El mundo antiguo y la teoría de Madison sobre la República como democracia representativa nos enseña sobre la estabilidad de las instituciones y el valor del auto-gobierno.
En Oceana, John Harrington definió la República como “un gobierno de leyes y no de hombres”. Al calor de la guerra de secesión y reafirmando la igualdad universal de derechos, Abraham Lincoln sentenció: “La democracia es un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Estas dos afirmaciones condensan los sentidos de República y de democracia, de los que somos herederos desde la polis griega y la civitas romana.
Los antiguos griegos descubrieron las instituciones políticas libres, pero sabían muy bien que una democracia sin la restricción de la ley conduciría a la sedición y el desorden. Ellos practicaban una democracia directa, ejercían las magistraturas por sorteo y los ciudadanos rotaban en los cargos. Aun así, los griegos consideraban signo de un régimen justo elevar instituciones al rango de control de los procesos democráticos ordinarios. La función de tal magistratura era ser “custodio de la Constitución”.
Pese a no disponer aún de la idea de la división del poder y del control recíproco, Aristóteles creyó que el gobierno mixto era el mejor régimen posible. La mediedad que pregonaba, desplazaba hacia el régimen la mesura y el balance del hombre virtuoso. Pero la politeia mixta de Aristóteles, no es una denominación política propiamente, sino social. Es decir, no alude a una distribución sabia de los poderes, sino al gobierno de las clases medias, como la estrategia óptima para eludir sediciones y levantamientos. Es decir, lo decisivo allí no es el diseño de instituciones, sino la voluntad de extender la función pública a todos los ciudadanos, con independencia de cuna y estirpe. La virtud de la mesura que recorre todo el pensamiento político y ético (en ese orden) de Aristóteles, consiste en evitar excesos (y defectos) en la vida privada y cuidarse del desmadre en la actuación pública. La desmesura en el poder, el vicio político por excelencia, se llamó hybris. La política viciosa o sea, “hybrística”, sobre la que alertaron las mentes griegas más democráticas, es la dominación de los pocos sobre los muchos. Si bien, como dice Aristóteles, es una contingencia quiénes sean los pocos y quiénes los muchos, en el 99 por ciento de los casos, la combinación es: ricos y nobles contra pobres, artesanos o campesinos.
Siendo la amenaza de sedición el mayor de los males, el pensamiento político griego ofrece una tendencia sostenida hacia la defensa de la igualdad y el elogio de la isonomía. En el marco de una cosmovisión que creía que algunos hombres “nacen oro, otros plata, otros bronce y los peores, hierro”, es decir, en un mundo en el que los humanos no nacen iguales, ni son iguales por naturaleza, la idea de isonomía es casi un milagro. Lo decisivo, empero, es la convicción de que lo que nos hace iguales es la ley. En el mismo gesto, la ley demarca las fronteras dentro de las cuales los griegos eran ciudadanos libres y define las reglas de juego de la arena política. Cuando Pericles pronunció su Oración Fúnebre, elogió la democracia de Atenas como un modelo para el mundo. El régimen de los atenienses establecía la igualdad ante la ley y aseguraba a sus ciudadanos que todos podían participar del gobierno de los asuntos públicos. Aun así, Pericles juzgó imprescindible ajustarse a ley en la actuación pública y dijo: “Somos libres y tolerantes en nuestras vidas pero en los asuntos públicos nos ceñimos a la ley”.
En el mundo clásico romano, Cicerón consignó que el poder de la acción y del cambio residía en el pueblo (potestas in populo), pero la autoridad yacía en el Senado (auctoritas in senatu). Es decir, creía que la acción política sin el coto de la ley, o sin el marco de la institución, desembocaría en la anarquía. En el contexto de la Roma República, el Senado era la institución que re-ligaba a Roma con sus leyes fundacionales. Sus integrantes eran los patres, de edad avanzada y ricos en sabiduría. Investidos de autoridad, sus sentencias eran “más que un consejo, menos que una orden”. Es decir, un consejo que ninguna persona sensata pasaría por alto. Auctoritas proviene de augere, que significa aumentar. Se trata de una investidura, cuya principal función era acrecentar, extender, interpretar esos orígenes fundacionales, y sostenerlos como piedra angular que persiste a la altura de los tiempos. La tarea del Senado romano era re-ligar, de allí que religión fue, en origen, una virtud política. Velar por la “constitucionalidad de los fallos, de las leyes, o de los resultados de los comicios”, tenía (y tiene) el sentido de ser fiel a ese origen fundacional. Así, el Senado era la institución que proveía una máxima solidez y durabilidad a la República romana.
