Los años electorales exacerban los debates públicos. Los oficialismos, contra viento y marea, intentarán salir victoriosos en la contienda de manera de tener dos años de relativa capacidad de maniobra. Las oposiciones, por el contrario, buscarán derrotar a quien ejerce el poder, para mostrarse como una alternativa viable en el juego democrático.
Nada de lo descripto en el párrafo anterior nos es ajeno y forma parte de la vida política en una democracia. Ininterrumpidamente desde 1983 venimos experimentando esta rutina, donde el sistema electoral respeta la voluntad de las mayorías. Es, además, la manera en que cualquier ciudadano puede aspirar a un cargo electivo, siempre que tenga las herramientas (y el dinero), para penetrar en la opinión pública y capturar una cantidad de votos suficiente, sea a través de un partido político o, últimamente, mediante alianzas que lo exceden.
Las feroces agresiones a los mecanismos electorales transparentes que viven algunos países de Latinoamérica, como Nicaragua o Venezuela, o su supresión desde hace más de 60 años, como el caso de Cuba, nos hacen valorar y defender el proceso argentino, que con sus más y menos, funciona adecuadamente.
Se supone también que las elecciones permiten arbitrar, al menos por un período de dos años, entre las distintas visiones políticas que atraviesan a la sociedad. Ese arbitraje otorgaría al triunfador las herramientas para llevar adelante su plan de gobierno. Por supuesto que tal programa estará encaramado en los límites que le fija la estructura institucional vigente, expresada en el texto constitucional.
Dicho de otro modo, la Constitución establece los márgenes (o el cuadrilátero) donde la batalla política tiene lugar y además determina el método incruento de solución de conflictos. Como bien explica Andrés Rosler en el texto que se publica en este número, la dialéctica amigo-enemigo que según Carl Schmitt define a la política, en una sociedad institucionalizada a través de un sistema constitucional no debería ser la que impere en el debate político.
Sabemos, no obstante, que no siempre se da de la manera que pretendí conceptualizar en los párrafos anteriores y el debate puede girar –y gira– hacia lugares más polarizados, donde justamente lo que se pone en duda es el sistema mismo o –lo que es más grave– se intenta hegemonizar el poder y romper la dinámica constitucional a cualquier precio. Esto, desde ya, no resulta novedoso y desde Madison en el N° 48 del Federalista, se viene repitiendo que la división de poderes y la efectiva protección de las libertades individuales, con principal foco en la de prensa, son buenos antídotos para quienes pretenden agredirla intentando acaparar poder en detrimento de quien piense distinto. Con la infinidad de problemas, y los eventuales ajustes que cualquier sistema político requiere, nuestro país viene sosteniendo esta institucionalidad.
Esta “maquinaria” constitucional, entonces, es la que fija el perímetro del debate, aún con quienes la consideran inútil, “burguesa”, o que protege a los “factores de poder”. Por otra parte, la experiencia nos muestra también que la democracia republicana, con su componente igualitario desarrollado en el siglo XX, sigue siendo el mecanismo mediante el cual mejor se canalizan los cambios estructurales en la sociedad, sin necesidad de tener que recurrir a métodos revolucionarios.
En este contexto, la famosa “grieta” a la que se alude de manera permanente, es un producto, si se quiere exacerbado, del debate encarnado en el sistema democrático. Las posiciones, a veces, parecen extremadamente antagónicas y hasta podría argumentarse que hay dos modelos de Argentina en pugna. No obstante, el cuadrilátero institucional se mantiene, aunque la falta de resolución de esta contienda parece dar lugar a un empate casi permanente.
En términos futbolísticos, sabemos que la victoria otorga tres puntos, la derrota nada, y el empate un punto. Algo suma, pero no lo suficiente. Si la “igualdad” es sistemática, el avance es menor o, peor aún, se torna retroceso.
