Desafíos desconocidos para la economía y la política mundiales

La conjunción de la pandemia de COVID-19 y su impacto en un mundo que ya arrastraba problemas importantes, son desafíos más filosos que los de precedentes comparables. Dos de ellos se emparentan con los actuales. El primero es la influenza de 1918-20, que ocasionó la muerte de “entre” veinte y cuarenta millones de personas, un 1,6% de la población mundial de entonces –que hoy serían 120 millones. El segundo es la Gran Depresión iniciada en 1929, con desempleo estimado en 24,9% en los Estados Unidos –record hasta hoy. La pandemia –mal llamada “española”, porque se inició en los Estados Unidos–, fue la peor de la historia por su letalidad, pero estuvo lejos de tener impactos económicos como los que hoy se están viendo y se prevén. La segunda fue una crisis puramente económica, con impactos fuertes en Europa –algunos la ven decisiva para la llegada del nazismo al poder– y, sobre todo, en los Estados Unidos. Las caídas de la actividad económica fueron mayores que las esperadas hoy para la COVID-19, pero la recuperación en muchos países fue recién en 1933, más lenta que la que se espera ahora.
La crisis actual fue precedida por una larga e intensa globalización, que ya se insinuaba, pero se evidenció con la caída del muro de Berlín. En la década siguiente, la integración global se profundizó y fue acompañada por el “Consenso de Washington”, una suerte de catálogo para reemplazar la economía mixta del “Consenso de posguerra” por un enfoque con más mercado y menos Estado, aplicado de distintos modos según países. Pero ya desde la Gran Recesión de 2008, este proceso mostraba problemas y desafíos, tales como un menor crecimiento y excesos financieros que llevaron el endeudamiento global, público y privado, en partes similares, a un record absoluto de tres veces el producto bruto (PIB) mundial.
La principal herencia de esa etapa global fue el crecimiento del “mundo emergente” que, por primera vez desde el siglo XVI, creció más que los países desarrollados. Lideró este proceso China, seguida por la India y el Asia Pacífico, luego Europa Oriental, lenta pero firmemente también países del África Subsahariana y, en último lugar en crecimiento, América Latina, dado el muy pobre desempeño de sus países grandes –la Argentina, Brasil, México y la trágica Venezuela- aunque con excepciones destacables como Chile, ahora golpeado, Perú y, en menor medida, Uruguay, Colombia, Paraguay y Bolivia, éste empañado por conflictos políticos.
En base a proyecciones del premio Nobel Robert Fogel, estimamos que el mundo emergente, que generaba el 47% del PIB mundial en 2000 y llega hoy al 62%, alcanzaría un 77% en 2040. Su crecimiento demográfico impacta más aun y la ONU estima que, entre 2010 y 2040, la población mundial saltará de 6958 a 9210 millones, aportando los emergentes, que llegarán a 7913 millones de personas, un 97% de ese incremento. Como productor de alimentos, la Argentina se benefició de este gran cambio, el llamado “viento de cola”, pero lo aprovechó muy por debajo del potencial.
Creo que es erróneo dar por finalizada la globalización y, más aún, hacer el acta de defunción del mundo emergente. Pese a la pandemia y a la caída de la economía global, tal curso ascendente sólo podría detenerse por una guerra –limitada de facto por la bomba nuclear– o por una catástrofe climática, no descartable. El dinamismo de los países emergentes se apoya en cinco factores perdurables. Primero, la gran cantidad de población, muy trabajadora y poco sindicalizada –caso modelizado por otro premio Nobel, W. Arthur Lewis ¡en 1954!, con el título de crecimiento con oferta ilimitada de mano de obra. Los otros cuatro factores son el abaratamiento de la tecnología respecto de todos los salarios y precios, en especial los de las materias primas; más y mejor inversión en educación y, en algunos países, también en ciencia y tecnología; mercados internos que crecen incesantemente junto al número de personas de clase media, que llegaría en unos diez años a 4000 millones y, en fin, la mejor calidad de las políticas económicas, en muchos países, con muy baja inflación, déficits fiscales y externos manejables y atracción de las inversiones, nacionales y extranjeras.
Esta globalización ha distado, por cierto, de ser el mundo feliz. El aumento de las exportaciones de los emergentes, apoyadas en la abundancia de mano de obra barata, generó crecientes tensiones, cuya nave insignia es el conflicto entre los Estados Unidos y China, que alternan golpes y acuerdos. El acelerado cambio tecnológico, en especial en el mundo desarrollado para mejorar su competitividad, acentuó un aumento de la desigualdad, no sólo la “de Piketty”, del 1% y aun el 0,1% más rico, sino también otra mucho más extendida entre los asalariados calificados y el resto, acentuada también por las inmigraciones. Todo ello derivó en un auge del nacionalismo y del populismo en muchos países desarrollados –también del racismo, como dolorosamente vemos hoy– y, por si fuera poco, sazonado por la posverdad (entre nosotros, “el relato”). La propia democracia republicana está desafiada en buena parte del mundo y menos de la mitad de los humanos vive hoy bajo tal sistema.
