Ya hace tiempo que la expresión no-lugar se ha impuesto en el discurso culto. Cada vez que pensamos en shoppings, aeropuertos o cualquiera de esos amenos desiertos que nos rodean, nos acordamos de Augé y de sus no lugares.
Sin embargo, al reducir un concepto tan rico a un simple comodín, no hacemos justicia a la riqueza que tiene en el pensamiento de Marc Augé, el antropólogo que renunció a las comunidades arcaicas para reflexionar sobre la naciente cultura global.
La etnografía nació de la mano del colonialismo. Cuando se convirtió en antropología cultural, no perdió ese tono elegíaco que había adquirido al contemplar culturas que parecían condenadas a sucumbir ante el embate de la modernidad.
Pero hoy es la propia modernidad, que de algún modo había logrado asumir el pasado e integrarlo, la que se está esfumando velozmente por efecto de la globalización del poder y de las comunicaciones. Pensadores como Augé contemplan alarmados un proceso de homogeneización cultural del planeta, que amenaza con borrar los sustratos modernos y premodernos del mismo modo que la clonación pone en peligro la diversidad biológica.
A este fenómeno, que suele llamarse posmodernidad, algunos prefieren caracterizarlo como hiper-moderno, en cuanto lleva al límite algunas tendencias modernas, o para-moderno, en la medida que encarna los deseos ocultos de la modernidad. Augé prefiere llamarlo supra-modernidad (surmodernité) haciendo quizás una irónica alusión al surrealismo.
La supramodernidad procede a resignificar los lugares en que vivimos, configurados por la historia, para transformarlos en meros espacios que ocupamos, ya sean físicos o virtuales. También genera sitios que parecen estar fuera de la historia y la geografía, perfectamente funcionales y permutables, cuando no son decididamente virtuales, como los de la Red.
Al hablar de no lugares, Augé parece pensar en espacios de paso, sitios donde nadie piensa echar raíces. Es una categoría que comprende desde hoteles y clubes de vacaciones hasta campos de refugiados, refugios de squatters, barcos o aviones. Estos sitios, por los cuales se pasa sin habitar, parecen ahistóricos y extraterritoriales: son espacios físicos, construidos por el hombre pero aún no plenamente humanizados.
De hecho, no es abusivo llamar no lugares también a las obras de ese urbanismo transitorio que es capaz de levantar brillantes complejos comerciales tanto como de abandonarlos cuando lo impone el mercado. Basta observar la uniformidad de los locales de una cadena de supermercados y el estilo que comparten todas las cadenas, con la diversidad de los comercios de antaño.
El trato personalizado con que el almacenero o el tendero ofrecía su limitada provisión, ha sucumbido ante la profusión de bienes del hipermercado. Pero ahora nos atiende una hueste de adolescentes obligados a fingir amabilidad y simpatía en un clima de comedia musical que oculta a menudo abyectas servidumbres.
Ignoro si alguien habrá reparado en que esos sitios escenográficos, armados con árboles, césped y felicidad incluidos, parecen imbuidos del espíritu de la utopía racionalista. Ellos y la utopía tienen en común ese carácter de cosa pensada, forzada e impuesta a la realidad con total desprecio por lo preexistente: ambos son no lugares.
Un presente sin historia
Sabemos que, desde Thomas More, u-topía significa no-lugar. La Utopía no sólo es ese sueño vano e irrealizable que menciona el diccionario. Es la pretensión de imponer un designio racional a la realidad, generalmente sin respetar su historicidad.
Utopía son los centros comerciales, los lugares de comida rápida y las cavernas musicales. Lo son los multicines y esos auditorios multifuncionales que sirven tanto para celebrar misa como para una asamblea de accionistas; las cadenas de hoteles, que ofrecen un mismo ambiente en cualquier parte; los barrios cerrados, diseñados como aldeas alpinas, pueblos mediterráneos o villas tropicales de utilería.
Quien transita por esos sitios se siente parte de un espectáculo, se desplaza por un ambiente musicalizado y perfumado, rodeado de lujo y gente solícita. Por eso muchos los usan como paseos, aunque no compren nada. Ahí se vive en Utopía: los problemas sociales tienen vedado el acceso y la mayor preocupación es lucir una buena figura.