El empate se da, sencillamente, porque las distintas visiones de Argentina no terminan de prevalecer para llevar adelante un proyecto con ambición de futuro. A fuerza de simplificar, unos se anclan en el pasado impulsando una visión donde el Estado interviene de manera agobiante en la actividad económica, alterando los precios relativos y conspirando con el clima de generación de valor e inversión, en la idea de que traerá el ansiado desarrollo. Otros, pretendiendo de manera ingenua un cambio cultural que operaría casi mágicamente, donde las inversiones lloverían por la sola razón de que los contrarios no están en el poder. Estas son las visiones más polarizantes que se escuchan, aunque hay muchísimas más, que no resulta posible glosar ahora. En la actualidad, los apoyos al régimen cubano, la falta de condena expresa a los gobiernos de Venezuela o Nicaragua; o las curiosas definiciones presidenciales sobre la libertad (que se tratan en el texto editorial de este número) por el lado del oficialismo, sólo aportan confusión a los debates. A la postre, ninguna de las visiones prevalece y se alternan en la gestión del poder, con las consecuencias que hoy conocemos perfectamente.
Ahora bien, vale la pena reiterar que en el marco institucional para dar el debate no hay lugar para la exclusión de nadie (con excepción de quien es culpable –con sentencia firme– de delitos), desde que justamente es el propio texto constitucional el que fija los límites y es también el que –con clarividente sencillez– protege de manera robusta las libertades necesarias.
Hay, no obstante, factores que trastocan esta lógica y producen alteraciones de enorme relevancia. Como dije anteriormente, el texto constitucional es el que determina que el conflicto será resuelto mediante la adjudicación, por un Poder Judicial independiente. Por otra parte, el fenómeno de la corrupción atraviesa nuestra historia y se agravó en las últimas dos décadas. Es fundamental que el Poder Judicial sea quien resuelva de manera imparcial estas cuestiones. Mientras tanto, debemos someternos a la regla institucional por antonomasia, que es la presunción de inocencia. La exclusión de los supuestos corruptos del debate público sin una sentencia firme no está dentro del menú del texto constitucional.
Que los jueces (en especial los encargados de investigar la corrupción) no sean todo lo eficaces que se espera de ellos es un problema de primera magnitud, que forma parte del eterno empate en el que vivimos. Un ejemplo elocuente de esta afirmación es la causa por contrabando de armas en la que estaba involucrado el expresidente Carlos Menem, la que, hasta su muerte reciente y luego de más de 25 años de ocurrido el hecho investigado, no tuvo una resolución final. En definitiva, el Poder Judicial es parte de esta dificultad, donde la adjudicación que se espera de los jueces está atravesada por la política. Si, por el contrario, los fiscales y jueces ocupan el lugar que les corresponde investigando y juzgando eficazmente de conformidad con la ley aplicable, una de las causas relevantes del empate podría comenzar a resolverse.
La pregunta que sobrevuela es el modo en que debemos entender al debate en una república democrática para desempatar, y si debemos soportar la polarización, los antagonismos y a veces los ataques a un entendimiento canónico del texto constitucional.
Giovanni Sartori, en su texto Que es la democracia responde con sencillez que “el comerciante que vende perlas falsas por verdaderas va a prisión; el político que vende humo, con frecuencia lo logra y no va a prisión. Entonces, la diferencia es que en política la concurrencia desleal, mentirosa y precisamente ‘demagógica’ es impune, y a menudo redituable…Legamente no lo podemos impedir, estamos imposibilitados. El único correctivo es hacerlo público, que no se dejen engañar, cuando menos en masa y todo el tiempo”.
En esta línea de razonamiento, el debate democrático no tiene que cejar. Por el contrario, debe robustecerse y confrontar lo que resulte necesario confrontar. No tanto tiene que procurar el proclamado “consenso” sino cierta concurrencia de objetivos que permita poner en marcha un proyecto para ambicionar una Argentina mejor. La regla institucional será el marco indispensable y las razones por las que los actores políticos tiendan a concurrir no necesariamente tienen que coincidir. Este camino tendrá dos efectos virtuosos: en primer lugar, comenzar a disolver la famosa grieta y transformarla en debates sustanciales. En segundo lugar, consolidar aún más la república democrática.
Diego Botana es Abogado, Doctor en Derecho, Master en Leyes y profesor universitario