En el siglo XVIII, los anti-federalistas rindieron tributo a la sabiduría política romana firmando sus escritos con pseudónimos como Cato, Publius o Brutus. Ciertamente, la noción de República sufrió modificaciones con el correr del tiempo, pero las notas de perdurabilidad y estabilidad permanecieron inalteradas. James Madison, cuya pluma redactó los memorables artículos 10 y 39 de El Federalista, propuso dos sentidos de República. El primero la define como gobierno representativo, en oposición a la democracia directa, a la que consideraba impracticable bajo condiciones modernas. Madison creía que los gobiernos inestables y las leyes en perpetuo cambio eran “venenos para las bendiciones de la libertad” y, en consecuencia, destacó las virtudes republicanas como sostén inexcusable de las imprudencias de la democracia. Los representantes sabios y probos, actúan como tamiz que filtra el caos de opiniones depurándolas en “public views”. Ellos –pondera Madison– “afinan y amplían la opinión pública, pasándola por el tamiz de un grupo escogido de ciudadanos, cuya prudencia puede discernir mejor el verdadero interés de su país, y cuyo patriotismo y amor a la justicia no estará dispuesto a sacrificarlo ante consideraciones parciales o de orden temporal”. Pero el artículo 10 no termina ahí. A renglón seguido, Madison advierte sobre los riesgos de la representación. Cuando se obstruyen los canales de comunicación entre pueblo y representantes, es inevitable que se forme una casta oligárquica que gobierna desvinculada de las fuentes que legitiman el ejercicio de su poder. En tal circunstancia, continua Madison: “[Hombres] con prejuicios locales o designios siniestros, pueden empezar por obtener los votos del pueblo por medio de intrigas, de la corrupción o por otros medios, para traicionar después sus intereses”. Con estas palabras, Madison balancea la República, desplazando el énfasis desde la estabilidad de las instituciones, hacia la única fuente de legitimidad y de control: el pueblo. En el 39, procede a consignar tanto la fuente de su legitimidad como las restricciones que deben observar los funcionarios públicos. En sus palabras, la República es el régimen “que deriva todos sus poderes directa o indirectamente de la gran masa del pueblo y que se administra por personas […] durante un período limitado o mientras observen buena conducta”.
Nosotros somos tributarios de esas intuiciones del mundo clásico. A esa tradición recurrieron, también, las mentes políticas del siglo XVIII cuando redactaron sus Constituciones y diseñaron sus instituciones. Del legado griego, tomaron sus convicciones sobre la igualdad y el auto-gobierno, es decir, la horizontalidad democrática. De la herencia romana, aprendieron el valor del Senado, una institución que custodia la estabilidad del marco en el que se desarrolla la vida política, es decir, la verticalidad institucional. La función imprescindible del Senado romano pasó al mundo moderno bajo distintas denominaciones. Pese a sus diferencias de origen, naturaleza y alcance, tanto los tribunales constitucionales, como el proceso de revisión judicial, o la Corte Suprema de Justicia (y en un contexto más amplio, las Cortes Internacionales de Justicia) operan como restricción y límite a las decisiones mayoritarias, pretendidamente soberanas. Si entendemos la democracia como gobierno de la mayoría y a la República como gobierno de leyes (y no de hombres), entonces las instituciones antedichas, enaltecidas en todos los tiempos, son clave tanto para resguardar la igualdad democrática, como para custodiar la perdurabilidad de la República.
