Un recorrido por la Cappella degli Scrovegni, en Padua, que permite «respirar» el conjunto de la pintura de Giotto.
Esto es algo que yo no diría en público, ni lo pondría por escrito en alguna revista o en algún medio. Sí creo que me animaría a decirlo en privado, en un grupo más o menos conocido o de confianza, reducido y amistoso.
Lo que pasa es que el asunto tiene que ver con dos o tres de esas cosas canónicas que no se discuten, y que si se discuten tiene que haber gente seria, autorizada.
En lo que a mí respecta, fueron nada más que sentimientos, impresiones personales. Y además todo surgió en medio de pequeños episodios, de anécdotas.
Por ejemplo: tuve la suerte de estar hace unos días en Padua y visitar la Cappella degli Scrovegni, pintada por Giotto, y eso me armó un lío con la Capilla Sixtina, la de Miguel Ángel. La Sixtina, en realidad, pude verla hace ya varios años; pero la sensación que me produjo está en mí tan viva como entonces, una sensación extraña que la Capilla Scrovegni vino a actualizar y reforzar.
Espero que no haga falta decir nada acerca de lo que la Sixtina representa como obra de arte. El problema, para mí, no fue alguna duda sobre su obvia importancia, fue otro: conforme crecía mi admiración por la majestuosidad y perfección formal ante la que me hallaba, simultáneamente sentía que todo eso se iba alejando cada vez más del “alma” del Evangelio, por decirlo de alguna manera, de las características propias de la belleza de Jesús y de su Palabra.
Ya sé que puede sonar raro. Pero miré detenidamente y durante mucho tiempo. Miré cada detalle, miré el conjunto, miré con largavista, miré desde el suelo, acostado, miré de lejos y de cerca: no se le puede agregar o quitar una sola pincelada; la obra es perfecta, y terrible también. El Cristo del Juicio Final, por ejemplo, no es Cristo; es un Júpiter Olímpico con cuerpo de Apolo. Su brazo derecho levantado y amenazador parece a punto de caer con su palma abierta para borrar la Creación. No cae porque abajo está la Virgen. Eso es muy lindo y es seguro que Miguel Ángel lo sintió así porque así lo pintó: la presencia misericordiosa de María puede hacer que lo terrible del Juicio quede suspendido, inmovilizado. De hecho, como pasa con todos estos grandes genios de la pintura, uno no empieza a mirar por donde quiere, sino por donde indica el pintor. Así, cuando uno levanta la vista frente al Juicio Final de la Sixtina, es inevitable que la vista se dispare hacia la Virgen, porque la intensidad del color azul de su manto es como un alarido en la pared, que llama y obliga a la atención a comenzar por allí. Sin embargo, todo ese Juicio, entendido por Miguel Ángel como un cataclismo, parece amenazador incluso para los que van resucitando a la bienaventuranza eterna, que tienen la angustia pintada en sus rostros.
¡Qué distinto el ingreso en el mundo de Giotto, en esa Capilla en la que el azul no se circunscribe al manto de la Virgen sino que te envuelve por completo porque estás entrando en el Cielo! Allí, en el Juicio Final (pintado en la pared de la entrada, y no en la del altar, como en la Sixtina), la vista es atraída en primer lugar por Cristo, la figura más grande, sentado en la gloria, majestuoso, con un rostro adusto pero sereno, como sereno es todo en ese ámbito. Mientras tanto, la Virgen está bastante más abajo, bellísima, al pie de la cruz vacía, recibiendo la ofrenda de los pecadores.
Por suerte la visita no era guiada. Había, eso sí, que sacar turno con anticipación. Yo estaba parando en Bérgamo, en lo de una hermana mía, Rosario, y había venido también de visita por unos días un amigo, Carlos Galli, que estaba trabajando por unos meses en Salamanca. Así que fuimos los tres a contemplar esa maravilla. Digo que por suerte no era guiada la visita porque lo mejor ante obras así es exponerse sin mayores soportes externos: que hable la obra. Antes, de todos modos, se puede acceder a mucha y muy buena información en distintas salas dispuestas para eso. En una se proyecta una película que explica el origen de la Capilla. En otra hay varias pantallas en las que uno puede buscar la pintura de Giotto por zonas geográficas. Hay, incluso, la posibilidad de escuchar una conferencia antes de ingresar.
La visita es por contingentes de veinte personas, más o menos, a las que se permite permanecer durante una media hora, afortunadamente con prohibición de hablar. En la conferencia, cuando explicaron la estructura de la Capilla y la disposición de los frescos de Giotto en las paredes, comentaron el contenido de sus cuatro niveles: arriba de todo, la vida de la Virgen. En el segundo nivel, la vida de Cristo. En el tercer nivel, la pasión de Cristo hasta Pentecostés. En el nivel inferior están pintadas, en una pared, siete alegorías de las virtudes, y en la pared de enfrente siete alegorías de los vicios. Y se subrayó que la Capilla estaba pintada completamente, sin espacios en blanco, y que los frescos terminaban, por un lado, en el altar y el presbiterio (que no están pintados por Giotto) y, por otro lado, en la pared del Juicio. En el nivel más bajo -se dijo- los paneles de las virtudes terminan en el Paraíso pintado en el Juicio, y los vicios terminan en el Infierno. Son -nos explicaron- los dos caminos.
