3000 años de sumisión de la mujer

La escena podría pertenecer a una novela del Marques de Sade o de algún otro autor “maldito”: dos aventureros temibles han secuestrado a una bellísima niña de apenas 10 años, con el único propósito de poseerla. Habían acordado que exclusivamente uno de ellos accedería a ella, por lo que concluyen su hazaña jugándosela a los dados. Tal vez nombrando a los personajes podamos reconocer esta historia con más facilidad. La princesa niña es Helena, el truhan que la pierde es Pirítoo y el vencedor es Teseo. Este suceso es relatado con inigualable arte por Roberto Calasso en su libro Las bodas de Cadmo y Harmonía. Para apaciguar el horror de la situación puede argumentarse que es un hecho anacrónico, que no cabe juzgarlo con una mirada actual y que además es tan sólo un mito.
El valor de los mitos radica en su capacidad de explicar los orígenes de un pueblo –la historia es la articulación científica que vino a sustituirlos– y en su fuerza normativa. Los mitos eran necesarios para entender el mundo y saber cómo moverse en él. En el caso que nos ocupa, la figura central es Teseo. El héroe fundador de Atenas. Ciudad que solemos nombrar orgullosamente como cuna de nuestra cultura occidental. Ciertamente, como mito antiguo, carece de vigencia y cuesta relacionarlo con la realidad actual, pero sin duda cuestiona nuestras raíces. Ineludiblemente toda explicación de lo que hoy somos es consecuencia de nuestros orígenes, cosa que de ninguna manera justifica una resignada orientación determinista. También nuestra formar de luchar y mejorar tiene que ver con lo que nos antecede. Son estos los motivos por los que resulta útil revisar los no menos de 30 siglos de sometimiento de la mujer en la cultura occidental.
Pero digamos, parafraseando a Calasso, ¿cómo había comenzado todo? Para intentar una respuesta habrá que ir más lejos en el tiempo. Cuando el Homo era nómade, cazador y recolector y se movía en grupos pequeños. Cuando sus herramientas eran todavía de piedra sin pulir.
Toda la corriente de la antropología moderna, con Claude Lévi-Strauss a la cabeza, descarta de plano la posibilidad de un matriarcado en aquellas lejanas épocas, pero hay opiniones autorizadas, como la del genetista Luigi Luca Cavalli-Sforza que, sin discordar, sostienen que en las primeras villas los hombres y las mujeres se relacionaban en un pie de igualdad cumpliendo diferentes roles. Los temas en común se discutían entre todos alrededor del fuego. Según Lévi-Strauss, “es asombroso que casi todas las sociedades calificadas de primitivas rechacen la idea de una votación decidida por mayoría. Para ellas, la coherencia social y el buen entendimiento en el seno del grupo resultan preferibles a cualquier innovación. De tal forma, la cuestión litigiosa se posterga tantas veces como sea necesario para alcanzar una decisión unánime”. Muchas de estas sociedades consideraban a los hijos como un bien común y la villa en su conjunto era responsable de su crianza.
Sin duda eran sociedades donde la fuerza física y la habilidad jugaban un rol sustancial para su supervivencia. Esto hacía que la preponderancia masculina se diera naturalmente, pero no implicaba descalificar a la mujer, minimizar su rol, enmudecerla o reducirla a la condición de mero objeto como sí sucedería después en la Grecia clásica. En aquellas sociedades las mujeres constituían el puente de comunicación entre familias y tribus. Las uniones matrimoniales eran exógamas y este intercambio garantizaba la paz y el respeto por los límites de los terrenos de caza o apacentamiento.
¿Cómo sucedió que esta situación casi idílica se degeneró en sociedades que practicaron –y aún subsisten hoy varias que siguen practicando– el cautiverio, el envilecimiento y la esclavitud de la mujer?
