¿Qué hacer con la memoria?

Una reflexión sobre la memoria que necesitamos y el diálogo que nos debemos para construir la Nación que queremos.

En el año 2001, la Comisión Permanente del Episcopado Argentino expresaba el deseo de ser Nación en relación con la crisis inédita –coyuntural e histórica– que sufría nuestra patria y que suponía “un largo proceso de deterioro en nuestra moral social, la cual es como la médula de la Nación, que hoy corre el peligro de quedar paralizada” (Queremos ser Nación, 10 de agosto de 2001). La Asamblea Plenaria del año siguiente, retomaba esta idea señalando que “debemos pasar del deseo de ser Nación a construir la Nación que queremos. Por eso es necesario buscar los medios para que todos los ciudadanos del país determinen por consenso qué Nación queremos ser” (La Nación que queremos, 28 de septiembre de 2002). Y la misma Asamblea Plenaria, dos años después iría más lejos afirmando: “Hoy decimos a todos que no solo ‘queremos ser Nación’ sino que necesitamos ser Nación, ‘cuya identidad sea la pasión por la verdad y el compromiso por el bien común’” (Necesitamos ser Nación, 15 de mayo de 2004). Diecisiete años después, esa necesidad está más latente que nunca. El endiosamiento del Estado o su envilecimiento, los proyectos sectoriales que no incluyen a todos, el populismo, el cortoplacismo y la corrupción, la violencia verbal y física, la cultura del descarte –por edad o condición social–,  la crisis económica y el crecimiento de la conflictividad, junto con un amplio abanico de etcéteras, son males que parecen ser endógenos a la realidad argentina y que requieren del compromiso de todos para la búsqueda del Bien Común, en el respeto de las instituciones democráticas.

Un tema que particularmente preocupa es el de la fragmentación social fruto del pasado que nos provoca. En una conversación radial con el periodista Ernesto Tenembaum, ante la pregunta sobre cómo se sale del odio, el ex presidente uruguayo José “Pepe” Mujica señaló: “Hay heridas que hay que poner en la mochila y aprender a andar con ellas, y no ponerse a pasar cuentas porque viven para atrás y la vida es hacia adelante […] Lo que importa es mañana, es el porvenir, lo que importa es discutir una salida, la esperanza. Lo que fue sirve para aprender, pero no sirve para cobrar, porque hay que aprender que en la vida hay cuentas que no se cobran, porque el tiempo pasa […] Porque de lo contrario estamos paralizados […] El fanatismo es una enfermedad, es pariente del amor porque el amor es ciego (¡y vaya que el amor es ciego!); pero el amor es creador, al final, mientras que el fanatismo es destructor, destruye hacia fuera y destruye hacia dentro. Si nos pasamos la vida pasándonos cuentas no nos ocupamos de lo que vamos a hacer mañana”.

La violencia de la Argentina de los años ’60 y ‘70 es una cuenta pendiente que aún nos duele. Ya desde la proscripción del peronismo post-revolución de 1955 y el fallido intento del desarrollismo democrático, podemos afirmar que la estabilidad política argentina de la época estuvo sin dudas “entre algodones”. La ruptura de la paz social, signada por una violencia in crescendo, fue acompañando gobiernos de facto (Onganía, Levingston y Lanusse) y democráticos (Cámpora, Perón, Martínez de Perón), culminando en un espiral orgánico de violencia desde 1976, con la instauración del Proceso de Reorganización Nacional. Desde una mirada cuya concepción de lo nacional pasaba o bien por el campo social (lo popular, entendido como el “peronismo”), o bien por el campo cultural (los valores tradicionales, entendido como el orden “occidental y cristiano”), de uno u otro lado se obtuvieron posiciones irreconciliables: los otros –la “subversión comunista pro-castrista” o las “FFAA conservadoras del status quo capitalista”–  eran los enemigos imperialistas de la auténtica Nación argentina. De este modo, la legitimidad de un gobierno y/o la unidad de la Nación no debía fundar sus bases en el ordenamiento constitucional (tal como podemos pensar ahora); muy por el contrario, la pluralidad de ideas y la libertad de los ciudadanos –garantizadas por la democracia liberal–  debían ser desechadas porque sólo generaban confusión y desviación de un mítico Bien Común nacional; un Estado fuerte y autoritario, regido por “el pueblo” o por las Fuerzas Armadas,  era la única garantía de la pretendida identidad de la Nación.

