Sistema previsional: las excepciones no son excepcionales

El sistema previsional argentino tiene una muy amplia cobertura, pero enfrenta serios problemas de equidad, sostenibilidad y eficiencia. Existen al menos 177 regímenes previsionales que se diferencian del régimen general, que explican más de un tercio de los beneficios y la mitad del gasto del sector. Con iniciativas que integren regímenes excepcionales en el esquema general se podría, al mismo tiempo, avanzar en la contención de los costos fiscales y en el fortalecimiento de la protección brindada por el Estado a la población mayor. Mantener la lógica actual, en cambio, llevará a la consolidación de un modelo costoso, que trata en forma muy distinta a ciudadanos y ciudadanas con historias y necesidades similares y que genera todo tipo de impactos negativos sobre otras áreas de la economía. La discusión sobre política previsional en la Argentina es siempre compleja y cargada de conflictos y el esfuerzo requerido para plantear una reforma profunda y gradual es grande, pero las razones para hacerlo están a la vista.

La Argentina tiene un sistema previsional con una muy amplia cobertura: cerca del 95% de la población mayor de 65 años recibe un beneficio previsional. Los haberes son más bajos de lo que podríamos desear, pero parecen consistentes con los ingresos en el mercado de trabajo: una jubilación mínima es apenas menor al salario mínimo, y el beneficio promedio que percibe una persona jubilada (que no accedió vía moratoria) es muy cercano al salario promedio de alguien con un empleo formal estable. Esta combinación de amplia cobertura y adecuación resulta, inevitablemente, en un gasto significativo. Cerca de un 12.8% del Producto Interno Bruto (PIB) del país se destina a financiar jubilaciones o pensiones a través de los programas y esquemas existentes. La magnitud del gasto preocupa a distintos sectores del espectro político y a analistas independientes, tanto por su nivel actual y su impacto sobre las cuentas fiscales en un contexto de fuertes restricciones, como por las perspectivas de mediano y largo plazo. Por supuesto, ese gasto tiene impactos sobre las condiciones de vida de la población: sin beneficios previsionales, la pobreza total en 2020 hubiese sido 11 puntos porcentuales más alta de lo registrado, y la de la población mayor de 65 años se hubiese multiplicado por seis.

Existe un fuerte consenso entre especialistas en cuanto a que el principal desafío actual del sistema se vincula con su sostenibilidad fiscal y económica. Como mencionamos, el costo del sistema es alto, y otros factores, como las reglas de movilidad de los haberes y las tendencias demográficas, implican que debería continuar en aumento a futuro. Por esto es habitual escuchar en debates públicos y notas periodísticas expresiones tales como que “el sistema previsional está quebrado”, o que “es insostenible”. Dejemos en claro que este tipo de afirmaciones son incorrectas, tanto desde un punto de vista conceptual como por sus de implicancias para las políticas públicas, y poco contribuyen a la formulación de una política previsional consistente y efectiva.

Conceptualmente, los sistemas previsionales son programas públicos que financian transferencias a adultos mayores mediante recaudación de impuestos y contribuciones o con ahorros previos. El concepto de “quiebra”, que se refiere a la situación de una empresa o persona que no puede hacer frente a los pagos a sus acreedores y se presenta ante la Justicia para pedir protección, no tiene sentido en este marco. Las políticas públicas no “quiebran”, y la relevancia de esta aclaración no sólo es jurídica, sino centralmente política. Como los sistemas previsionales no quiebran, el desafío que generan cuando los gastos exceden niveles que, con algún criterio, puedan considerarse razonables, radica en que inevitablemente requerirán de acciones desde el Estado para financiarlos. Estas acciones pueden implicar disminuir el gasto público en otras áreas, recaudar nuevos impuestos, endeudarse, o incluso incumplir total o parcialmente con los pagos de beneficios prometidos (lo que obviamente genera conflictos judiciales y deudas). Evidentemente, cualquiera de estas estrategias tiene costos económicos, políticos y sociales. Por este motivo, si bien expresar que “está quebrado” puede ser una forma efectiva de comunicar la preocupación sobre la situación financiera del sistema previsional, también implica distraer el debate necesario. Porque el problema central no es que no se puede gastar mucho en jubilaciones y pensiones; el problema es que, para financiar esa decisión, serán necesarias acciones con impactos negativos en otras áreas. De la economía y de la sociedad.

El desafío de la política previsional en la Argentina es continuar con una protección adecuada para la mayoría de la población mayor sin por eso producir restricciones o desequilibrios fiscales de magnitud. Los números del sistema muestran una situación particular, compleja en cuanto a su origen, pero que ofrece un espacio para iniciativas de política. Si consideramos que la población mayor de 65 años de la Argentina está compuesta por aproximadamente 5.14 millones de personas, un simple cálculo nos indica que dar a cada una de ellas un beneficio similar al promedio que paga el llamado Sistema Integrado Previsional Argentino (SIPA) tendría un costo cercano a los 1,6 trillones de pesos, un 6.3% del PIB. Sin embargo, como comentamos, el costo actual de los distintos esquemas previsionales es el doble. La diferencia se explica por la proliferación de regímenes de excepción, la existencia de un importante número de beneficiarios y beneficiarias jóvenes y la duplicación de beneficios. Si se logran implementar iniciativas que reduzcan estos problemas, podríamos estar ante la posibilidad de avanzar, al mismo tiempo, en la contención de los costos fiscales y el fortalecimiento de la protección brindada por el Estado a la población mayor. ¿Pero cómo?