La etnógrafa Germaine Tillion explica que hasta el Neolítico la dependencia de recursos naturales escasos, el nomadismo y la necesidad de establecer un statu quo pacífico entre las diferentes poblaciones determinaron que las prácticas conyugales fueran exogámicas y monogámicas. Pero cierto día del Neolítico todo cambió. El Homo descubrió la revolución agrícola. El mundo dejó de ser escaso y hostil. Nació la ciudad y la propiedad privada –con la posesión de la tierra se da origen a la propiedad privada– y con ella la guerra. El guerrero y el labrador pasaron a ser las figuras dominantes. Los nacimientos que antes eran limitados de acuerdo al precario equilibrio de los medios existentes y las restricciones propias del nomadismo, en la abundancia pasaron a ser absolutamente necesarios, tanto para hacer la guerra como para arar los campos. La mujer, como proveedora de brazos, se transformó en un bien capital que no podía ser entregado a extraños. Nace así su reclusión en el hogar familiar y la endogamia hasta el límite del incesto, junto con el control obsesivo de la virginidad femenina. Podemos ver que las relaciones de Lot con sus hijas o de Abraham con su hermana Sara no eran tan atípicas. Estas sociedades expansionistas, racistas y guerreras prohibían firmemente el control de la natalidad. “Y es un hecho que ellos engendraron nuestra civilización” (Germaine Tillion). En este nuevo orden endógamo, tal como con la tierra, la casa y el ganado, la mujer pasó a ser sólo un objeto más dentro del patrimonio del hombre.
Junto con las carencias de la vida nómade también se marcharon de estas sociedades las viejas libertades y la igualdad. Comenzaron a trabajar de sol a sol (como bueyes – con los bueyes), a ganarse el pan con el sudor de la frente y percibir el diario trajín como un castigo divino. Con la ciudad y los cereales llegaron las murallas, la propiedad privada y las guerras. En este enorme cambio las mujeres perdieron sus derechos políticos, cívicos, sociales, familiares y personales.
El caso extremo fue el ateniense. Las sociedades minoica y micénica reconocen a las mujeres más derechos, excluyéndolas sólo del poder político. Una de las leyendas que rodean a la guerra de Troya es que Helena huye con Paris (llevándose de paso su dote – difícil saber si a Menelao lo enfureció más el rapto de su esposa o el hurto del tesoro), porque sabía que allí sería tratada más dignamente que donde, si bien era reina, estaba sometida como mujer. Homero, voz autorizada de la Grecia clásica, el único atributo que destaca en las mujeres es su belleza. En la Odisea, Telémaco, un joven apenas salido de la pubertad, hace callar a su madre, Penélope, y le ordena que se retire a sus habitaciones. Ella, por supuesto, obedece, y callada se marcha. “La mujer homérica no es sólo una persona subalterna sino también víctima de una ideología inexorablemente misógina” (Eva Cantarella). Ideología que la definía como débil, interesada, estructuralmente infiel e incapaz de sentimientos duraderos. Razón por la cual debía ser permanentemente controlada. Ni amorosa fuente de consuelo o consejo, es sólo el instrumento necesario para la reproducción y conservación del oikos.
Atenas y la ciudad griega representan la realización de un proyecto político y social que excluye a la mujer. La educación estaba totalmente diferenciada de acuerdo al sexo. Los muchachos eran educados en ciencias y artes, además del ejercicio físico. La joven griega no aprendía a leer y escribir y se la instruía exclusivamente para el rol al que estaba destinada, madre y responsable de la casa.
En caso de adulterio, sólo estaba legislado el castigo al hombre infiel, que podía ser multado, exiliado, torturado o ajusticiado por el familiar ofendido. Pero con respecto a la mujer el código nada decía. ¿Por qué este silencio? Porque la mujer era considerada una incapaz, una niña que había sido seducida. Sólo a su marido o a su padre o, en caso de que faltasen, a sus hermanos o tíos les competía castigarla como creyeran más conveniente, pero era un castigo dentro de la órbita de lo privado. En cambio, el delito del seductor era un delito público, porque había atacado y vulnerado la propiedad del marido. No se castigaba la infidelidad sino el daño patrimonial.
