Nos ha parecido oportuno rescatar una nota del diario La Nación, que ya tiene más de veinticinco años, redactada por Bartolomé de Vedia, que dialoga con algunas opiniones del sacerdote José Luis Duhourq, que fue una persona versada en artes y hombre de consulta para muchos artistas de Buenos Aires.

Sobre todo es interesante ver cómo, a partir de un hecho puntual, conflictivo y polémico, ambos logran elevarse a un marco de comprensión más amplio, en el que no sólo ese hecho sino otros semejantes deberían ser tratados si se quiere estar a la altura intelectual, ética y estética que se requiere para producir una palabra responsable y fundamentada, con conocimiento acerca de este tipo de cuestiones.

Han sido innumerables las veces que algún intento estético ha despertado en la jerarquía eclesiástica la decisión de pronunciarse al respecto. Y, de ambos lados, se ha dejado la impresión, en buena medida falsa, de que existe una enemistad entre la Iglesia y el arte o los artistas.

Hay un problema obvio de comunicación. Pero, antes, se trata a veces de un problema de verdadera sensibilidad y conocimiento estéticos.

Por parte de algunos artistas, hay muchas veces una ignorancia respecto de las figuras que utilizan para labrar su obra. Si no hay mala fe (y en los verdaderos artistas no suele haberla) es estimulante el uso de algunas imágenes, sobre todo religiosas, por su enorme potencial expresivo. Y es muy bueno que los artistas recurran a ellas. Pero se ha de tener en cuenta el significado singular de las imágenes que se utilizan o producen, sean o no religiosas. Más allá del uso de las figuras en cualquier obra que se realice, esto es algo que queda especialmente claro cuando se trata de representar alguna obra (musical, teatral…) importante o de algún gran artista. Muchas veces, en la adaptación o actualización, se ve de modo nítido que los artistas no han confiado en la obra o en su compositor, y han preferido rectificarlos echando mano de lugares comunes o ideológicos con los que se sustituye o devalúa la obra. La obra y su compositor les han quedado grandes. Esta mediocridad estética no es infrecuente. Pone, además, en cuestión la condición de artista de quien ha malogrado un hecho estético de importancia, manifestando así la ausencia de verdadero oficio artístico.

Con la Iglesia pasa algo parecido: muchas veces no se distingue una verdadera obra de arte de un producto devaluado. Esto suele ocurrir porque la jerarquía eclesiástica no acude a los hombres de Iglesia que podrían hablar con autoridad acerca de la cuestión. Y aquí se produce el malentendido o problema de comunicación: la Iglesia parece hablar contra los artistas, cuando no se trata especialmente de ellos, y acude a las instituciones de gobierno, que muchas veces carecen también de la capacidad para hacer una evaluación estética satisfactoria y reconocer a los verdaderos artistas. De este modo, reiteradamente, la Iglesia aparece como una minoría cultural que habla su lenguaje en medio de otras minorías culturales que hablan el suyo, aunque diga que lo hace en nombre de un pueblo que siente y cree lo mismo que ella. Todas las minorías hablan siempre en nombre de un pueblo que siente y cree lo mismo que ellas. El debate, pues, queda encerrado en un espacio de poco nivel o significación. Por supuesto que cuando se ha dañado u ofendido la imagen religiosa, la Iglesia tiene todo el derecho de decir su palabra al respecto. Pero no es lo mismo si se trata de abordar a un artista realmente interesado en las posibilidades de la figura religiosa, que no ha comprendido cabalmente su sentido, y que está abierto al diálogo, que confrontar con quien ha utilizado la imagen religiosa dentro de un todo producido de manera irresponsable y deficiente. Aquí la Iglesia, además, debería señalar que ha sido ofendida también la sensibilidad estética y el arte verdadero.

Y esto porque, además de la importancia que la cuestión tiene para todos, lo penoso del asunto es el desamparo de los artistas. La jerarquía de la Iglesia y la jerarquía civil no terminan de distinguir una obra de arte de un producto menor de algún taller de creatividad, o de un manifiesto ideológico, o de una provocación, o de cualquier otro asunto que realmente no accede a la estatura de obra de arte. Entonces el gobierno pide disculpas, los protagonistas de la obra fallida se dan por agraviados, y todo queda atrapado en un ámbito que no es el de los artistas ni tiene que ver con el verdadero mundo estético.

