción, le dan gran fuerza dramática al doble clímax de la película: el de los hechos que ocurren y el de los que se simbolizan. El asesinato del título termina siendo una doble alusión y desemboca en un final abierto. El uso de planos secuencias cámara al hombro –el nuevo estilo del cine de arte, con Birdman a la cabeza– es otro de los logros cinematográficos de esta coproducción. La cámara, nerviosa, siempre en movimiento, refleja las múltiples perspectivas y las desorientaciones con que los personajes intentan comprender lo que ocurre. Muerte en Sarajevo recibió el Oso de Plata, gran premio especial de jurado.
Me gustaría, finalmente, comentar dos películas que radiografían la esfera privada de mujeres europeas, reflejando un estado cosas revelador para un católico curioso (¿qué diría, pienso, el Papa, en juventud aficionado al cine, de estos meticulosos retratos femeninos dirigidos por directoras jóvenes?). Se trata de la sugestivamente titulada L’avenir (El futuro), producción francesa de Marion Hansel-Love, y 24 semanas de la alemana Anne Zohra Berrached.
Isabelle Huppert es una profesora de Filosofía en un liceo prestigioso de París. El futuro del título parece asegurado: profesión, matrimonio, familia y discípulos. En el transcurso de unas pocas semanas, la trama se deshace y «lo que vendrá» es ahora una cotidianidad solitaria, vivida estoicamente por una intelectual, educada católica que hace tiempo perdió la fe. El rayito de esperanza –en un cauteloso final abierto, con toque de Chéjov– es la puerta que se le abre con la llegada de un nieto. L’avenir propone una reflexión femenina sobre una etapa de la vida, con personajes y situaciones reconocibles, aunque el público no viva en París ni pase el verano en Normandía. Como tantas películas francesas intimistas y universales (Jean Renoir, siempre presente), L’avenir invita a la conversación.
Por su parte, 24 semanas utiliza técnicas del lenguaje televisivo para explorar el caso de una mujer embarazada, con un bebé con síndrome de Down, para extrapolarlo a la esfera pública (en los Estados Unidos se hablaría del movie of the week, abordando un tema de actualidad).Con suspenso y apoyándose en buenas actuaciones, el largometraje dramatiza los pro y los contra de llevar a término ese embarazo, y los riesgos de un aborto a las veinticuatro semanas de gestación. Pero, gradualmente, la balanza se inclina hacia la destrucción del inocente, con argumentos puramente emocionales, donde la conversación entre la madre y el padre sobre la moralidad del acto brilla por su ausencia (al no estar casados, éste no tiene autoridad, voz o voto, y su resistencia inicial termina convertida en llanto). Lo que sorprende en 24 semanas es la decisión de la directora de mostrar el procedimiento quirúrgico en todo su horror (inyección letal, fórceps, extracción del cuerpito sin vida), y de aludir sinceramente a sus dolorosas consecuencias en la última escena, otra instancia de final abierto.
Lo tendencioso de esta película “compasiva” quedó en evidencia al llevar un grupo de chicos Down a la proyección oficial del filme. Estando en Berlín, no pude dejar de pensar en experimentos médicos del pasado. El escándalo de 24 semanas es que presenta la destrucción de los más vulnerables como un favor misericordioso a los padres, primero, y a los interesados después, ya que al no servir para nada, no merecen su lugar en este mundo. Esta película insidiosa deja un sabor amargo: la emoción sustituye al razonamiento moral para justificar la destrucción de una vida inocente.
Habría muchas más películas por comentar entre las cuarenta y pico vistas en un puñado de días, pero el plazo de entrega apremia y el espacio es finito. Regresa uno a la vida cotidiana, soñando en volver pronto al calor de una sala oscura de cine…