Este libro, cuyo título original alude al “comienzo de la era del post-mercado”, se lee sin esfuerzo pero con creciente angustia.  

 

El horror económico de Vivianne Forrester nos conmovió con la fuerza de un grito. Este documentado ensayo de tono académico, es quizás más contundente, en cuanto nos acosa con cifras y alarmantes tendencias. 

 

El autor traza una elocuente historia del trabajo industrial. Durante los últimos dos siglos, éste ha sido la principal ocupación de un importante sector de la humanidad. Al mismo tiempo, la reducción del factor humano ha sido la permanente obsesión del capital. 

 

La línea de montaje, la reducción de “tiempos muertos”, la automatización y la robótica han servido para incrementar las ganancias y minimizar el componente humano. El desempleo relativo que generaba cada nueva tecnología era amortiguado por el crecimiento de los servicios y la expansión del consumo, debida al crédito.

 

 La lógica de la productividad, que cada vez requiere menos “mano de obra” debía culminar en la reducción de la jornada laboral. Así se ampliaría la oferta de empleos, según proponía Bertrand Russell hace sesenta años. En 1932, cuando había más de diez millones de norteamericanos desocupados, algunas empresas redujeron la semana laboral a treinta horas. También se votó una ley, que fue bloqueada por Roosevelt, quien combatiría el desempleo creando empleos públicos. 

 

Luego vinieron la segunda guerra mundial y la guerra fría, que vieron crecer un monstruoso complejo militar-industrial. La economía de guerra, sostiene Rifkin, no terminó hasta 1989. Ya hacía más de una década que circulaban las tecnologías informatizadas, el “toyotismo” y la “reingeniería” de las empresas. 

 

La principal diferencia que tiene este proceso con los estadios anteriores es que ya no puede pensarse en transferir la mano de obra “sobrante” a otro sector, ya que la revolución tecnológica ataca todos los frentes a la vez. Hoy se cultiva la tierra mediante máquinas programables, hay robots que esquilan ovejas y se fabrica algodón en laboratorio. Así como la vainilla sintética deja fuera del mercado laboral a casi todos los habitantes de Madascar, pronto puede tornar superfluos a los cultivadores de kiwis o arándanos.

 

 El sector de los servicios tampoco deja mucho margen. Los ordenadores componen música, hacen cine y hasta han escrito exitosas novelas. Hay cirujanos que operan a distancia y si alguien se lo propone, tendremos robots paseadores de perros y niñeras programadas con los cuentos de la abuela. 

 

El balance que hace Rifkin es muy escueto. En el largo o mediano plazo, las actividades productivas pueden quedar a cargo de fábricas automatizadas y habrá una enorme masa de desempleados estructurales, a quienes ninguna capacitación alcanzará a dar empleo. 

 

Su conclusión es verosímil. Prevé un inédito auge de la delincuencia y pragmáticamente advierte que controlarla insumirá gastos desmesurados que los Estados (también sujetos al downsizing y la reingeniería) no estarán en condiciones de afrontar. ¿Por qué -pregunta- no hacer algo para prevenir la anarquía? 

 

La propuesta de Rifkin es simple y coherente, aunque no es fácil de vender. Consiste en potenciar todas las actividades voluntarias que hoy son gratuitas, desarrollando un “tercer sector” de cuidados humanos y ambientales; para financiarlo, habrá que gravar las siderales ganancias que produce y concentra la economía globalizada. 

 

La reducción de la jornada laboral y el desarrollo del voluntariado contribuirían así a reducir el número de los excluidos en esta transición.. Después de todo, parece absurdo que, cuando los puestos de trabajo se reducen día a día, haya trabajadores que caigan víctimas del stress o del karoshi (el exceso de trabajo) mientras otros los contemplan desde la inacción. Para quienes ignoramos los arcanos de la ciencia económica, la cosa no parece tan absurda.

1 Readers Commented

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  1. Augusto on 22 abril, 2013

    Exelente resumen de una obra muy interesante. Agradezco a su autor.

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