En el Centro Ettore Majorana de Cultura Científica de Erice (Sicilia) (www.ccsem.infn.it), fundado por Antonino Zichichi, físico eminente, católico comprometido en la vida cultural europea, tuvimos del 16 al 20 de julio un encuentro internacional dedicado al “Cerebro Educado”, que tuve el honor de presidir con Kurt Fischer, mi colega y amigo de Harvard. Trece países estaban representados y fuimos seis los argentinos que participamos en él. Tratamos numerosos temas relacionados con las nuevas investigaciones sobre el cerebro, la mente y la educación (www.marin.edu. ar/neurolab). La mitad de los participantes eran jóvenes investigadores que se están perfilando como líderes en estas nuevas disciplinas utilizando los recursos más avanzados de la tecnología digital y de la neurobiología, la otra mitad pertenecíamos a una generación que no tuvo el privilegio de usar computadoras en sus estudios universitarios o secundarios y que ahora se atreve a introducir las neurociencias en las escuelas. Este contraste generacional no nos quita la certeza de que estamos abriendo, juntos, un nuevo campo en la educación que será tan revolucionario como el de la informática.

 

Pero el camino no es fácil y está plagado de obstáculos. La utilidad de estos encuentros internacionales estriba, precisamente, en compartir experiencias muy diversas y propias de cada cultura. Podríamos decir, además, y aquí está la novedad de la “neuroeducación”, que cada cultura “impregna” nuestro cerebro en forma diferente. Como símbolo de esta multiplicidad cultural quisimos otorgar el primer premio IMBES (de la flamante International Mind, Brain and Education Society) a una notable investigación sobre el cerebro lingüístico realizada en Oxford por una joven neurocientífica japonesa, Maki Koyama, que estudió la intimidad de algunos procesos cognitivos propios de lectores japoneses al pasar del ideograma Kanji al sistema fonético Kana. También fue simbólico el hecho que el premio consistiera en una obra de arte digital, gentilmente donada por Santiago Espeche, joven artista argentino que logró producir una fusión poética entre la imagen del cerebro y la fotografía satelital de un paisaje montañoso (en lugar de los pliegues de la corteza cerebral). Este premio se entregó en una cena celebrada en un tradicional restaurant de la plaza principal de Erice, un auténtico escenario de ópera italiana. No está de más decir que los invitados a las reuniones científicas en Erice tienen la libertad de elegir entre diferentes lugares para almorzar o cenar gratuitamente lo que facilita y alegra los encuentros personales, motivo central de todo congreso o seminario. En realidad, en todo momento nos sentíamos participando en un verdadero concierto de ciencia y de arte. Teníamos además como referencia milenaria la armonía serena de los famosos templos griegos de Segesta y Selinunte que fueron motivo de inspiración para todo el grupo en una visita de domingo soleado y brillante.

 

Enrico Fermi (1901-1954) el genio de la física que produjo la primera fisión nuclear controlada es, junto a Galileo Galilei, el numen titular del Centro de Erice. Fermi escribió un relato conmovedor sobre una experiencia que vivió de joven en un campo de Umbria, que traduzco ahora pues nos puede servir de guía en estas reflexiones sobre la ciencia y al belleza.

 

Una tarde, mejor dicho una noche, mientras esperaba que me llegara el sueño, que tardaba en venir, sentado en la hierba de un prado, escuchaba las plácidas conversaciones de algunos campesinos cercanos, que decían cosas muy simples, pero de ninguna manera vulgares o frívolas, como sucede a menudo en otros ambientes. Nuestro campesino habla poco y toma la palabra para decir cosas oportunas, sensatas y a veces sabias. Finalmente se callaron, como si la majestad serena y solemne de aquella noche itálica, sin luna pero cubierta de estrellas, hubiese vertido sobre aquellos espíritus simples un misterioso encanto. Rompió el silencio, pero no el encanto, la voz de un campesino fornido, en apariencia inculto, que mientras estaba tirado sobre el pasto con los ojos vueltos hacia las estrellas exclamó, como obedeciendo a una inspiración profunda: “¡Qué belleza! Y pensar que algunos dicen que Dios no existe”. Lo repito, aquella frase del viejo campesino en aquel lugar, a aquella hora, después de meses de estudios aridísimos, tocó en vivo mi alma, tanto que recuerdo aquella escena como si fuera hoy (M. Micheli,1979, Enrico Fermi e Luigi Fantappié. Ricordi personali).