El meollo de la noción de auctoritas romana es que se trata de una institución de otro orden y operativa en otro registro, pues no está a la par de los órganos de poder (pero que aun así, no es indemne al poder). Es decir, no tiene poder, sino autoridad. La praxis política, con todas las posibilidades de cambio e innovación que trae aparejada, es prerrogativa de los ciudadanos. Al senado en Roma, en cambio, no le competía oponer poder contra poder, menos aún fuerza o violencia contra poder. Es decir, en origen su actuación no estaba en el orden de la praxis mancomunada, sino bajo la égida del consejo, la admonición, la recomendación o la exhortación. Se trataba de un consejo emitido por una voz de máxima calificación, mas sin el poder inherente a la praxis (dynamis, en griego, le pouvoir, o die Macht, los tres vocablos denotan la capacidad o la potencia de). Si trasladamos esta dinámica a experiencias contemporáneas, el juego recíproco entre poder y autoridad aparece cuando la Corte Suprema de Justicia emite un dictum inapelable sobre la constitucionalidad de una ley o de un fallo; zanja la cuestión apelando e interpretando la Ley Fundamental. Su actuación está por encima de las prácticas democráticas ordinarias de los órganos de poder y es signo de una República ordenada que los poderes acaten su veredicto. Pero el ejemplo podría ser inverso: cuando emite una sentencia que la opinión pública rechaza masivamente, tal sentencia no adquiere fuerza de ley. Es la misma ciudadanía la que, resistiendo una decisión del máximo tribunal, impide el enforcement o, mejor dicho, hace que tal enforcement sea estéril. Además, esa reluctancia generalizada podría estar indicando algún aspecto obsoleto de la legislación y, en consecuencia, la reclamación del cambio.
El ejemplo del mundo antiguo y la teorización de James Madison sobre la República como democracia representativa tienen aún mucho que enseñarnos tanto sobre la estabilidad de las instituciones, como del valor del auto-gobierno. En primer lugar, estos dos paradigmas, advierten sobre la temeridad de la praxis sin los limitantes institucionales y destacan la función inexcusable de una magistratura, que opera allende la interacción de los órganos de poder. Segundo, indican dos nociones clave del juego político –poder y autoridad- cuyas sedes son diferenciadas e irreductibles, y cuyos agentes inciden en la arena política con prerrogativas propias. Por un lado, el poder de la acción popular, por otro, la autoridad del consejo y la exhortación. Tercero, destacan la actuación inexcusable de los ciudadanos de a pie para controlar a sus representantes y evitar que se extralimiten en sus funciones. Esta es la gran contribución de Madison. Conceptualizó a República como democracia representativa e intuyó la naturaleza del poder como una entidad que tiende al exceso y la desmesura.Cuarto, cierto es que algunas de las funciones esenciales del antiguo Senado antiguo pasaron a los tribunales constitucionales, o a la Corte Suprema. Pese a tratarse de cuerpos máximamente calificados para sopesar la constitucionalidad de leyes y fallos, su prerrogativa no es el acción, sino la admonición. De allí que, en última instancia, su virtud y eficacia dependen de la consonancia de sus juicios con la opinión pública.
¿Qué mejor manera de calibrar la solidez de nuestras instituciones y el valor de nuestras prácticas democráticas que mirándonos en el espejo de estas valiosas enseñanzas? La historia argentina reciente ofrece un sinnúmero de asuntos analizables a la luz de estas ideas. Recordemos el desconocimiento repetido de la fuerza legal de las sentencias del máximo tribunal por parte del Ejecutivo, vulnerando así el principio elemental de la separación de poderes. Al respecto, el caso de la flagrante arbitrariedad en el reparto de la pauta oficial, que persistió pese a numerosas decisiones judiciales contrarias. Merece pensarse también si acaso la dificultad en activar el régimen de juicio político se debe a un error de diseño institucional o, directamente, a la mala fe. Si al Consejo de la Magistratura le compete velar por la probidad de los funcionarios y actuar en consecuencia, ¿qué puede esperarse de un Consejo dominado por el poder político? Si quien ejerce el poder termina usando el Consejo de la Magistratura para disciplinar o premiar jueces, entonces no es error de diseño, sino mala fe. Para ir directamente al punto: ¿Cuántas veces se salvó el juez Norberto Oyarbide a cambio de sobreseer a Cristina Fernández de Kirchner en su declaración jurada a la Afip? Por último, destacamos la función del Poder Judicial como un recurso imprescindible y confiable para el ciudadano desamparado, que a título personal nada puede hacer para embestir el atropello y la discrecionalidad del poder hybrístico, sobre el que alertaron los griegos. Los reclamos masivos (y auto-convocados) en las calles podrán ser una demostración evidente de poder y de los límites de la representación, sobre los que previno Madison. Pero ese poder que se genera con el puro número de los congregados, se diluye tan pronto como regresan a sus cuatro paredes. Sólo un gobernante que se sabe primus inter pares, que custodia y ejerce los poderes que le fueron entregados circunstancialmente, es capaz de tomar nota de esa manifestación de poder y actuar en consecuencia.
La autora es filósofa.