El entorno urbano está tan lleno de decorados como un estudio de Hollywood. Junto a un barrio donde el viento mece unas palmeras escuálidas, hay una plaza de coníferas nórdicas, una ostentosa mansión con columnas griegas y un falso jardín oriental lindando con la mole cristalina del hipermercado.
La gente que deambula por allí tampoco tiene un estilo propio. Los adolescentes se disfrazan de jamaiquinos y las amas de casa se ponen las prendas de las pornostars. Los albañiles suben al andamio con el calzado de los atletas y llevan la vianda en un bolso deportivo. Cualquier extraterrestre diría que van a jugar al golf.
En realidad, hasta los propios excluidos, sobrevivientes de culturas anteriores, han perdido su identidad. Están desterritorializados y la TV nos muestra hasta qué punto se parecen en todas partes. Sólo se distinguen por sus fisonomías étnicas, pero todos lucen los mismos rótulos, las mismas prendas y escuchan la misma música.
La proliferación de los no lugares es un síntoma de que vivimos en sitios que parecen más diseñados que fundados. A nuestro alrededor se construye una cultura artificial, que rompe con la historicidad de manera inédita.
Una cultura que se impone a la realidad como el lecho de Procusto al cuerpo de sus víctimas, no es otra cosa que utopía. Es tan utópica como esos sueños de la razón que tantas vidas costaron. Excluye aquello que nos sitúa históricamente, y se impone como algo inexorable, sin respeto por la realidad previa, al ritmo de las revoluciones tecnológicas.
Augé comenzaba por definir el lugar antropológico o existencial como aquello que condiciona nuestra identidad en el seno de una cultura. El lugar (que podríamos llamar topía) se caracteriza por tres coordenadas: la identidad, el vínculo social y la historicidad. La identidad es delineada por el paisaje en que uno se ha formado. El nexo social nace de las relaciones entre aquellos que comparten una cultura propia. La tradición vivida prolonga la identidad en el tiempo.
En la utopía global del mercado, tan artificial como la más racionalista de las utopías, la identidad local no existe, y la historia ha quedado afuera. Ya ni siquiera se es ciudadano; apenas un consumidor, un contribuyente, un cliente o un usuario. El compromiso personal es reemplazado por la transacción de intereses y la conveniencia de las relaciones es objeto de cálculo.
La principal víctima de este proceso es la historicidad. Se evita hablar del futuro, que solía ser el ámbito de las utopías, y se huye del pasado, que ya fue. Pero el pasado nos pisa los talones. La última década ya es antigua y Elvis bien pudo haber sido contemporáneo de Carlomagno. Pronto el año que termina se hundirá en la noche de los tiempos, al ritmo de las innovaciones y las modas.
El pasado se esfuma, ante el embate de ese presente invasor que profetizaba Ballard hace dos décadas. La historia sólo le interesa a los historiadores, y es reemplazada por el relato de los medios, cada vez más local, más trivial y fragmentario 1.
Dialéctica de Topía y Utopía
La utopía nació de la crítica social, de la indignación que despierta el desorden de las sociedades reales. La irracionalidad tópica lleva a desear un Estado construido conforme a la razón.
De este modo, ante las imperfecciones de una democracia que había condenado a Sócrates, Platón creó el mito de una Atenas arquetípica, cuya virtud había vencido a la poderosa Atlántida.
Thomas More quiso imaginar una sociedad fuera del tiempo. La deseó basada en la racionalidad el gran descubrimiento moderno para evitar la insensatez que lo rodeaba: la guerra como deporte de los reyes, la ociosidad y la voracidad de los nobles, la miseria del pueblo.
Todo el primer capítulo de Utopía es una denuncia de la Inglaterra de Enrique VIII y una condena de la ambición que había impuesto la ganadería en desmedro de la agricultura. Las ovejas, que tan mansas eran y que solían alimentarse con tan poco, han comenzado a mostrarse ahora de tal modo voraces e indómitas que se comen a los propios hombres y devastan y arrasan las casas, los campos y las aldeas 2.