El jefe de familia era el propietario de todos los componentes del oikos, incluso de las vidas, por lo que la práctica del abandono (“exposición”) de los neonatos era usual; generalmente los dejaban en una bandeja en la calle cerca del hogar donde habían nacido. Las víctimas mayoritarias de la exposición (de ahí deriva el apellido Espósito) eran las neonatas. Al decir de Posidipo, “un hijo lo cría hasta el pobre, pero una hija la expone hasta el rico”. Expresión que no hace más que ratificar el hecho de que las mujeres sufrían en mayor medida esta costumbre cruel. Por este medio las familias regulaban la cantidad de hijas mujeres, ya que eran siempre una carga. Se las debía dotar para casarlas y si no se casaban había que mantenerlas. En Grecia la exposición cumplía también una función social, así se controlaba el número de mujeres de la ciudad de modo que la cantidad de solteras fuera la menor posible.
Los matrimonios consanguíneos (la forma más eficiente de proteger el patrimonio familiar) se realizaban hasta entre hermanos, no eran socialmente objetados y eran siempre arreglados por el padre de la niña desde su más temprana edad. Ellas permanecían confinadas en la parte interna de la casa, el gynaiokonitis, donde no podían ver a nadie ajeno a la familia. De hecho, no les era permitido ir al mercado ni estar presentes en los banquetes. Sólo el marido podía ejercer el derecho de repudio. Todo el “derecho” material que les era reconocido consistía en la dote que se entregaba al marido, pero inhibía sus futuros derechos sucesorios. Esta función de la dote se mantuvo casi sin cambios hasta el Bajo Medioevo. La condición de la mujer era (desde el punto de vista masculino) insatisfactoria en lo personal, inexistente en el plano social y jurídicamente regulada por una serie de normas que determinaban su inferioridad y la perpetua subordinación a un hombre (padre, marido o tutor).
Esta misoginia extrema llevó a que los únicos interlocutores válidos de los hombres fueran otros hombres, misoginia que inhibía en forma casi completa el diálogo amoroso heterosexual. No es necesariamente ésta la única causa, pero se puede especular con un grado aceptable de razonabilidad que tuvo un peso decisivo sobre la amplia difusión y aceptación de la homosexualidad masculina en la sociedad griega.
Durante el helenismo (300 a.c. a 20 a.c.) se experimentaron fuertes mejoras en lo que hace al reconocimiento de derechos y mejora social de las mujeres. En primer lugar, se incrementó la estima hacia ellas, se ampliaron las posibilidades de participación social y mejoraron sustancialmente sus capacidades jurídicas. Podían ejercer la materna potestas sobre sus hijos en caso de viudez o de no haberse desposado. Salvo algunas excepciones, la capacidad jurídica era casi completa. Con respecto a las posibilidades políticas, pudieron ejercer el poder como representantes de un soberano difunto. Nos encontramos con una mujer más libre y educada y con mayor participación, por ejemplo, en la literatura de aquel momento.
En el transcurso del periodo romano la condición femenina tuvo avances y retrasos, sin una tendencia definida. Según Eva Cantarella, “uno de los aspectos más instructivos de esta historia es el hecho que ésta muestra cómo el camino hacia la emancipación no es de ninguna manera irreversible”.
Dentro de la península, las mujeres etruscas, igual que antes la cretenses, gozaron de derechos y libertades impensables para los romanos. Tenían absoluta libertad de movimientos, cumplían un importante rol social, participaban en los banquetes y eran educadas a la par de los hombres. Su única limitación estaba referida a lo político, ya que no podían acceder a cargos públicos.