Aquí es donde yo empiezo a sentir que veo otra cosa. No lo puedo explicar ahora porque sería interminable; además tendríamos que estar ante la pintura. (Ojalá que muchos hayan estado allí; ojalá que todos puedan estar alguna vez.)
No es que esa lectura de los dos caminos y sus respectivos fines sea del todo inexacta; es inapropiada como interpretación inicial, es una lectura para hacer en cuarto o quinto lugar. Lo primero es el todo percibido de una sola vez: todas las experiencias y sentimientos humanos puestos dentro de la historia de Jesús y redimidos, esa es la primera lectura, la inmediata, la figura que se ofrece. El hombre amado y perdonado.
Lo que se respira en el conjunto de la pintura de Giotto es misericordia, sencillez, inocencia, paz. Ese es el marco. Y, en ese marco, el Juicio adquiere una valencia singular (ausente en la Sixtina): el Infierno y el Paraíso no son equiparables, son inconmensurables y no pueden ser medidos de modo equivalente. Es más, no es muy difícil observar esa diferencia de valoración también en los detalles de las diversas partes de la pintura. Además hay que aclarar que, en el 1300, cuando Giotto pinta, es inimaginable realizar un Juicio Final sin su correspondiente Infierno. Pero eso corresponde a la época de Giotto, no al individuo Giotto. Lo que sí corresponde a la persona, a Giotto di Bondone, es la modalidad, la espiritualidad allí expresada: el Infierno de Giotto tiene un fuerte elemento cómico. Se puede objetar que, vistos desde la sensibilidad actual, no hay Infierno en la pintura de época que no resulte ridículo. Yo puedo conceder eso; pero hay Infiernos que, por más ridículos que sean, son atroces, aterradores. El de Giotto, en cambio, es grotesco: dos demonios arrastran a un condenado al que le tironean la ropa hasta dejar a la vista unos genitales inmensos. Hay personas torturadas de manera obscena o con mal gusto. En el centro del Infierno hay un Satán gigante, cornudo y gordinflón, que domina allí la escena, que está devorando gente y tiene atragantada en su boca una persona a la altura del trasero. Bueno, hay que decir que es un Infierno generoso en la exhibición de traseros. Inversamente, el Paraíso es un lugar de rostros. También de manos; de manos que oran, alaban o se toman fraternalmente.
Algo conmovedor, impactante, es, en la base de la pintura, a la izquierda, la escena donde se han abierto las tumbas de los que van resucitando a la bienaventuranza: los hombres y mujeres que emergen ¡son niños! La resurrección devuelve la inocencia. (Curiosamente, en el Infierno no se ven tumbas abiertas o gente resucitando; los condenados, sencillamente, están ahí.)
Imposible abundar en detalles: cada panel, cada rincón de cada fresco, tiene algún elemento que suma a la composición general un trazo que completa esa gran figura de amor por la condición humana. De todos ellos no quiero dejar de mencionar uno: el panel que representa el beso de Judas. Allí, a diferencia del resto de la pintura que cubre la Capilla, plena de serenas curvas armónicas, hay una cantidad de rectas erizadas que representan lanzas, antorchas y palos. La mayoría de los rostros son airados o violentos, incluso el de Pedro, que le está cortando la oreja a Malco. En el centro del fresco, Judas envuelve con su manto a Jesús y se dispone a besarlo. Los rostros de ambos, enfrentados, casi se tocan. La mirada de Cristo no se puede describir: ya lo ha perdonado, hay un beso más profundo que el de la traición.
Cuando estaba por terminarse el tiempo de la visita, me acerqué a Carlos y a mi hermana para que me acompañaran y compartir con ellos la mirada sobre esos niños del Juicio y aquel beso. Mi hermana Rosario, en su rostro sereno, suele reflejar de modo apropiado el sentimiento de las cosas que va contemplando. Verla me ayudó a caer en la cuenta de cómo se habían ido modificando los rostros de todos los que estaban allí, modificación que no siempre advertí así en otros lugares. Salimos de la Capilla con gozo y en paz. Yo, por mi parte, también con una sensación extraña, de cierta ansiedad o tristeza por algo que me faltaba entender.
