Qué tiene que ver el 11 de septiembre 2001 con Colombia y el conflicto armado en ese país. A primera, y aun a segunda vista, muy poco. La matriz islámica en nada se relaciona con la mutación de las milicias campesinas liberales de las décadas ’40 y ’50 en una fuerza insurgente con doctrina marxista-leninista en los ´60 y a posturas más “boliviarianas” a partir del fin de la guerra fría. En muchos otros aspectos las diferencias serían igualmente marcadas. No obstante, la realidad es que el trauma de los ataques terroristas en Washington y en New York tuvo un impacto directo en la evolución de la participación militar y de inteligencia de los Estados Unidos en la zona andina en general y en Colombia en particular.
A mediados de 2002, el Congreso estadounidense aceptó el pedido de la Casa Blanca de transformar el Plan Colombia (aprobado en el año 2000, durante el último tramo de la administración Clinton); pasar de un programa básicamente antinarcóticos a otro orientado a desarticular y destruir a las FARC. Asimismo, se autorizó a elevar de 800 a 1200 la cantidad de asesores militares y contratistas estadounidenses en ese país sudamericano. Si el 11-S tendió a alejar el interés de Washington en América latina, la excepción a la regla pareció haber sido Colombia. Ese país pasó a estar plenamente dentro del mapa de la “guerra al terrorismo” lanzada desde la administración republicana de G.W. Bush. Quedó reflejado en un documento del Departamento de Estado de los Estados Unidos de febrero de 2003 en donde explica la visión de la superpotencia en materia de anti y contraterrorismo. En aquellas páginas se explica que existirían tres tipos de organizaciones o grupos: 1) los de “alcance global”, o con capacidad para atacar con armas convencionales y no convencionales el territorio norteamericano y sus bases e intereses en el mundo. El caso citado en el documento, claro está, es Al Qaeda. De manera subliminal, se da a entender, sin nombrarlo, que también figuraría el Hezbollah del Líbano; 2) los de “alcance regional”, sobre los cuales el documento se centra básicamente en Abu Sayyaf en las Filipinas y en las FARC en Colombia; y 3) los de “alcance local”, que operan básicamente dentro de un país o en parte de él. La premisa de esta visión estadounidense es que el abordaje sobre estas organizaciones debe ser fundamentalmente, si bien no exclusivamente, militar; y que los Estados Unidos se empeñarán en destruirlas. Asimismo sostiene que, más allá de las diferencias históricas, ideológicas, religiosas, de metodología, geográficas, etc., esta multiplicidad de grupos podría establecer alianzas tácticas o estratégicas entre sí.
¿Qué implica todo lo dicho? Que desde mediados de 2002, y formalmente por escrito desde comienzos de 2003, las FARC son un blanco militar a ser desarticulado y vencido por el Pentágono. No casualmente, a partir de ese año, las FF.AA. colombianas, con el activo respaldo de inteligencia norteamericana, lanzan el denominado “Plan Patriota”: una operación militar con más de 10 mil efectivos militares que concentró sus ataques y operaciones en el núcleo geográfico histórico de las FARC, en el sur del país. A su vez, en 2007 se renovó el Plan Colombia con una versión levemente modificada conocida popularmente como “Plan Colombia II”. A todo ello cabe agregar que en 1999 la administración Clinton arrendó por un plazo de 10 años renovables un conjunto de bases aeronavales en Ecuador (Manta), Aruba y Curazao, así como decidió la modernización y ampliación de la base de Soto Cano en Honduras y Hato en el Salvador. Éstas tendrían a su cargo formar “un cerco” de información electrónica, de radares y de inteligencia sobre el futuro Plan Colombia, que sería aprobado un año después. Con respecto a estas bases, el gobierno ecuatoriano de Rafael Correa expresó al inicio de su mandato que a fines del 2009 no renovaría la autorización para que el Pentágono accediera a las instalaciones de Manta sobre el Pacífico. En ese contexto, desde 2008 los medios de prensa de Colombia informan acerca de negociaciones entre Bogotá y Washington para oficializar un esquema de facilidades de bases militares en el país andino; en especial, la importante base aérea de Palanquero, con amplias instalaciones y facilidades. Ello comenzó a tomar forma cuando en el pedido de presupuesto 2010 presentado por la Casa Blanca a fines del 2008 ya figuraba un ítem con una partida de 46 millones de dólares para modernizar esta base colombiana.