Entre los factores mencionados, la situación de los regímenes de excepción es particularmente relevante y merece una discusión profunda sobre su justificación e impacto. Los regímenes de excepción son, en la Argentina, muy poco excepcionales. Existen al menos 177 regímenes previsionales que se diferencian del régimen general conocido como SIPA, que explican más de un tercio de los beneficios y la mitad del gasto del sector. Estos regímenes pueden clasificarse en cinco categorías.

La primera incluye los “regímenes diferenciales”, que son aquellos en que las excepciones se originan en el argumento de que ciertos trabajos se realizan en condiciones particularmente dificultosas y, por lo tanto, resultan en un envejecimiento prematuro de la persona que amerita anticipar la edad de retiro. Un segundo grupo se vincula mayormente a la existencia de méritos que justifican acceso diferencial a los beneficios previsionales; es decir, a los llamados “regímenes especiales”. El tercer grupo incluye los esquemas que cubren a personas que se desempeñaron en las fuerzas armadas y de seguridad; administrados por instituciones independientes,  combinan argumentos de mérito y de especificidad de las tareas en su justificación. Los sistemas provinciales, incluidos los que cubren a empleadas y empleados del sector público, y las cajas profesionales independientes son un cuarto grupo, fundamentado en cuestiones de inercia legal. Finalmente, una última categoría es la relativa a las pensiones no contributivas, otorgadas en respuesta a situaciones de extrema necesidad, o por mérito o atento a situaciones particulares de las personas beneficiarias, como expresidentes, medallistas olímpicos, ganadores del premio Nobel, excombatientes de Malvinas o víctimas del terrorismo de Estado durante la última dictadura militar, entre otros casos.

Los regímenes de excepción requieren atención por tres motivos: equidad, sostenibilidad y eficiencia. Por un lado, la existencia de esquemas que, en algún aspecto, puedan ser más generosos que el régimen general presenta un desafío a la equidad de la política pública, ya que cabe cuestionar la razón de estas diferencias entre la ciudadanía. Quienes defienden estos esquemas argumentan que, en algunos casos, las tasas de aportes o contribuciones son más altas para financiar esta generosidad, pero lo cierto es que prácticamente en ningún caso los aportes adicionales alcanzan a financiar los beneficios extraordinarios. Por otro lado, esta misma generosidad puede ser relevante en términos fiscales y económicos, ya que los recursos necesarios para financiarla no están disponibles para otros fines dentro del mismo sistema previsional o en otras áreas de la política pública, como ser la inversión en infraestructura y educación, o para disminuir la pobreza.

Finalmente, la fragmentación normativa e institucional que generan los regímenes de excepción resulta en una importante burocratización y pérdida de eficiencia del sistema, que puede redundar en una negación de derechos a ciudadanos y ciudadanas. En la Argentina, casi 3,4 millones de personas son beneficiarias de regímenes de excepción (36% del total de los beneficios previsionales) y perciben haberes que son 75% superiores al promedio del SIPA. Los recursos que la sociedad destina a estos esquemas equivalen al 6.4% del PIB, más de lo que se gasta en todo el país en educación, o lo suficiente para urbanizar casi la totalidad de los barrios populares.

La mayoría de los regímenes de excepción se originan en la capacidad de presión política de grupos de interés y no en una respuesta racional a la existencia de situaciones excepcionales. Entre las distintas motivaciones identificadas, no parece haber mucho sustento desde la lógica de la política pública para mantener regímenes que dan beneficios diferenciales por razones de mérito o compensación. En cambio, sí es más razonable ofrecer un trato especial a quienes, por las tareas que desarrollan en sus trabajos, se exponen a condiciones que pueden resultar en un envejecimiento prematuro. Pero aun en esos casos, parece más efectivo utilizar un esquema de seguro de invalidez o de riesgo de trabajo que resuelva la situación de cada trabajador o trabajadora en particular, antes que otorgar condiciones ventajosas a colectivos en forma indiscriminada, lo que excluye a otras personas en el proceso.

La discusión sobre política previsional en la Argentina resulta siempre compleja y cargada de conflictos y tensión. Avanzar sobre algunas de las falencias del sistema puede ser costoso en términos políticos, dada la resistencia que seguramente presentarán los grupos que hoy se ven favorecidos, mientras que los beneficios fiscales y económicos solo se pueden percibir en el mediano plazo dada la necesaria gradualidad de cualquier reforma y la importancia de preservar todo derecho adquirido. Sin embargo, la falta de acción llevará a la consolidación de un modelo con crecientes costos fiscales, tratamiento inequitativo de beneficiarios y beneficiarias, impactos regresivos en la distribución del ingreso e incentivos perversos sobre otras áreas de la economía, como el mercado de trabajo y el sistema tributario.

La experiencia de nuestro país muestra que las reformas formuladas rápidamente y sin una adecuada construcción de consensos previos han sido poco exitosas, con muchas propuestas desechadas y otras implementadas pero revertidas al poco tiempo. La construcción de un modelo previsional moderno, que ofrezca protección adecuada a la mayor parte de la población adulta y sea fiscal y económicamente sostenible en el tiempo, es un proceso que demandará compromisos que incluyan a todos los sectores sociales y políticos. El esfuerzo requerido es grande; las razones para hacerlo, sobran.

Rafael Rofman es Investigador principal del programa de Protección Social de CIPPEC

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