La cuestión no es fácil y los límites son muy borrosos en este terreno. No obstante, sería de desear que tanto la Iglesia como las instituciones culturales de gobierno profundizaran en el admirable e imprescindible mundo del hecho estético, y resultaran así capaces de desestimar a los usurpadores y de reconocer, respetar y promover a los verdaderos artistas. El instrumento insuperable, cuando se está en condiciones para hacerlo, es el diálogo con ellos.

El artículo de referencia es el siguiente:

Las controversias suscitadas por el film La última tentación de Cristo, realizado por el director Martin Scorsese e incluido en el Festival Internacional de Venecia, donde será exhibido fuera de concurso, son en buena medida una reedición de las que se desataron hace tres años con motivo del estreno de la película de Jean Luc Godard Je vous salue, Marie.

Ambas películas nos sitúan, curiosamente, ante directores cinematográficos empeñados en abordar temas propios de la tradición religiosa cristiana con un lenguaje y una sensibilidad ajemos al espíritu de esa tradición. No es de extrañar, por lo tanto, que los dos films hayan provocado un enérgico rechazo en vastos sectores de la comunidad cristiana internacional y hayan sido acusados de blasfemos o sacrílegos.

En Nueva York se produjo una vasta movilización contra el film de Scorsese, encabezada por grupos fundamentalistas de distintos credos de origen cristiano. Los más exaltados se concentraron ante el cine con carteles y consignas de protesta. Como en otras oportunidades, muchos se preguntaron si la actitud de esos grupos no resultó contraproducente, en la medida en que generó una atmósfera de escándalo que favoreció los planes publicitarios de los distribuidores del film.

En ciertas esferas de la comunidad católica argentina se considera que el problema planteado por las películas mencionadas es sólo la manifestación circunstancial de otro problema mucho más amplio, como es el de la relación entre la religión y los medios de expresión artística, que en las condiciones históricas actuales y a la luz de algunas de las tendencias que prevalecen en el campo del arte revista características particularmente complejas.

“La belleza viene de Dios”

El padre José Luis Duhourq, de larga y fecunda actuación en los medios culturales y en la docencia universitaria, opina que cualquier aproximación al tema de la relación entre lo artístico y religioso debe partir del reconocimiento de que la belleza, por principio, está enraizada en el orden de Dios y tiene, por lo tanto, un sentido cristiano.

Sentado ese principio, es necesario tomar conciencia –afirma el mencionado presbítero– de que la realización de la belleza, o sea su concreción en el espacio y en el tiempo, está condicionada por las circunstancias históricas. Hay, pues, dos concepciones básicas. La primera nos indica que la belleza existe desde Dios. La segunda nos enseña que, al realizarse, al corporizarse en una obra concreta, la belleza está sujeta a vaivenes de la apreciación histórica.

Esas dos concepciones corresponden a dos pasos sucesivos del ministerio bíblico. Dios, según la Biblia, “vio que todo era bueno”. Esa expresión encierra un juicio estético, puesto que supone el reconocimiento de que la bondad y la belleza están unidas, van juntas, como en el ideal griego. Pero sobre ese fondo general irrumpe luego la historia. Es el segundo momento bíblico: el de la tentación. El diablo le muestra al hombre la belleza al margen de Dios. Y nace el pecado.

La belleza, a partir de ese momento, pasa a ser ambigua, equívoca. El mundo ya no vive en el mundo viendo “que todo era bueno”. Y adopta el sentido histórico, que lo lleva a pensar que las cosas son relativas. La historia –ya se sabe– está marcada por las tensiones entre el bien y el mal. Todo cristiano piensa que hay una verdad absoluta. Pero sabe, para su desdicha, que la realización concreta de esa verdad es relativa. La historicidad, la relatividad en el juicio, las variaciones culturales, son una realidad que la Iglesia no podría desconocer.