Sea como fuere, de un lado y de otro, por izquierda y por derecha, civiles y militares, ricos y pobres, educados e ignorantes, hubo victimarios: gente que –con sus manos, su boca o su silencio– fue germen de violencia. La misma Iglesia –como actor social protagónico– estuvo, sin duda alguna, no solo en la vereda de los mártires: ¿acaso las legítimas opciones por los más necesitados o por preservar aquel orden “occidental y cristiano”, no llevó a algunos de sus miembros por caminos no evangélicos? Dentro de la esfera civil, tampoco todos fueron víctimas: una cosa es la pluralidad, discrepancia y batalla ideológica-cultural-social en el marco del respeto de las instituciones, y otra justificar que por “la violencia de arriba” sea lícita “la violencia de abajo”; una cosa es enfrentar a los elementos subversivos de la sociedad con bases legales, y otra muy distinta es desarrollar un terrorismo de Estado. Si bien las responsabilidades que le caben a cada sector y a cada protagonista –tanto en la sociedad civil como en el ámbito eclesial– son absoluta y llanamente disímiles (el terror del Proceso adoptó formas que suponen una ruptura social y ética sin simetría ni comparación con cualquier otra), no es este el punto de análisis que el presente artículo pretende poner de relieve.

Hoy la inmensa mayoría de los connacionales es víctima. Víctimas de una sociedad dividida que no puede reconciliarse con su pasado. Víctimas de una violencia –“felizmente”, aunque no solo–  discursiva, que nos devuelve a una herida abierta que no hemos podido cicatrizar. Las disputas del pasado gozan lamentablemente de una enorme vigencia (“La ruina es la misma para vencedores y vencidos”, Demócrito). Urgen, entonces, caminos de diálogo y concordia frente a la fragmentación social.  Pero, ¿por dónde comenzar a construir un espíritu de fraternidad?

Ciertamente, la búsqueda de la unidad nacional no implica olvidar. Aun cuando quisiéramos hacerlo –por tanto dolor padecido–  tampoco podríamos, pues estamos construidos desde allí: somos nuestra memoria. De allí que la memoria es vital para entendernos en el presente y necesaria para la proyección de un futuro común. Tener la vista exclusivamente estancada en el pasado –de un lado o de otro– no es memoria: es duelo no superado –por culpa suya y/o de otro– o lisa y llanamente, ideología. Como decía el escritor británico Lewis Carroll, “¡Qué pobre memoria aquella que solo funciona hacia atrás!”. 

La memoria, entonces, es necesaria para la construcción del futuro. En primer lugar, la necesidad de la memoria subjetiva –los sentimientos y las creencias personales–  en pos de la verdad: ¿cómo desechar el dolor memorioso de una madre que ha perdido a su hijo? Pero en tanto fuertemente signada por la emocionalidad, tampoco puede ser criterio único y determinante de la memoria que ilumina el presente y forja un futuro común. Hace falta la memoria objetiva de acontecimientos, de protagonistas, de palabras, de ideas. No se trata exclusivamente de hacer memoria de lo que siento o de lo que quiero, sino de lo que fue a partir de lo que podemos. Y para ello, nada mejor que la pluralidad de voces, un concierto polifónico de memorias. No deberíamos pretender construir una Nación con una uniformidad de criterios y visiones sobre el pasado, como tampoco sin las diferencias objetivas del presente. ¿No es el pluralismo y la diversidad una riqueza a ser reconocida? La exclusión del otro –la “grieta”– nos empequeñece a todos –ayer, hoy y siempre– pero principalmente a nosotros. La justicia, tan largamente esperada, sólo será posible a partir de la memoria común y plural en búsqueda sincera de la verdad que nos interpela. 

Alguien dirá que estamos en la época del subjetivismo, el relativismo y la pos verdad: la época de la distorsión deliberada de la realidad objetiva y del triunfo de lo que aparenta ser verdad; siendo así, hacer hoy una auténtica memoria en conjunto resultaría imposible. Y tendrá razón… Por eso, particularmente en estos tiempos, el camino para construir aquella Nación que queremos y necesitamos debe ser inverso al seguido tradicionalmente: desde un común proyecto de futuro, debemos pensar el presente y rememorar –sólo cuando llegue el kayrós (o tiempo oportuno)– las que serán cicatrices del pasado.

