Noticias que llegan del festival de cine de Berlín

Los meses (los años… la vida…) pasan veloces y otra vez más me encuentro escribiendo sobre el festival de cine de Berlín, en su edición 67. La primera vez que aterricé en el Berlín de la Guerra Fría –un poco más deshelada entonces que la ciudad del espía de Le Carré en los años sesenta– fue en 1985, gracias al empuje generoso de Manuel Antín, entonces director del Instituto Nacional de Cine, que me incluyó en la delegación oficial y me entusiasmó a pedir una acreditación como periodista al año siguiente. Excepto por el nacimiento de mi hija y un par de percances inmigratorios vinculados a mi permiso de residencia en los Estados Unidos, donde vivo desde 1987, no he faltado a esta cita fantástica con lo mejor del cine en el invierno berlinés. Vivo de ese capital todo el año, convertida en una irritante Scheherazade que saca películas de la galera para explicar la vida –como si ésta fuera una mera ilustración de lo que ocurre en el cine, una realidad más “real” que el suceder cotidiano. Reemplazando libros por cine, cuadra, simplificada, la confesión de Borges: “Siempre pensé que el paraíso sería una biblioteca”.

Una de las delicias del Festival es ver las películas en competencia por los Osos de Oro y Plata sin saber nada de ellas cuando se apaga la luz de la sala de cine y empieza la proyección. Me entrego ilusionada al servicio de una seducción, soy una tábula rasa dispuesta a absorber temas y propuestas estéticas. Esta vez fueron dieciocho títulos, una muestra representativa de estilos y géneros, directores consagrados y noveles que ensanchan la mirada crítica.

El Oso de Oro al mejor filme recayó en el largometraje húngaro On Body and Soul (Sobre el cuerpo y el alma), de la reconocida Ildikó Enyedi, que brindó en esta comedia dramática ambientada en un frigorífico, la pintura delicada de un romance entre dos personajes cuyas almas están tan congeladas como las reses en las heladeras del matadero. Las rutas paralelas de sus vidas empiezan a confluir cuando comparten misteriosamente el mismo sueño, una secuencia inquietante de ciervos en el bosque con que abre la película. Hay amor por la gente sencilla, buen manejo del humor y lo absurdo, y mucha generosidad para aquilatar a un hombre mayor y una muchacha más joven, apreciados en doble dimensión de materia y espíritu. Sin decirlo explícitamente, On Body and Soul desarrolla con optimismo una manera cristiana de ver la vida. No sorprendió que recibiera también el premio del jurado ecuménico –integrado por representantes de Signis e Interfilm, organizaciones católica y protestante que se ocupan de los medios de comunicación–.
Destacaron que “la directora crea una tierna historia visual… haciéndonos preguntar cómo nos relacionamos con los demás. La película muestra de qué manera podemos sobreponernos a nuestra naturaleza incompleta y conectarnos con el prójimo”.

El importante premio Alfred Bauer –en homenaje al fundador del festival en 1950– recayó en otra realizadora europea, Agnieszka Holland, de larga trayectoria en su Polonia natal, y también en los Estados Unidos durante los últimos años, dirigiendo series para cable (The Wire, Treme, House of Cards). Adaptación de una novela polaca contemporánea con sesgo político, el thriller Pokot conversa con Hitchcock para contar el enfrentamiento entre una ingeniera jubilada que vive en un bosque, en sintonía con la naturaleza, y las fuerzas vivas de su pueblo que abusan del medioambiente, amparadas en tradiciones ancestrales de caza. Si no fuera por la pericia de Holland, coautora del guión, la película sería un manifiesto ecológico sin sutileza. En cambio, proponiendo el tema del respeto al medio ambiente con inteligencia y una vuelta de tuerca sensacional, la película se alinea, quizás no por casualidad, con el llamado de Laudato si a cuidar la creación.

El finlandés Aki Kaurismäki, consagrado internacionalmente desde los años noventa por sus comedias mínimas de humor cáustico, se llevó el Oso de Plata al mejor director por The Other Side of Hope (El otro lado de la esperanza). Sus observaciones sobre las dificultades insuperables de los emigrados del Medio Oriente en un país de lengua y costumbres extrañas reflejan, sin duda, un estado de cosas en Europa, y se la recibió con mucha simpatía por parte de la crítica y el público. Kaurismaki reviste la tragedia de un joven sirio que llega con lo puesto y que busca quedarse en Helsinki después de que le negaran asilo político (la descripción del proceso es para reír y llorar), con ribetes tragicómicos, que acentúan la humanidad que corre por debajo de la trama. En Le Havre (2011) había ya ensayado la fórmula con buenos resultados.

Los premios a la actuación recayeron sobre una película coreana –la actriz KimMinhee en On the Beach at Night Alone (Sola en la playa de noche)– y una alemana –Georg Friedrich en Bright Nights (Noches iluminadas) –. En ambos casos se trata de filmes que potencian la conversación sobre la acción. Lo hacen con seguridad y audacia, logrando sus directores (Hog Sangsoo, conocido en el circuito de cine de autor, y Thomas Arslan) pintar mundos con una dosis de angustia existencial, en torno a personajes que buscan un sentido a sus vidas, ya se trate de una joven actriz entre Hamburgo y Seúl, o de un padre que intenta reconectarse con el hijo adolescente que no vio crecer, durante un viaje por Noruega –jugándose con el tema de la luz física y espiritual que (des)conecta al padre y al hijo–. En ambos largometrajes los finales son abiertos, con una pequeña pincelada de esperanza.