Durante la época de los reyes, en Roma sólo los hombres eran considerados sujetos de derecho. La organización familiar era sólidamente patriarcal. Las mujeres, cuando no eran “expuestas” apenas nacidas (práctica común también entre los romanos), estaban destinadas a un matrimonio arreglado desde su infancia. De esta forma pasaban de ser sometidas por su padre a serlo por su marido. Sin derechos civiles, sólo podían ejercerlos por medio de un tutor. El pater era el señor absoluto, con poder ilimitado y autónomo sobre las vidas de todos los miembros de su familia (mujer, hijos, esclavos).
Las dos faltas más graves que podía cometer una mujer eran el adulterio y beber vino. En ambos casos el precio a pagar podía ser el de su propia vida. También tenían prohibida la interrupción voluntaria del embarazo, esto se aplicaba para todas las mujeres de la casa incluso las esclavas. Pero no por motivos morales o religiosos, sino porque el aborto era un atentado al patrimonio del pater familias: el embarazo también integraba su propiedad. Sólo a él le cabía disponer.
La práctica de “exponer” los neonatos era aceptada y se verifica una vez más que son las bebas las víctimas mayoritarias. Es de notar que en el caso de que un neonato fuese recogido por algún particular, éste no solía hacerlo por motivos filantrópicos sino meramente económicos, ya que los bebés rescatados solían ser luego vendidos como esclavos, explotados para la prostitución o deformados y mutilados para hacerlos limosneros.
A tal punto las mujeres eran consideradas objetos del patrimonio familiar que carecían de nombre individual. Los romanos utilizaban tres nombres: el primero, praenomen, era el individual; el segundo, el nomen, era el gentilicio; y el tercero, cognomen, indicaba el grupo de pertenencia familiar. Pero las mujeres carecían de nombre individual, eran llamadas sólo con el gentilicio y el de familia. Cornelia, Cecilia, Tullia no son de hecho nombres individuales, sino gentilicios. Para diferenciarlas cuando había más de una se le agregaba a este nombre la partícula Maior, Minor, Prima, Secunda, Tertia, etc.
Con el advenimiento de la República comenzaron a ganar derechos, pero recién con el Imperio puede decirse que alcanzaron el máximo punto de emancipación e igualdad. La institución que experimentó el cambio más profundo fue el matrimonio. Se transformó en una relación de paridad donde lo que cobró importancia fue el affectio maritalis. El divorcio pasó a ser una potestad que podía ser ejercida por cualquiera de los cónyuges. Es en esa época de nuevas libertades, civiles, patrimoniales, sociales, cuando hace su entrada el cristianismo. En un principio reforzó la igualdad y dignidad de todas las personas, pero no sin evidentes contradicciones, ya que Pablo afirmó en diversas epístolas la sumisión de la mujer al hombre. Sin embargo, se instaló la idea del matrimonio monogámico e indisoluble.
Pero siguió un nuevo detrimento de las libertades y los derechos adquiridos a lo largo de los siglos anteriores. Según algunos autores, una de las principales causas de la decadencia y caída del Imperio Romano fue la crisis demográfica. Y la principal razón que se esgrime, más que el posible envenenamiento por plomo provocado por el revestimiento de los acueductos que alimentaban a Roma, fue la conducta disoluta de las damas romanas, quienes, al efecto de no ver menoscabada su libertad sexual, se negaban a la procreación. Lo cierto fue que la clase dirigente romana se vio diezmada frente a una masa siempre en crecimiento de nuevos ciudadanos, muchos de ellos esclavos liberados u hombres libres nacidos fuera de los muros de la ciudad. Esta justificación, más allá de su improbable verosimilitud, señala una actitud significativa que vemos repetirse en diferentes oportunidades: frente a las crisis de un sistema político creado por los hombres, estos creen poder ubicar las causas en las elecciones y “debilidades” de las mujeres, como si la sociedad estuviera regida sólo por ellas o fueran ellas el único factor de decisión.