Pablo VI y los artistas

¿Y el problema del arte?  El cristianismo nunca fue ajeno ni indiferente ante el arte, señala el padre Duhourq. Por el contrario, fue un importante factor de arte a lo largo de la historia. Sin embargo, cuando se llega al siglo XX, se produce un cierto divorcio entre arte y religión.

¿En qué momento toma conciencia la Iglesia de que perdido la relación vital con el arte y la belleza? Hay, según Duhourq, una fecha precisa: 1964. Es el año en que Paulo VI, en una alocución a los artistas, reconoce esa problemática y pide perdón, en nombre de la Iglesia, por ese divorcio.

En 1964 estaba en pleno desarrollo el Concilio Vaticano II. La Iglesia estaba revisando su diálogo con el mundo. Paulo VI formula la conciencia de una Iglesia sobre la necesidad de rehacer su diálogo con el mundo del arte. 

Para ello es necesario comprender que el arte, históricamente, ha cambiado sus canales de realización, se ha complejizado. Ya no tienen vigencia las definiciones clásicas, válidas para la pintura, la escultura o la música tradicionales. En el concierto de las voces artísticas del siglo XX ha llegado, acompañado de nuevas voces: las de la técnica. Y ha nacido un arte nuevo emparentado con el de los canales clásicos, pero enraizado en un contexto diferente.

La Iglesia y el arte nuevo

¿Cómo es la relación de la Iglesia con ese arte nuevo? Al principio, reticente y distante. Más tarde, inclinada hacia una progresiva aceptación.

Resurge el problema del que se hablaba al comienzo: una cosa son los principios y otra la aplicación práctica de esos principios. La Iglesia tiene conciencia de que aquel diálogo interrumpido con el arte debe ser retomado. Pero al bajarse al plano de las cosas concretas, el diálogo –que parecía fácil– se hace problemático.

De ahí la dificultad que se plantea cada vez que la Iglesia entra en el lenguaje del mundo y el mundo entra en el lenguaje de la Iglesia, resume el padre Duhourq. Un cineasta decide abordar, desde el mundo, temas y cuestiones que atañen a la Iglesia, pero lo hace con un lenguaje que la Iglesia siente totalmente ajeno. Más aún: agresivo, disonante.

“No importa tanto la blasfemia. Es el lenguaje lo que importa”, expresa Duhourq. Cuando un hombre de cine aborta temas religiosos sin un conocimiento serio de las enseñanzas tradicionales de la Iglesia, o sin una mínima consideración hacia ellas, es lógico que desde el campo católico se suponga que hay mala voluntad de su parte. Pero a lo mejor no hay mala voluntad, sino una sincera necesidad de recomponer el diálogo arte-religión, aunque por una vía imperfecta. Se hiere a la Iglesia porque se usa un lenguaje ajeno a su tradición.

Afirmar el diálogo

Lo que no parece aceptable –observa el padre Duhourq– es que se utilice la figura de Cristo para formular un concepto anticristiano de lo que el hombre debe ser. Es lo que aparentemente ha hecho Scorsese: usa a Jesús para santificar su punto de vista, su idea de que no es concebible la castidad en el hombre. Algo similar había hecho antes Godard con el tema de la virginidad.

Pero tampoco es aceptable que quienes están en el campo católico se encierren en un tradicionalismo estrecho, que los desvincula del lenguaje de la época. La tradición (como lo demuestra el caso Lefebvre) es un arma de doble filo.  No se puede juzgar la realidad sólo a la luz de los conceptos tradicionales, sin tener en cuenta la sensibilidad cultural actual.

El problema –concluye el padre Duhourq– desemboca, inevitablemente, en el gran tema de la evangelización de la cultura. La Iglesia y el arte son dos interlocutores que deben sentarse a dialogar. Para ello, es necesario que aprendan a usar el mismo lenguaje. No sólo los artistas deben hacer el esfuerzo; también deberá hacerlo la Iglesia, cuya tarea evangelizadora consiste, justamente, en transmitir los principios inmutables de su doctrina sin desconocer los rasgos culturales, específicos, del destinatario de su mensaje.

Bartolomé De Vedia.

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