De este rechazo nació el sueño utópico, un corolario del racionalismo moderno. La utopía intentaba el diseño racional de una cultura (su mayor mérito) pero partiendo desde cero, como si despreciara las fuerzas históricas: ese fue su peor defecto. Pero muchas de las ideas utópicas (entre ellas el urbanismo) se introdujeron en la historia real.
More pensaba en términos satíricos, y por eso sembró la geografía de su isla con indicios de irrealidad: el río se llama Anhidro (sin agua), el príncipe es Ademo (sin pueblo) y sus vecinos son los acorianos (sin tierra) 3. Su conclusión era muy poco utópica: hay en esta República muchas cosas que más deseo que espero ver implantadas en nuestras ciudades.
La Utopía de More es de 1516. Dieciséis años después, Maquiavelo le respondió en El Príncipe (1632) con una alusión casi directa.
Maquiavelo recuerda la distancia que existe entre cómo viven los hombres y cómo deberían vivir y recomienda dejar de lado las utopías en lo concerniente a los Estados, para no tratar más que de las cosas verdaderas y efectivas 4.
El realismo político de Maquiavelo está en el polo opuesto del humanitarismo optimista de More. Partiendo de una experiencia política tan cruel como la de More, Maquiavelo opta por renunciar al deber ser (el reino de los valores) para concentrarse en el ser real, en la política tal como es, con toda su crueldad.
En lugar del Estado ideal, propone una ciencia política objetiva y ajena a los valores (como dirá Weber) y una tecnología para la acumulación y la conservación de esa energía tan escurridiza que es el Poder.
El realismo de Maquiavelo pone todo el peso en los hombres a quienes juzga irremediablemente corruptos tal como son. Es la topía en estado puro, diametralmente opuesta al optimismo utópico. Pero no deja de tener su parte de razón.
A partir de allí nace una interminable dialéctica entre topía y utopía.
El crudo realismo maquiavélico, que siempre condenaron con hipocresía todos aquellos que lo practicaban, parecería haber encontrado su corroboración en los desvaríos de la utopía dogmática.
Los escritores utópicos habían anticipado todas las tendencias totalitarias, con una ingenuidad que hoy se nos antoja siniestra. El diseño de las ciudades utópicas (desde Moro hasta Cabet) gira en torno de un poder centralizado. En la isla de Utopía todas las ciudades son iguales, todas las casas tienen tres pisos y todos usan la misma ropa, como en la China de Mao.
Aunque conserven rasgos tópicos (la capital de Utopía se parece a Londres y la Icaria de Cabet recuerda a París) su igualitarismo tiende al despotismo planificado: los icarianos demuestran al viajero que no son necesarios la libertad de prensa o los partidos, puesto que la verdad es una sola y que los órganos de su gobierno siempre la expresan (¡!)
Desde los tiempos de la Revolución francesa, los sueños de la razón comenzarían a engendrar monstruos. Con el tiempo, llegaron a conjugarse el utopismo con el poder, para producir las aberraciones de un racionalismo insensible.
El abbé Sieyès planificaba dividir a Francia en distritos cuadrados trazados con regla y escuadra, despreciando la cultura de sus habitantes. El reparto colonial del África, que en su tiempo parecía más admisible, fue el fruto de la misma lógica demencial. En el siglo XX pudimos ver a Stalin exterminando a los kulaks para imponer la colectivización, y a Pol Pot forzando a sus súbditos a construir una absurda red de inservibles canales, sólo para humillarlos.
La utopía irresistible
Tras agotar todos los excesos, la alianza de utopismo y maquiavelismo se extinguió en sordina. Pero el fracaso del utopismo socialista generó un vacío que acabaría por legitimar el orden tópico como si fuese natural y no tuviese alternativas posibles. En lugar de los Grandes Relatos se impusieron discursos parciales, como el relativismo cultural y el llamado pensamiento único.
Fue una victoria de Maquiavelo sobre Moro. Con ella se inició la construcción de una nueva utopía proyectada desde los principios tópicos del poder económico.
Derrotados los Relatos ideológicos, que creían conocer el sentido de la historia, el discurso del poder se vuelve único. En una época en que los científicos piensan seriamente en terraformar los planetas a imagen del nuestro, los poderes económicos emprenden la remodelación de la Tierra como un proyecto de utopía global.