Ser Nación, en la Argentina de hoy, se construye desde un proyecto de futuro, el deseo actual de seguir andando juntos y la conciencia de un pasado común; aun cuando ese pretérito sea interpretado, vivido y sentido de manera distinta. Como decía Ernst Renán, una Nación se forja con “una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de aquellos que todavía se están dispuesto a hacer. Supone un pasado; sin embargo, se resume en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida común” (“¿Qué es una Nación?”, conferencia dictada en la Sorbona, París, el 11 de marzo de 1882; las cursivas son nuestras). La reconciliación no se impone, sino que exige la libertad de las partes; aunque anhelada hoy, sólo nos devuelve hacia la herida del pasado y no nos permite avanzar. Mejor es trabajar en el presente por la fraternidad que nos coloca en un futuro común. El resto “vendrá por añadidura”.

¿Y qué hacer hoy, entonces, con la memoria? Preservarla, alimentarla y profundizarla, conservarla paciente y fidedignamente, hasta que llegue la hora de compartirla y debatirla con el ánimo sosegado. “Todo tiene su momento oportuno y hay un tiempo para todo”, dirá el Qohelet (3,1). Habrá pues que “desensillar hasta que aclare”, porque lo que nos debemos ahora y de forma urgente es el diálogo sobre el presente, que nos permita llegar a acuerdos sobre el futuro a largo plazo. La discusión sobre la violencia del pasado –que reparte culpas a diestra y siniestra, y que muchos pretenden poner prioritariamente sobre la mesa del diálogo–, responde a visiones heridas, pero también –desgraciadamente– a otras muy mezquinas para el único beneficio de unos pocos. Quizás haga falta cultivar un espíritu de renunciamiento, de humildad y de magnanimidad para superar el individualismo que corroe la fraternidad nacional.

En la misma entrevista a Mujica antes mencionada, ante la pregunta sobre su fuerza para no volver el tiempo atrás, el ex Presidente uruguayo respondió: “Es una actitud cultural. Yo no soy creyente, pero trato de leer los libros viejos pues a veces encierran muchísima sabiduría. Aquel decir bíblico del hombre que puso una mejilla, es una brutal manera de desarmar al iracundo. Es una metáfora que da una imagen: si quien me agrede le pago con una agresión me va a contestar igual y seguimos en la misma. La manera de desarmarlo moralmente es decirle: ‘¡Venga! ¡Deme un abrazo!’ y le doy un saludo. ‘Vamos a empezar por tomar unos mates, aunque mas no sea’. A la larga es la manera de poder construir algo […] Yo creo que se gana más con la palma de la mano, con una caricia, con un gesto que con una agresión”.

Deseamos ser Nación; debemos construir la Nación que necesitamos. En septiembre de 1970, Juan Domingo Perón le envió una carta a Ricardo Balbín donde le decía: “juntos y solidariamente unidos no habrá fuerza política en el país que pueda con nosotros y ya que los demás no parecen inclinados a dar soluciones, busquémoslas entre nosotros…, ello sería una solución para la Patria y para el Pueblo Argentino”. Dos años después, al regreso del líder justicialista exiliado (1972), esa voluntad de construir la unidad nacional quedó sellada con un abrazo. Y ante el fallecimiento de Perón el 1 de julio de 1974, el mismo Balbín decía: “Este viejo adversario, despide a un amigo”. ¿Estamos los argentinos tan lejos de esta actitud histórica para dejar atrás las divisiones del pasado y poner nuestra mirada en el presente y el futuro?

Ricardo Albelda es Licenciado en Teología y Director del Instituto de Cultura Universitaria (UCA)

1 Readers Commented

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  1. fernando yunes on 2 agosto, 2021

    La dificultad para el diálogo sobre el presente para proyectar el futuro y construir la nación Argentina se encuentra entre fuerzas antagónicas que no discrepan sobre proyectos, estilos o procedimientos, sino entre quienes abogan por fortalecer el estado de derecho, la seguridad jurídica y las instituciones de la república y aquellos que procuran cambiar radicalmente el sistema republicano y representativo para suplantarlo por un régimen autocrático populista. No se plantea el desafío del diálogo entre fuerzas adversarias que adhieren a un mismo sistema institucional, sino entre enemigos que tienen concepciones diametralmente opuestas sobre la misión del Estado, la democracia, la propiedad y la política internacional. La pregunta es hasta dónde, potencialmente, estarían dispuestas las partes a ceder sus posiciones sí hasta difieren en la propia visión sobre el bien común.

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