El filme chileno Una mujer fantástica, escrito y dirigido por Sebastián Lelio, se llevó el Oso de Plata al guión. Centrado en el maltrato emocional a un transexual cuya pareja muere intempestivamente, la película aboga por la aceptación del transexual como una manifestación “normal” de la sexualidad humana, enraizada no en la biología sino en una elección personal. No sorprende que los malos de la película sean los miembros de la familia tradicional de clase alta, que son crueles y mezquinos. Como en Gloria (2013), el filme de Lelio cuya actriz premió la Berlinale, la protagonista es una mujer transgresora, en una narrativa de melodrama, planteada para desestabilizar al público.

Los dos últimos filmes premiados resultaron muy interesantes desde un punto de vista técnico. Usan sistemáticamente la cámara en mano y el primer plano para “meterse” bajo la piel de sus protagonistas y explorar problemáticas existenciales para las que no hay fronteras: Felicité, una coproducción entre el Congo, Senegal y Francia, dirigida con mucha soltura por Alain Gomis; y Ana, mon amour, filme rumano de Cálin Peter Netzer, Oso de Oro en 2013 por Madre e hijo. Félicité, una visión sin sentimentalismo ni pintoresquismo sobre las dificultades diarias de una madre en Kinshasa cuyo hijo adolescente pierde una pierna en un accidente de moto, nos sumerge en el caos de una gran capital desde la perspectiva de la clase trabajadora. Fresca y creativa, especialmente por el uso de un coro, que funciona fuera de la acción comentando a través de sus selecciones musicales lo que va desarrollando la trama, la película se llevó el Premio Especial del Jurado.

Rompecabezas narrativo, con saltos en el tiempo y el espacio, Ana, mon amour cuenta la relación (codependiente, para hablar con la terminología propuesta en el filme) entre un muchacho y una chica universitarios, siguiéndolos durante diez años, hasta la ruptura de su matrimonio. Impresionó al jurado la habilidad de la montajista Dana Bunescu para mantener los hilos de la trama sin enredarse en ningún momento. La película encuadra la pareja en un marco donde alternan el psicoanálisis y la religión. Resulta interesante ver que un sacerdote ortodoxo es quien realmente tiene la llave para comprender la disfuncionalidad de la pareja –es el único que no traumatiza a los protagonistas… ni cobra plata por su ayuda. Como en Madre e Hijo –y el cine rumano actual que recoge premios en festivales–, el largometraje radiografía la sociedad post-comunista con resultados inquietantes.

En la seccion Berlinale Especial tuve la oportunidad de ver tres películas al hilo que ilustraron vívidamente, en tres momentos históricos diferentes, el precio de la ideología comunista. Fue una experiencia perturbadora, porque visitando Berlín desde 1985, he podido ver el colapso de esa praxis, como se decía en mis años universitarios. El joven Marx, del haitiano Raoul Peck presidiendo una compleja coproducción, romantiza la amistad de Karl Marx y Friedrich Engels, a la manera de las series de televisión estilo Downton Abbey, haciendo de la escritura del Manifiesto Comunista su clímax hagiográfico (lo cual no quiere decir que la película no se vea con curiosidad; en vez del San Che de Diarios de motocicleta tenemos a Marx cambiando acunando a su hijita).
In Zeiten des Abnehmenden Lichts/ In Times of Fading Light (En épocas de luz menguante) adapta el bestseller homónimo de Eugen Ruge, publicado en 2011, basado en las experiencias de cuatro generaciones de su familia en la Alemania comunista. La estructura no lineal de la historia queda extraordinariamente condensada en el guión de Wolfgang Koolhaase en el día que el patriarca (Bruno Ganz) cumple 90 años, unas semanas antes de que se produzca el colapso inesperado del sistema. A diferencia de Good-bye, Lenin! (2003) y La vida de los otros (2006), el original literario y versión cinematográfica dirigida por Matti Geschonneck surgen de la experiencia directa de haber vivido en la República Democrática Alemana. La fiesta de cumpleaños concentra la experiencia de esos cuarenta años mostrando la dinámica y jerarquía política y social con astucia e ironía, a través de personajes, vestuarios, decorados y automóviles. Al final de la película, el patriarca vislumbra que la ideología comunista, a la que ha sacrificado su vida, es un tinglado que se derrumba.

El tinglado colapsado es el tema implícito de Últimos días en La Habana, de Miguel Pérez, unos de los directores cubanos más interesantes de los últimos treinta años. En su metáfora política de 1998, La vida es silbar, Pérez proponía al gobierno de Castro, con el lenguaje del realismo mágico, que abriera las puertas a visiones políticas alternativas. A casi veinte años de esa apelación, de la que se hizo eco la Berlinale al invitar esa película, Últimos días retoma la problemática, de manera realista, para mostrar el deterioro físico y espiritual de una comunidad de vecinos en el centro de la ciudad. Lo que los sostiene es la picaresca, el calor del trópico y el desparpajo casi insolente de la generación joven que proclama a cámara –es decir a nosotros, el público– que la cosa va a cambiar. Lo único que cambia es la geografía de uno de los protagonistas, que emigra a una Nueva Jersey con nieve, donde hace exactamente el mismo trabajo de lavaplatos. Serán los últimos días del sistema –se nos dice– pero sólo en Cuba hay gente buena y solidaria, todo lo demás es cuento que nos viene de afuera.

Como la Sheherazade de las Mil y una noches puedo seguir hilando historias pero es hora de llegar al fin… y empezar a contar los días para el próximo festival.

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