Con el cambio de las condiciones políticas, económicas y sociales, la burocratización y militarización del Estado, se perdieron inevitablemente las circunstancias que habían favorecido la emancipación.
Al principio del cristianismo el rol de la mujer como difusora de la nueva religión fue ampliamente reconocido, pero luego, con el culto de María, se comienza a exaltar la castidad y se caracteriza al matrimonio como el mal menor cuando no es posible optar por la abstinencia. Además, toda la patrística demonizó cruelmente a la mujer, caracterización terrible, de sobra conocida por todos, y que perduró en muchos países hasta después de la Ilustración.
En efecto, durante todo el Medioevo la mujer fue vista como la fuente del pecado y la perdición, la personificación demoníaca de la tentación. Nuevamente “cosificada”, deshumanizada, no educada, tomada como moneda de cambio entre familias, damnificada en decisiones en las que no era escuchada, víctima preferida de la “exposición” hasta el siglo XVII. Simple objeto, bien inventariable para el beneficio exclusivo del hombre.
Muchos de los derechos de las mujeres son de adquisición reciente: sólo desde 1882 una mujer puede en el Reino Unido ser independiente económicamente y manejar directamente su patrimonio personal. Hasta la década de los ‘60 (con el auge de la beatlemanía y la liberación sexual) existió una legislación especial y expiatoria para los “crímenes de honor” (adulterio) en muchos países europeos del Mediterráneo (tal vez sea oportuno, para refrescar la memoria, recordar la película Divorcio a la italiana). Si hablamos del sufragio, son pocos los países en que este derecho tiene más de cien años y en muchos ni siquiera llega a la mitad.
Pero la fuerza de la opresión masculina excede el marco de la norma escrita. Los hábitos del machismo son sordamente pervasivos y no dependen del derecho positivo. Por otra parte, es sabido que difícilmente las leyes modifiquen costumbres instaladas firmemente dentro de una cultura. “Una de las primeras cosas que deben comprenderse es que el poder no está localizado en el aparato de Estado, y que nada cambiará en la sociedad si no se transforman los mecanismos de poder que funcionan fuera de los aparatos de Estado, por debajo de ellos, a su lado, de una manera mucho más minuciosa, cotidiana” (Michel Foucault). En efecto, estamos frente a una sociedad “disciplinada” y es por eso que no debemos olvidar que son mujeres las que están educando a sus hijos, son ellas las que forman su mirada: “ya que si son los hombres los que mantienen a las mujeres en esta situación envilecida, son las mujeres las que educan a los niños y las que les transmiten los viejos virus prehistóricos” (Germaine Tillion).
Una mayor concentración de testosterona ha dejado de ser una necesidad imprescindible en el mundo occidental actual; es casi un bien suntuario que ha perdido la significación de siglos pasados. Como alguna vez lo resaltó la sabiduría de la calle: los guapos se acabaron cuando se inventó la pólvora. Nuestra sociedad exógama y multicultural brinda una nueva instancia de emancipación femenina, que, valiente y oportunamente, las mujeres no están dejando pasar. No es relevante que algunos de estos grupos reivindicatorios caiga en posiciones extremas, lo que sí es importante es que gracias a su acción estamos todos más alerta ante cualquier eventual retroceso. Claramente no se trata de un problema femenino, tal como el racismo no es una lacra que afecta sólo a la raza segregada, sino de una situación que nos atañe a todos y que nos obliga a replantear la definición de la sociedad en que decidimos vivir. La emancipación femenina es también una causa masculina porque enriquece a la sociedad en su conjunto. Los hombres no debieran sentirse excluidos ni tampoco dejar que los excluyan.
Termino con una aguda cita de Virginia Woolf: “La historia de la oposición de los hombres a la emancipación de las mujeres es tal vez más interesante que la emancipación propiamente dicha”.