 

Una sensación semejante impactó mi espíritu mientras contemplaba la primera puesta de sol sobre el mar de Sicilia desde ese escenario privilegiado que es el antiguo pueblo fortificado de Erice en el extremo occidental de la isla. Allí se reúnen desde hace décadas científicos que llegan de todas partes del mundo para pasar algunos días de intenso intercambio intelectual en un paisaje bellísimo trabajado por la cultura de siglos. En particular, el paisaje luminoso que penetra en una de las salas de reunión con un enorme balcón abierto al mar a unos 700 metros de altura es indescriptible. Pienso que todos los que estábamos reunidos en ese lugar discutiendo sobre el cerebro y la educación éramos conscientes del enorme privilegio de estar inmersos en la pura belleza. Y seguramente algunos vivieron también la experiencia de lo sublime como aquel campesino citado por Fermi. Pero esos momentos excepcionales de conexión entre la creatura y el Creador no están aislados de la vida cotidiana pues la belleza se construye continuamente, es un diálogo entre el objeto y el sujeto, no está dada, y se conquista a cada instante. Si estoy triste el paisaje más bello puede convertirse en un motivo más de angustia, si estoy feliz, un simple rayo de luz sobre un guijarro me colma de alegría, una palabra de un ser querido me transporta. La belleza es el resplandor de la verdad, splendor veritatis.

 

Como prolongación de esta idea Antonino Zichichi acaba de publicar un nuevo libro que es una reflexión sobre la infinita sabiduría que rige el cosmos, sobre la belleza intrínseca de su organización y la bondad de la Creación. Se llama Entre la fe y la ciencia (Tra fede e scienza. Da Giovanni Paolo II a Benedetto XVI, Il Saggiatore, Milano 2005). En esencia trata del valor de la ciencia y su relación con la fe, tal como lo entendía Juan Pablo II. El querido papa polaco fue el 8 de mayo de 1993 a Erice para una reunión de la World Federation of Scientists que representaba a 115 países. Su paso por ese pueblo centenario ha dejado recuerdos imborrables en la memoria de sus habitantes. Vemos su foto en los más variados lugares, comenzado por los diversos edificios del Centro dedicados a la ciencia, todos ellos ambientados en antiguos conventos que han sido restaurados con delicada perfección. Pero al cabo de una conversación en algún negocio o café aparece siempre la imagen de aquel hombre de blanco caminando por las estrechas calles de piedra entre una multitud de científicos, hablando diversas lenguas y predicando la paz. Confieso que me sentí profundamente emocionado cuando me tocó dirigir algunas de las reuniones de nuestro encuentro en el aula magna del Centro, desde la misma plataforma donde Juan Pablo II pronunció palabras decisivas sobre la fe y la razón, que merecen citarse, algunas de ellas están escritas en placas y esculturas en el Centro Majorana. Siguiendo el texto de Zichichi las podemos ordenar en una lista de diez frases claves contenidas en distintos mensajes del Papa a la comunidad científica a lo largo de su pontificado:

 

Todo lo que nace de un acto de amor no debe ser jamás castigado.

La ciencia y la fe son ambas dones de Dios.

El uso de la ciencia no es más ciencia. Por ello la técnica puede estar a favor o en contra de los valores de la vida y de la dignidad del hombre.

El hombre puede morir por efecto de la técnica que él mismo desarrolla, nunca por la verdad que él descubre mediante la investigación científica.

Como en el tiempo de la lanza y de la espada, también hoy, en la era de los misiles, para matar antes que las armas está el corazón del hombre.

El voluntariado científico es una de las formas más nobles de amor al prójimo.

El uso de la ciencia para el bien es testimonio viviente de una extraordinaria continuidad, de una fusión constante con la obra de la Creación.

El amor vence, derriba las fronteras, rompe las barreras entre los seres humanos. El amor crea una nueva sociedad.

La ciencia tiene raíces en lo Inmanente pero lleva el hombre a lo Trascendente.

Los no creyentes reflexionan, los creyentes reflexionan y rezan. Creyentes y no creyentes, juntos, animados de buena voluntad, actúan para que se realice en el mundo una Gran Alianza entre Fe y Razón.

 

Recuerdo muy bien cuando Zichichi comentó estas frases en la asamblea general de la Pontificia Academia de Ciencias en noviembre de 2002 (The cultural values of science, Pontifical Academy of Sciences, Vatican, 2003). En esa ocasión los nuevos académicos hicimos nuestra auto-presentación. Entre ellas se destacó notablemente la de Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI. La obra de la Iglesia en el campo de la ciencia se sigue perfeccionando. El próximo encuentro de las academias pontificias de Ciencias y de Ciencias Sociales en el Vaticano será en noviembre sobre “Globalización y educación”. Allí, en la Casina Pio IV, joya del renacimiento, se debatirán problemas esenciales del momento actual. Dos miembros de Criterio, Juan J. Llach y el que escribe participarán de este encuentro. Seguramente escribiremos sobre este tema decisivo.

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