La utopía ya no está en mano de los pensadores ni de los ideólogos, sino de ingenieros y economistas. Cuando desde lo alto de una torre inteligente los nuevos Sieyès o los Stalin transnacionales toman decisiones que afectarán la dignidad de millones de personas; cuando los Estados se tornan vestigiales y la economía real se subordina a la especulación; cuando los medios imponen la trivialidad como único relato, podemos decir que el utopismo no ha muerto. Se diría que ha proliferado.
No estamos ante una conspiración, sino de una sinergia de intereses que no parece admitir alternativas. Pero su equilibrio es volátil y las crisis que la azotan son más drásticas que las revoluciones de antaño.
Vivimos la utopía de un imperio descentralizado. Un imperio que, como dice Augé, es para-moderno, en cuanto realiza los proyectos que la Modernidad no hacía porque iban más allá de su tecnología. Recordemos que el imaginario futurista de la ciencia ficción desde más de cincuenta años venía proponiendo Imperios solares o galácticos: gobiernos mundiales en lugar de federaciones.
La cultura global es una promiscuidad de identidades culturales, como profetizó Toynbee, pero su utopía es imperial. Hoy el inglés es su lingua franca, pero mañana podrá ser el chino, como vaticina Bill Gates.
Las guerras y los Estados policiales ya son obsoletos. Basta con marginar a los que no caben en el esquema y gobernar al resto mediante eso que los británicos llamaron indirect rule. Su forma más actual es el multiculturalismo, que permite manipular la diversidad dentro de la unidad.
La principal contradicción de la utopía global se plantea entre dos discursos: el de la tolerancia y el de la competencia. Por un lado, se proclama que es preciso respetar a todos porque todas las diferencias son relativas, pero por el otro se lanza una lucha darwiniana por la supervivencia, cuyo árbitro es el mercado.
La disolución de los lugares antropológicos es uno de los flancos más débiles del nuevo esquema. Una tolerancia basada exclusivamente en el relativismo no satisface a la necesidad de identidad, porque no deja margen para la autoestima.
Disueltas las viejas lealtades nacionales, se construyen apresuradamente identidades meramente diferenciales, a menudo fundadas en el odio, como el racismo, los secesionismos y el fundamentalismo: los nuevos nihilistas, los hooligans, los skinheads, las milicias, son algunas de esas respuestas intolerantes que auguran tiempos difíciles.
La utopía de la aldea global en realidad, un archipiélago de islas prósperas rodeadas de miseria contiene en sí el germen de la fragmentación feudal.
Pero un escenario de anarquía parece tan improbable como indeseable. La red global es técnicamente más eficaz que cualquier otro sistema productivo y encierra una tendencia estructural a la descentralización.
El desafío radica en aprender a encauzar políticamente las fuerzas económicas hoy libradas a su propio arbitrio, para orientarlas hacia el bien común, permitiendo la diversidad y la autonomía de las culturas.
Se dirá que pensar en esos términos es utópico, pero pronto se irá haciendo necesario a medida que se multipliquen las crisis de un sistema que, siendo de alcance global, está dominado por intereses parciales.
Las recurrentes crisis financieras, que ahora alcanzan dimensiones planetarias, llevan a pensar que la prospectiva de una Pax Triadica que hubiese dominado los próximos siglos no sólo es utópica sino improbable.
¿Qué márgenes de autonomía tendrán las nuevas colectividades que surjan luego del redimensionamiento de los Estados nacionales y de las integraciones regionales, en relación con la red global?
¿Qué nuevas fórmulas de convivencia habrá que inventar para equilibrar lo global y lo local, lo real y lo posible, lo utópico y lo tópico?
1. Giovanni Sartori, Homo Videns, Taurus, Madrid 1998.
2. Tomás Moro, Utopía, Libro Primero. En Utopías del Renacimiento, con estudio preliminar de Eugenio Ímaz, F.C.E. México 1956.
3. Cfr. Jean Servier, La Utopía, (1979) F.C.E., México 1995.
4. Maquiavelo, El Príncipe, cap.XV. Claridad, Buenos Aires 1974.