Pocos días después, me pareció que comprendía aquella sensación. Estaba en Bérgamo, en la Ciudad Alta, en Santa Maria Maggiore contemplando un tapiz. Allí hay varios, enormes (arazzi, en realidad). Este no era el mejor, pero era la Anunciación, tema que a mí siempre me atrae y ante el que me detengo. Estuve largo rato mirando. De repente, además del primer plano de la Virgen y del ángel que trae la noticia, desde el fondo comenzaron como a acercarse y a cobrar presencia motivos que estaban más alejados, escenas que completaban una historia más amplia. Especialmente me impactó el árbol a cuyo pie Adán y Eva son tentados por la serpiente que, enroscada en el tronco, termina en un bello torso de hombre; claro, es también un ángel. Y así otras escenas, como las que estaban en la guarda que rodeaba todo el tapiz con episodios de la vida de la Virgen. Ahí se me vino encima, y se me juntó con ese tapiz, toda la Cappella degli Scrovegni. Pensé (más bien sentí, con algún dolor): tuvimos y perdimos algo inmenso. Hubo una época en la que un pueblo fue capaz de expresarse en una figura completa, que lo representaba y lo explicaba, en la que cabía o podía estar todo. Entonces, por un lado, me sentí profundamente feliz y agradecido por haber sido transportado hasta ese tiempo de hermanos mayores que me mostraban su mundo. Pero, por otra parte, me sentí (cómo decirlo: no de un modo personal sino colectivo, como en nombre de todos) triste por la enorme dificultad actual para acceder a una expresión orgánica de nuestra cultura, de nuestra vida. Me sentí, además, desafiado por aquellos hermanos mayores: “no nos repitan” -es como si hubieran dicho- “sigan buscando, creen algo ustedes”.
Aquí las cosas se invierten porque vino a socorrerme Miguel Ángel. De sus cuatro Piedades me faltaba conocer la que siempre me pareció la más interesante e inquietante: la Rondanini, la que está en Milán en el Castello Sforzesco. La primera, la que está en el Vaticano, es quizás una de las piedras mejor labradas de la historia. Pero hay algo en ella de “repetición” del mundo clásico, de algo que ya había sido aportado. En todo caso, lo que importa es otra cosa: Miguel Ángel la esculpió cuando tenía poco más de veinte años y después se pasó el resto de su vida tratando de “deshacerla” en sucesivas Piedades. ¿Es la escena perfecta lo que importa? ¿Qué hubo “debajo” de esa escena? ¿Qué pasaba en el corazón de la Virgen? ¿Dónde estaba en ese momento el Hijo recién descendido?… La segunda Pietà, la que está en Florencia en el Museo dell’Opera del Duomo, aunque mantiene las formas clásicas en los cuerpos, ya manifiesta una clara voluntad de desordenar la escena, de quebrar su anterior reposo y serenidad, de mostrar su fragilidad y difícil equilibrio. La tercera (cada tanto se discute si es de Miguel Ángel o no; en fin…), la que está, también en Florencia, en la Galleria dell’Accademia, ya es otra cosa completamente distinta: la forma y las posiciones de las figuras no “repiten” nada; los personajes, esbozados, están apoyados sobre el propio peso de un volumen único y amalgamado. La última, la Rondanini, que Miguel Ángel seguía cincelando un par de días antes de su muerte nonagenaria, es una pura alusión, un bosquejo misterioso, la “esencia” de la escena, una piedra espiritualizada en la que la condición humana doliente está realmente tomada por algo más.
Pero vuelvo a las anécdotas: una mañana me tomé el tren en Bérgamo y me fui a Milán con Carlos Galli para ver la Pietà Rondanini. Era un jueves, y entramos a verla después del almuerzo, de modo que no había nadie. Fue muy emocionante poder estar así, durante una media hora, contemplando la escultura, rodeándola, acariciándola (ante un guardia impávido sumergido en la lectura de su diario), observando cada detalle, acercándonos y alejándonos, hasta que nos sentamos en el banco que está dispuesto frente a la imagen. Así estábamos, cuando escuchamos a una mujer que hablaba en voz muy alta, en italiano, casi gritando, y que apareció de repente en el recinto arrastrando de la mano a un chico de unos diez años (quizás su nieto), al que quería convencer de que estaba ante cosas muy importantes. El chico parecía bastante ofuscado. (La Pietà es la última obra de un museo largamente poblado con trabajos en mármol y piedra que, previsiblemente, ellos habían recorrido.) Cuando nos vio, le indicó al chico que tenía que hacer como nosotros, y se sentó a nuestro lado y sentó a su víctima. Con Carlos, cada tanto, comentábamos algo; y aunque lo hacíamos en voz muy baja, la mujer nos debe haber oído porque en un momento determinado nos habló en español. Le dijo a Carlos, que era el que estaba a su lado: “El nene dice que no le gusta la estatua porque está incompleta”. A lo que Carlos le respondió: “Dígale al chico que lo que está incompleta es nuestra comprensión; nosotros estamos incompletos, y Miguel Ángel se dio cuenta”. La mujer manifestó un acuerdo entusiasta y comenzó a arengar a su joven aprendiz. Yo, por mi parte, más bien le reproché a Carlos ese exceso de metafísica para con el pobre niño.
Sin embargo, poco a poco, fui aceptando que ese momento me daba algo que completaba todo lo que me había ido pasando durante esos días. Y no estaba mal que ello ocurriera, otra vez, a instancias de un niño. Los niños del Juicio de Giotto habían encendido las preguntas e iniciado un camino, y la mirada de un niño venía a completar el periplo, a suscitar la aceptación de nuestra propia infancia ante realidades que hemos de seguir descubriendo, aprendiendo y profundizando, incesantemente.