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Join discussionEstimada Sra Elisa Goyenechea,
Hay un dicho que dice: “En la lucha por el garbanzo, ¡no me vengas con filosofía¡”
Cuando se tiene interés en algo, se busca satisfacerlo de algún modo. El medio puede ser lícito o no, constructivo o no, elegante o no, filosófico o no.
Usted hace filosofía interesante y elegante, ciertamente. Y yo diría incluso, filosofía muy útil. Aunque, en sus conclusiones me lanza sin previo aviso, desde las alturas de la mas excelsa filosofía republicana y democrática al barro partidista y “antikirchnerista”.
Señora Goyenechea, la filosofía política que Usted expone sirve para darse cuenta que nosotros, todos los argentinos, vivimos de acuerdo a un pacto, como por ejemplo el que se adquiere en un Estado con relación a sus derechos y deberes y los de sus ciudadanos. Esto es lo importante y lo interesante de la primera mitad de su escrito.
Creo que no es pertinente aclarar que vivimos tiempos en que la verdad y la mentira cotizan en bolsa. Una mentirita, un engaño, puede incrementar patrimonio. Y a veces, hasta se hacen operaciones “a crédito”, donde ocultar la verdad es negocio. Pero Usted lo hace, Sra Goyenechea, al hacerlo hace añico su filosofía. Queda expuesta a la sociedad cual comensal de almuerzo mediático, o de “periodista verdad” de programas televisivos de «opinión».
Es muy triste y lamentable observar, cada vez más frecuentemente, que el ser (ej:ser filósofa), se diluye en el parecer (ej: antikirchnerista).
¿Serán los intereses no más?
Estimado lector,
La distancia entre ser y aparecer que usted menciona es un tema clave de la filosofía antigua, al menos desde Parménides y Demócrito. Platón capitalizó esa valiosa distinción y la trasladó a sus consideraciones políticas. En ella se asienta su distinción entre los que ven, saben, y ordenan, y los que no tienen ojos para ver, y les compete obedecer. En Aristóteles el binomio ser/aparecer tiene sus matices, ya que sobre las cosas “opinables” que “pueden ser de otra manera”, lo mejor es indagar la opinión de la gente. En todo caso, ambos filósofos antiguos escribieron su ideas políticas en contrapunto con las circunstancias de su patria natal, o de toda la Hélade. Recurrieron a ejemplos, juzgaron, valoraron y sometieron a crítica a bárbaros, cartagineses, lacedemonios, a los Treinta Tiranos, a la democracia de Pericles y a los tribunales de justicia. No se privaron de mirar y apreciar la realidad política de su tiempo y la pretérita a través del prisma de su filosofía. Hasta ahora, hasta donde sé, nadie los acusó de organizar «almuerzos mediáticos», ni de ser “periodistas de verdad”. Ciertamente la filosofía no sirve para nada, pero -convengamos- tiene su efectos co-laterales. Filosofía es inquirir por amor a la investigación y a la interrogación, y es teorizar por amor a la teoría. No persigue más que eso. Si busca expresamente dirigir la acción, es decir cuando se pone «normativa» y establece una pedagogía de la praxis, deja de ser filosofía. Pasa a ser otra cosa, muy valiosa seguramente, pero no es filosofía.
Pero esto es sólo un aspecto del asunto. Nada hay más ruinoso para la filosofía que encerrarse en la logicidad del sistema, en la concatenación impoluta de la argumentación «consistente», y en la repetición estéril de ideas pretéritas. La filosofía no es «redacción elegante», es un evento vivo, fecundo y riesgoso. Busca pensar y volver a pensar los grandes temas, interpelados por las circunstancias y las provocaciones que ofrece nuestro presente. Nunca a llega a resultados conclusivos, de allí el riesgo que conlleva.
Por último, la dupla ser/aparecer, la brecha entre lo que es (eterno, inmutable, normativo..) y aquello que aparece, que se muestra y que está a la vista de todos, dejó de ser un dogma filosófico desde Nietzsche. Desde entonces, ha dado lugar a importantes teorizaciones, que no es sabio despachar alegremente con el consabido rótulo de «relativistas».
