Pasó por Buenos Aires el ciclón del teólogo español Olegario González de Cardedal, y nos ha dejado en el alma y en los oídos el lirismo de su palabra sobre Dios, sobre Jesús, sobre la Iglesia comunidad, sobre el hombre y la sociedad de hoy, a la que es menester abrir caminos de acceso a Dios.
Nos conmovió una vez más el teólogo consciente de su misión teologal: anunciar a Jesús dialogando con la cultura desde dentro de ella. Con una palabra bella, lírica, que canta las grandezas de Dios; y al mismo tiempo una palabra teologal embebida de la palabra de Dios, que le brota desde el griego del Nuevo Testamento y fluye en su voz con sencilla naturalidad. (“El Nuevo Testamento es una orquesta, con violines, violas, cellos, flautas y clarinetes, que nos habla de Jesús”).
Misión teologal que le llegaba como un imperativo en su España y Castilla natal, ahora cada vez más despoblada: era necesario que los hombres pudieran encontrar en la Iglesia interlocutores válidos a la altura de su tiempo. Había que evitar que se repitiera el drama de que Unamuno y Ortega no hubieran podido ser escuchados y acompañados por hombres de Iglesia capaces de dar razón de su esperanza ante sus validísimas preguntas.
El teólogo riguroso, ávido lector de la filosofía de siempre, porque los grandes son siempre actuales, de Platón a Hegel y Blondel. Y el teólogo que bebe en el manantial de la tradición, de los Padres, Orígenes, Ireneo, Agustín, a los grandes medievales, a los espirituales del XVI, Teresa, Juan de la Cruz e Ignacio; a los franceses del Grand Siècle; y a los modernos del XIX y el XX, Möhler, Newman, Guardini, Barth, Congar, Lubac, Rahner, Balthasar, Ratzinger, Gesché.
El teólogo sacerdote y el sacerdote teólogo, con su misión evangélica de enseñar teología durante cuarenta y cinco años, escribiendo, formando discípulos, dialogando en la Academia pública y en la universidad del Estado, y en el periodismo plural del ABC y El País.
El teólogo del Vaticano II, atento a tiempos de transición y cambio, pensando acentos pastorales llenos de sabiduría y prudencia, pero con capacidad de hacerse oír en la plaza pública, en momentos álgidos de la historia de su patria. Atento a las masas y también a las minorías que guían a las masas.
Respecto al hoy y al futuro, recomendó:
Calma y confianza, no somos puras víctimas de la situación histórica, ya que donde crece el peligro también crece lo que salva; actualizar la tradición; trabajar a largo plazo; buscar un equilibrio entre Iglesia-nación-otras naciones; evitar los ghettos; practicar la paciencia, el trabajo, la esperanza.
El sacerdote empapado de liturgia celebrada en la Palabra y en la alabanza.
Y el teólogo niño de aldea, que llevaba las ovejas de su abuelo “en la trashumancia”, y soportaba noches de frío, lluvia y nieve con frazadas empapadas “porque no existían los impermeables”.
El teólogo sencillo y modesto, de corazón amplio y pudoroso, porque la experiencia de Dios es secreta y se guarda en el corazón, pero se transparenta en sus obras, en sus libros “que son mis hijos”.