
Cuando casi habían pasado apenas dos años de comenzada la década del ´70, el queridísimo profesor Nicomedes Iguaín, en el colegio de La Salle, introducía en las clases de música con su definición favorita: “Es el arte de combinar los sonidos en el tiempo, con una finalidad estética”. Y enseguida hacía subrayar y remarcar “arte”, “sonidos”, “tiempo”, “estética”, para destejer cada término por separado. Estética, “relativo a la percepción de la belleza”, era el que en ese momento nos parecía menos trascendente. Sin embargo, el tiempo fue llenando la palabra de un significado cada vez más profundo, a veces hasta enigmático e incomprensible.
Si el concepto de belleza es difícilmente definible, aplicado a la música parece cargarse de una abstracción tal que lo vuelve varias veces más difuso. Una mezcla de objetividad y subjetividad manifiestas que en algún punto convergen.
No resulta posible hablar ni escribir sobre la belleza musical sin que cualquier afirmación quede inmediatamente unida al menos a un interrogante: ¿Por qué hay obras musicales que gustan de manera especial a numerosos oyentes, mientras otras –la gran mayoría– se perciben de un modo más o menos neutral, incluso a veces casi de manera inadvertida o intrascendente?
Más aún, por qué unos pocos compases de una obra llegan a sumergir al oyente en un océano inmenso de sensaciones que lo conectan con lo más profundo de algo que parece no tener parangón en esta vida, al tiempo que otro sinnúmero de melodías adyacentes apenas despiertan un tenue sentimiento de alegría o directamente cierta indiferencia silenciosa.
Aquellos secretos pasajes son sin duda la sutil pero profundísima acción de Dios, a través de la mente de un genio y de las manos de maestros que los interpretan con maravillosos instrumentos creados por el Hombre. Toda una sucesión, una conjunción de fuerzas que se funden en el misterioso encanto de la belleza musical.
Y esto no se aplica sólo a la comúnmente –y mal– llamada música clásica, sino a composiciones de todo género y época: por ejemplo, ¿qué magia escondida y misteriosa tiene Yesterday, de Paul Mc. McCartney, que llevó a que se la tradujera a un sinnúmero de lenguas; su melodía no deja de emocionar el alma de millones de personas en todo el mundo después de varias generaciones, mientras que muchas obras del mismo autor apenas se difunden y sólo en su idioma original?
Indudablemente, la apreciación de la belleza –en cualquier ámbito y vista desde todo ángulo– forma parte del complejo espectro de la subjetividad. Así y gracias a ello, una gran diversidad enriquece los gustos y el placer de escuchar composiciones muy distintas, de todo tipo de género, de infinidad de autores. Por eso mismo no deja de sorprender que determinadas obras gocen de una singular popularidad, entendiendo el término como adhesión multitudinaria de quienes las califican de bellas, hermosas y no se cansan de reproducirlas ni difundirlas, a través de décadas, elevándolas al podio de verdaderas piezas maestras. Más aún, hay fragmentos, apenas un puñado de compases de obras de duración considerable, que curiosamente y de un modo reservadamente oculto alcanzan a acariciar las enigmáticas terminaciones sensitivas en algún recóndito lugar del sistema nervioso y de repente sumergen al oyente en el placer sensorial más maravilloso.
Oliver Sacks, neurólogo y escritor británico fallecido en 2015, sostenía que la neurociencia de la música se concentró siempre y casi exclusivamente, en los mecanismos nerviosos mediante los que percibimos los tonos, los intervalos tonales, la melodía y su ritmo pero prestando muy poca atención a los aspectos afectivos de la apreciación musical. Y sin embargo la música, invocando sobre todo dos partes de nuestra naturaleza, es sustancialmente emocional y esencialmente intelectual.
Si el músico profesional, o quien ejecuta un instrumento musical, se limitara sólo a escuchar con oído objetivo y crítico para evaluar una interpretación, le estaría faltando hurgar en la emoción de su sentimiento, de aquello que los compases de una obra despiertan en el oyente que ama la música. Entonces todo quedaría en un árido virtuosismo, sin equilibrio alguno, sin una adecuada conjugación.
Seguramente los grandes misterios se tocan en algún punto y esto ocurre con la genialidad de una mente humana que se transcribe sobre un papel en el singular y apropiado lenguaje de las melodías infinitas y los fugaces destellos del Absoluto.
Finalmente y a modo de sugerencia, aunque consciente de mencionar sólo lo que equivale a una gota en el amplio océano de la “musicografía” universal, pongo a disposición del lector algunas de esas páginas memorables, de diferentes compositores y épocas, que han hecho vibrar la cuerda más íntimas del alma de varias generaciones:
J. S. Bach (1685-1750): de la Pasión según San Mateo. BWV 244. Aria contralto, “Erbarme dich, mein Gott”
W. A. Mozart (1756-1791): 2º movimiento, Adagio, del Concierto para piano y orquesta Nº 23, K488. Aria llamada «Der Höle Racht», de la Reina de la Noche de la Flauta Mágica K620
L. van Beethoven (1770-1827): 2º movimiento, Adagio, del Concierto para piano Nº 5, Óp. 73
F. Chopin (1810-1849): Balada para piano Nº1, Óp. 23
R. Wagner (1813-1883): “Entrada de los invitados” de Tannhäuser
Enrique F. Capdevielle es diácono permanente de la Diócesis de San Isidro
1 Readers Commented
Join discussionExcelente articulo,. Pone en palabras lo que siento y nunca pude decir. Gracias !!