Finalmente, el mes pasado, el gobierno de Álvaro Uribe formalizó la existencia de negociaciones para conceder por 10 años y a cambio de 40 millones de dólares anuales la posibilidad de que medios estadounidenses hagan uso de Palanquero, otras dos bases aéreas, dos terrestres y dos marítimas (una sobre el Pacífico y otra sobre el Caribe). A diferencia del caso de Manta, Aruba, Curazao, Soto Cano, etc., estas siete instalaciones quedarían bajo jurisdicción militar colombiana. Lo que siguió al anuncio ya es por todos conocido: la tradicional pirotécnica verbal de Hugo Chávez; duras críticas de un Rafael Correa aún lacerado por el ataque de marzo de 2008 al territorio ecuatoriano; un comprensivo Fernando Lugo, para sorpresa de muchos, que tiene en su territorio la pista de Mariscal Estigarribia concedida a los Estados Unidos en 1989; y un Brasil con serios cuestionamientos a lo que interpreta como un progresivo avance de la presencia militar estadounidense en la zona amazónica. En este sentido, cabe recordar que en las últimas décadas la estrategia militar brasileña a nivel terrestre ha pasado por lo que ellos denominan la protección del “amazonas verde” de la injerencia de actores no estatales (guerrillas, paramilitares, narcotraficantes, contrabandistas, depredadores ecológicos, etc.) y de la “intervención de una potencia militar extrarregional”. Los geopolíticos brasileños bien saben, como consecuencia de la larga, fluida y a veces ríspida relación con Washington desde comienzos del siglo XIX, que no todo se limitaría a la lucha contra el narcotráfico, las FARC, el contestatario Chávez, los coqueteos suyos y de otros con Irán, China y Rusia. Un repaso de las 98 intervenciones militares –de muy diferentes magnitud y características– de los Estados Unidos en América latina y el Caribe entre 1798 y el 2004 mostraría que más del 90% se dio en lo que con Roberto Russell hemos denominado “la primera periferia” (México, Caribe, Centroamérica, Colombia y Venezuela) y que llegan al 100% si se miran las acciones más relevantes en materia de medios empleados y empeño en acciones bélicas. En otras palabras, este cuadrante estratégico, que va desde la frontera con México a las fronteras del norte de Ecuador, Perú y Brasil, ha sido, es y será una zona de importancia estratégica para los Estados Unidos. Por temas tan variados como el Canal de Panamá, el rol de las importaciones de energía desde México y Venezuela, la masiva presencia de inversiones estadounidenses, los flujos migratorios, el impacto del narcotráfico, las maras y el crimen organizado, la relevancia de las importaciones estadounidenses desde estos países, futuros recursos clave como la biodiversidad y el agua potable, la creciente presencia económica y geopolítica de China y la más modesta de Rusia y la cortoplacista pero potencialmente traumática de Irán y Hezbollah, la cuestión de las bases en Colombia es un capítulo más, si bien destacado, en una larga historia que aún se está escribiendo. Todo ello tal vez sirva para recordar que los Estados Unidos no delegan ni delegarán sus intereses de seguridad nacional en nadie. Llámese como se llame, hable portugués o español.
* Roberto Russell y Fabián Calle, “La ‘periferia turbulenta’ como factor de la expansión de los intereses de seguridad de Estados Unidos en América Latina”, en Crisis del Estado e Intervención Internacional, Monica Hirst (Comp.), Edhasa, 2009, pp. 29-72.