El asunto puede verse, inclusive, desde otro ángulo. Más que en ningún otro ámbito, en la actuación pública en general, y en política, en particular, la distinción entre lo que es y lo que aparece (clave en filosofía) no sirve de mucho. En política, lo que cuenta es lo que está a la vista de todos, o sea, lo público, o sea, lo que aparece. En política, lo que es, es lo que aparece a la luz de lo público. En consecuencia, lo que no es digno de apariencia pública, lo mantenemos en privado. Ser y aparecer deben coincidir en este estrecho ámbito -la política- que no debe tener pretensiones totalizantes ni extenderse a todos los espacios de la existencia humana.
De allí el viejo adagio «vicios privados, virtudes públicas», imprescindible en la vida pública. A riesgo de ser tildada de anti-k, lo invito a pensar -estimado lector- en la relevancia política de este lema con el ejemplo del ex juez Oxarbide fotografiado en Spartacus en el año 1998. La vida privada y los gustos del ex juez (o de cualquier otro funcionario) no debe ser de nuestra incumbencia, o sea, deben mantenerse en privado, y no exponerse a la luz pública.
Insisto, en política, lo que es, es lo que está a la vista de todos, lo que aparece es lo público. El resto, lo retenemos en lo privado.
¿Sobre España y Latinoamerica?.no dice nada,baje al hoy y aqui,a la realidad latinoamericana.
Estimada Señora Goyenechea y amigos lectores,
Primero, le agradezco a Usted su deferencia por responder a los comentarios.
Cuando el tema es la política, confieso que me es difícil analizar la realidad y educarme en un pensamiento crítico, con criterio democrático y liberal. Esto me ocurre, un poco por mis propias limitaciones, pero además porque es difícil la verdad. Es difícil la verdad, y la justicia, y la libertad, todas juntas. Porque me es muy difícil saber las verdaderas opiniones y lo pensamientos de los funcionarios públicos en general y de los políticos en particular.
No obstante, es mi deber como ciudadano democrático y liberal, adquirir consciencia de la realidad como condición previa a cualquier acción ciudadana.
¿Cómo hacer frente a esta responsabilidad?
Ciertamente, un camino es la filosofía. La filosofía que Mario Bunge no la califica como ciencia sino como una indecencia, porque pone a las cosas y a los hombres al desnudo. Lo que son, y nada más. La filosofía que necesito es la verdad , la terrible y desolada verdad de las cosas.
Ahora, no creo que se deba poner nombre y apellido a la sodomía, o a la coima, o la evasión impositiva, o a la “offshorización” de capitales oscuros, o a la misma mentira.
Eso no es filosofía, es pura politiquería.
Ésta práctica es tan generalizada que la mismísima democracia ha derivado a una «kakistocrasia», donde todos son corruptos y/o incapaces.
La verdad, la justicia y la libertad, todas juntas se alejan cada vez más de nuestro alcance. Las instituciones, los filósofos y la sociedad misma, se ven incapaces de reaccionar. Lo cual, me temo que será de lamentar muy próximamente.
Creo que para enriquecer nuestra comprensión de cómo se vive la democracia en la actualidad debemos tomar en cuenta que – como digo en uno de los párrafos de la Conclusión de mi artículo «Un nuevo paradigma de ‘democracia’, una significativa consecuencia de la globalización» (Unidad Sociológica, Año II, N° 6, febrero-mayo 2016, Bs. As.): «puede decirse (. . .) que el nuevo paradigma de ‘democracia’ que ha establecido la ‘globalización’ como una de sus consecuencias más significativas implica por lo menos dos tipos de imposiciones (. . .) La primera de ellas es la de la forma sobre la sustancia. La segunda, la de la economía sobre la política» (págs. 56-57).
Estimado Rocha Gutierrez y amigos:
La forma se impone sobre la sustancia, ciertamente.
Se pretende hacer de la opinión pública un “poder judicial”, sin deseos de enterarse por vías de un debido proceso; da pena ver a los argentinos juzgar y prejuzgar. Es bueno para alguien, que la justicia republicana no importe nada.
Es importante envenenar a la opinión pública falsificando las cosas, deformando una realidad que es adversa. Lo que se impone no es la formación sino la deformación de la realidad. Y ciertamente se logra que los ciudadanos adopten, dócilmente, deformaciones de pensamiento erigidas e inducidas por la propaganda política y comercial.
No es lícito que los gobiernos mientan. No es lícito que los medios de comunicación mientan, o repitan las mentiras de otros como si fueran “noticia”.
SALUDOS DESDE VENEZUELA
FAVOR, ENVIAR SUS ARTICULO A MI CORREO, GRACIAS.
JOSE AMESTY TEOLOGO