Largos meses atrás, publicamos aquí mismo una charla con el director de esta muy placentera comedia, el uruguayo Guillermo Casanova. La película estaba entonces a punto de estrenarse. Por esas cosas de la exhibición, recién ahora consiguió salas. De golpe, de un día para el otro, justo en una semana cargada de estrenos. Parecía destinada “al muere”. Pero el famoso “boca a boca”, es decir, la recomendación de espectador a espectador, logró sostenerla. Lo cual, vistos sus méritos, resulta gratamente lógico, y muy justiciero.

 

El viaje nace en un cuento del narrador costumbrista Juan José Morosoli, adaptado nada menos que por Julio César Castro, alias Don Verídico, sin duda uno de los mejores libretistas que tuvo Luis Landriscina, lo que ya da una idea del tono amablemente gracioso y sabio de la obra. Y se ambienta a comienzos de los ’60, como para agregarle un tanto de inocencia y melancolía. En ese tiempo, y desde el fondo de las sierras de Lavalleja, unos personajes que nunca salieron del pueblo van a tener que subirse al camioncito de un amigo conocedor, que insiste en llevarlos a conocer el mar. A ellos, para quienes la vida fue, cuanto mucho, del trabajo al bar y del bar a las casas.

 

Así, medio reticentes, desconfiados, descubrirán el mundo que los rodea. Y el otro mundo, de los turistas, los grandes carteles de propaganda en medio del camino, y las casas de fin de semana con autos lujosos, que les parecen de extraterrestres. El hombre los acarrea como arrepentido a veces de llevar semejantes burros, y se planta al final, bien de brazos cruzados, orgulloso de mostrarles toda esa maravilla, como si él la hubiera hecho. Hermoso personaje, el de Hugo Arana. Ellos son, como sus respectivos nombres lo indican, el Vasco, Rataplán el Tonto, El Desconocido (que en realidad es un colado de otro cuento), el vendedor de quiniela Siete y Tres Diez, a cargo del propio Julio César Castro (flaco bigotudo, de tiradores, asombrado; fue la única y última vez que apareció en el cine, para hacer esta película les escondió a todos la gravedad del mal que tenía), con su perro Aquino, y Quintana, así llamado en alusión a “la quinta del ñato”. Quintana es de oficio sepulturero. Y es el que se descubre frente al misterio de la inmensidad. Y el que nos descubre, con sólo dos planos y tres palabras, que detrás de este cuento criollo, de sonrisa bonachona y cordial, también, si uno quiere verlos, están los versos de Manrique.

 

Entonces el costumbrismo termina siendo fábula poética, el humorismo da paso a una repentina emoción que nos ahoga, y esta película que parecía chiquita, se hace intensa y definitivamente hermosa. Para más, tiene una música preciosa, que hasta incluye, inesperadamente, el pericón nacional. Nosotros insistimos en recomendarla: se disfruta con placidez, se aprecia por lo bien hecha, y se recuerda con admiración y ternura.

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