Lamentablemente, luce probable que estas riesgosas tendencias puedan acentuarse, o al menos continuar, en el contexto actual de pandemia y fuerte recesión. Lo deseable sería que los líderes mundiales –y los pueblos que los votan, allí donde es posible– fueran capaces de conservar lo bueno y reemplazar lo malo del período iniciado con la caída del muro de Berlín. Pese a todas sus falencias, ha sido la mejor época de la historia en cuanto a la reducción de la pobreza, la fuerte disminución de la mortalidad infantil, el aumento de la escolarización y de la esperanza de vida, entre otros logros. También, pese a no pocas atrocidades, ha sido uno de los períodos con menos guerras de la historia de la humanidad. Lo anterior no deroga la flagrante necesidad de encontrar caminos para lograr la sostenibilidad ambiental, mayor equidad en la distribución del ingreso y de la riqueza y la erradicación de la pobreza extrema.
Entrando ya en terreno conjetural, ¿qué podemos decir sobre el futuro, aunque sea el inmediato? No hay margen para un gran optimismo, pero quizás sí para una fundada esperanza. Aun con tensiones y conflictos, con retrocesos, pero también con avances, lo más probable es que la globalización continúe en pie, quizás con guerras comerciales acotadas y con el multilateralismo en crisis, desde la pasividad de la OMC hasta las polémicas en torno a la organización mundial de la salud, pasando por la patética inacción del G20 –en marcado contraste con la Gran Recesión de 2008. También es probable que se acentúen las tensiones entre China y los Estados Unidos, que compiten por la hegemonía global o, al menos, por alcanzar el podio indiscutible de primera potencia. Según sea la orientación de los próximos gobiernos norteamericanos, esta cuestión será más o menos riesgosa para la paz mundial. Han gobernado el país tanto Nixon-Kissinger, con su apertura a China, como Trump, dos visiones opuestas del rol del país en el mundo.
En segundo lugar, cuanto más rápidamente se salga de la recesión en curso, menor será la fortaleza de las tentaciones nacionalistas y populistas. Los Estados Unidos pueden ser una excepción, porque una recuperación pronta y veloz de la economía favorecería la reelección de Trump. El escenario todavía está abierto porque la pandemia no ha sido resuelta, aunque también es cierto que semana a semana aparecen paliativos anti-COVID, todavía no vacunas. También ha habido éxitos relevantes, todavía no definitivos, en la batalla contra la pandemia, primero en Asia, y ahora en Europa.
Estas novedades de las últimas semanas han dado razones a quienes, como el Fondo Monetario, pronostican una salida rápida de la crisis, en forma de V, aunque con velocidad de salida menor que la de entrada. En los Estados Unidos, el desempleo cayó de 14,7% en abril a 13,3% en mayo, merced a la creación de 2,5 millones de empleos. Las bolsas se acercan a sus máximos históricos del 2020, poco antes de la erupción de la pandemia.
Salvo un rebrote del coronavirus, se “huele” la salida de la crisis. Mejor que sea así, porque no es tan vasto el arsenal de políticas económicas disponibles. No habría que sorprenderse, por ejemplo, de que se amplíe el uso de tasas de interés negativas, como ya las tienen Alemania, Japón y otros para plazos cortos. Habrá excesos de liquidez a la salida de la crisis, en cuyo caso viraríamos del riesgo de deflación-recesión, al riesgo de inflación, casi seguramente controlada. Eso sería de gran ayuda para países como la Argentina, porque cuando la inflación sube en los Estados Unidos, el dólar se debilita, como ya está ocurriendo y las commodities se fortalecen.
Ojo que será una brisa favorable, no el malgastado viento de cola de la década de pasada. Si se llega a un acuerdo con los acreedores, se sigue flexibilizando la cuarentena y el coronavirus no se descontrola, la economía local podría iniciar una recuperación. La intervención del Estado en una empresa líder de la exportación de oleaginosos, sin embargo, puede anularla. En todo caso, ojalá que los eventuales festejos no confundan reactivación con crecimiento y, ya mismo, se comience a formular y consensuar el plan de desarrollo que la Argentina necesita imperiosamente para dejar atrás una ya muy larga declinación.

Juan J. Llach es Licenciado en Economía y Sociología. Miembro de la Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Educación. Profesor emérito del IAE-Universidad Austral.

1 Readers Commented

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  1. lucas varela on 30 julio, 2020

    Parece mentira, pero es verdad. Parece una pesadilla, pero es la realidad.
    Los predicadores de «más mercado y menos Estado» continúan con su prédica.
    Se necesita mucho menos que convicciones para defender un fracaso tan estrepitoso y escandaloso como el del «empresariado neoliberal» devenido a gobierno. Fracaso económico, y escándalo moral.
    Endeudamiento, des-inversión, recesión, inflación, pobreza, y ahora fundadas sospechas y funcionarios procesados por violar la ley en actos de gobierno.
    Que pena, y que vergüenza¡¡

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