Lecturas recomendadas
Tillion, G. La condición de la mujer en el área mediterránea.
Cantarella, E. L’ambiguo malanno.
Cavalli-Sforza, L.L.The Great human diasporas.
Eco, U. (rec) La Edad Media, Valerio, A. El poder de las Mujeres.
Le Goff, J. (rec) L’uomo medievale, Klapisch-Zuberg, C. La donna e la famiglia.
Lévi-Strauss, C. La antropología frente a losproblemas del mundo moderno.
Lévi-Strauss, C. Todos somos caníbales.
Foucault, M. Historia de la sexualidad.
Foucault, M. El poder, una bestia magnífica.
Foucault, M. Microfísica del poder.
Campagna, A. Abbandono e infanticidio nell’antica Grecia, nell’antica Roma e nel Medioevo.
Semprini, A. Storia dell’abbandono e dell’infanticidio.
Woolf, V. Un cuarto propio.

7 Readers Commented

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  1. horacio bottino on 29 junio, 2018

    ¿es verdad esa visión de la Iglesia dela mujer en la edad media ¿y todas las santas canonizadas?

    • Graciela Moranchel on 30 junio, 2018

      La situación de la mujer católica en la edad media era tremenda, tal como sintética pero significativamente comenta el autor del artículo. No se comprende bien qué tiene que ver su pregunta con respecto a las «santas canonizadas» con la situación de las mujeres en ese período de la historia de la Iglesia.

    • Jorge E. on 3 julio, 2018

      No, la visión del autor es errónea. Su interpretación de las cartas paulinas es muy discutible, la de la patrística es equivocada, y su generalización sobre la Edad Media es errónea. La mujer tuvo un status de notable equidad con el varón hasta los comienzos del renacimiento, con la vuelta al derecho romano.

  2. Graciela Moranchel on 6 julio, 2018

    Increíble que el señor Jorge E., sin poner ningún tipo de fundamento, descalifique sin más las apreciaciones del autor del artículo., Oliveira Cézar, Ramón acerca de los milenios de sometimiento de la mujer., y haga afirmaciones totalmente erróneas, como la que pretende que hasta la vuelta al derecho romano (¿?) existía una «notable equidad con el varón» (sic). Se sugiere un poco de respeto y seriedad a la hora de hacer comentarios. Gracias.

    • horacio bottino on 12 julio, 2018

      Es mentira que la patrística demonizó a la mujer ver número 6 mulieres dignitatem de juan pablo ii llamada 24 orígenesclemente de alejandría san agustín por ejemplo lnúmero 10 llamada 33 gregorio nascianceno jerónimo ambrosio agustín número 11 llamada 37 ambrosio número 29 llamada 58 agustín etc El autor es ateo o agnóstico? igual que los autores citados

    • Jorge E. on 17 agosto, 2018

      Con todo respeto, el fundamento es simplemente la ciencia histórica. El autor parece no conocer tampoco de teología, como demuestra la disparatada frase «durante todo el Medioevo la mujer fue vista como la fuente del pecado y la perdición, la personificación demoníaca de la tentación». El comentario del lector Bottino es apenas un contraejemplo. La Iglesia fue pionera en educar en las parroquias a niñas a la par de varones durante las epocas oscuras de los bárbaros, aprendiendo la lectoescritura. Cuando se votaba en los pueblos, la mujer tenía derecho a voto a la par de los varones (algo que recuperaría recien el siglo pasado, como menciona el autor). Hubo superioras que regían sobre conventos femeninos y masculinos y era común que la mujer tuviera derechos sobre la propiedad; todos derechos que se comenzaron a perder con la vuelta al derecho romano al comenzar el renacimiento. No me extraña, dada la bibliografía que propone el autor, no actualizada y de sesgo ideológico, pero me parece una falta de respeto mezclar slogans erróneos con algunos datos históricos puntuales; no es serio.

  3. lucas varela on 2 agosto, 2018

    Estimados amigos,
    Primero, deseo agradecer al señor Ramón Oliveira César, su relato es muy interesante.
    Deseo también resaltar que la sumisión, de concretarse, requiere de una autoridad o una persona o una mera circunstancia que se impone. Además, esta el sujeto que adopta una actitud sumisa.
    Son dos elementos los necesarios, que en el caso que nos plamtea el señor Oliveira César es la mujer y su circunstancia.
    Dicho esto, es inevitable referirse a la circunstancia actual, con ley de aborto de por medio. La mujer es sumisa, o no. La lucha es desigual, es cultural. Aunque la circunstancia es vulnerable, es factible modificar para mejor. ¡Tanto se ha hablado del tema! y habrá que seguir luchando.

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