War Witch
War Witch

La Berlinale sigue brindando una oportunidad inmejorable para tomar el pulso al cine internacional.

La oferta del festival –más de 400 películas en diez días de febrero– obliga a periodistas y público a realizar una selección cuidadosa. Esta cronista sigue a rajatabla la competencia, la retrospectiva, los documentales de las secciones Panorama y Foro, y el cine latinoamericano. El lote visto no abarca más de 50 películas, aunque se esté en las salas de cine de nueve de la mañana a once de la noche. Además de no ser elásticas las horas del día, el cuerpo pasa la factura.

A caballo entre el documental y la ficción, la película pinta no sólo la callosidad interior de mafiosos y narcotraficantes sino también su contrapartida, el proceso de transformación de los prisioneros que gradualmente se identifican con las peripecias del drama –traición, lealtad, asesinato y la catarsis con que abre y cierra el filme (una audacia narrativa)–.

Registro austero de viaje interior y homenaje al poder del arte para transformar el alma, los Tavianicombinan su impulso neorrealista con una paleta visual hiper estilizada y simbólica –el blanco y negro del extenso flashback contrasta con el marco narrativo donde predomina el rojo brillante del clímax, doblemente mostrado–.

En el caso de los dramas húngaro JusttheWind (Sólo el viento) de BenceFliegauf (premio especial del jurado) y la canadiense WarWitch (Bruja de Guerra), de Kim Nguyen (oso de plata a la actriz Rachel Mwanza), tanto el mundo interior y las circunstancias externas de una madre gitana cerca de Budapest y una adolescente soldado en una nación africana quedan deliberadamente sin explicar. La cámara en mano está limitada al punto de vista de las protagonistas y se niega a esclarecer la realidad que las rodea: como las mujeres no pueden o no saben explicar el horror, sólo sentirlo, el público queda en ayunas. En ambos casos, la banda sonora (música y efectos especiales) se utiliza astutamente para describir la hostilidad circundante con un alto voltaje de tensión. El mensaje político de actualidad –el maltrato a una minoría étnica en la Europa del Este post-comunista y la tragedia de niños guerreros en África central– resulta potente al evitarse la literalidad, y en el caso de WarWitchofrecer un final abierto ambiguo.

El largometraje alemán Barbara, de Christian Petzold, sobre un hospital rural en la Alemania comunista a principio de los años ochenta, centrado en una médica que planea escaparse al Oeste, obtuvo el premio a la mejor dirección. El tumulto exterior –un tejido de suspicacias, coerción y humillaciones– está pintado sin exteriorizar emociones, con objetividad clínica, recreando la dinámica de la época, como la omnipresencia de la Stasi y el no menos omnipresente Trabant. La contrapartida interior –los deseos y aspiraciones de la protagonista y el director del hospital, cuya atracción es mutua– refleja el mismo control emocional: la médica deviene, en el final abierto, un símbolo de la relación complicada entre las dos Alemanias. Drama romántico con fuertes ribetes costumbristas (para algunos críticos, demasiada deuda con el melodrama televisivo), la película consolida la carrera de este joven director que conoció de chico el mundo comunista, tan acertadamente descripto en un trabajo anterior, Yella.

En rara coincidencia, el premio ecuménico, otorgado desde hace unos años por Signis –el nuevo nombre de la Organización Católica de Cine, OCIC, con sede en Bélgica– y representantes de Iglesias protestantes, recayó en el filme de los Taviani, con una mención especial a WarWitch.

Si la competencia oficial resultó interesante y variada, lo mismo puede decirse de la muestra retrospectiva organizada por la Deutsche Kinemathek, en colaboración con varios archivos internacionales: The RedDream Factory (la fábrica roja de sueños), sobre la productora y distribuidora ruso-alemana Meschrabpom Film, que funcionó entre

1921 y 1936 para promover el cine soviético en los mercados internacionales. Combinando un objetivo ideológico sin ambages –la difusión del mensaje bolchevique– con una estrategia comercial, la compañía nació para capitalizar el estilo cinematográfico generado por la exaltación revolucionaria, que consagraron Eisenstein, Pudovkin, Kuleshov y Vertov con sus teorías y práctica del montaje.

Merschrabpom funcionó relativamente al margen de los comisarios culturales soviéticos y su política draconiana de realismo socialista. El estudio produjo más de 600 películas, entre ellas los clásicos El fin de San Petersburgo (1927), Tormenta sobre Asia (1928) y Aelita (1924).

Para una profesora de historia del cine como esta cronista, lo interesante de este experimento ideológico-comercial es que el funcionamiento de un estudio sui generis permite explicar de manera concreta cómo el cine soviético –impulsado inicialmente por vientos vanguardistas– se difundió en Europa, influyendo al cine experimental en Francia y al movimiento documental en Gran Bretaña en los años veinte y treinta. Esta nota a pie de página ilustra la propagación de un cine político que deslumbró a la izquierda europea de su tiempo.

Al margen de los clásicos ya mencionados, la retrospectiva me permitió ver algunas obras menores, y previsibles en su mensaje ideológico y exaltación de obreros, máquinas, trenes, colectividades agrarias y promesa de paraíso proletario.

Estos filmes ofrecen un contraste marcado con la producción de otras fábricas de sueños –los estudios norteamericanos, UFA en Alemania, Gaumonty Pathé en Francia–. Estas empresas tomaron una ruta completamente opuesta, acentuando la primacía del espectáculo, las estrellas y los géneros cinematográficos sobre el mensaje. En el caso de Hollywood, el genio del sistema, como se lo ha descripto, fue haber creado un espacio para la creatividad y la experimentación. Figuras como Chaplin, Keaton, Ford o Welles no podrían haber surgido en la Unión Soviética ni en un estudio a caballo entre Rusia y Alemania.

Un párrafo aparte merece la proyección del espléndido documental británico TheStory of Film- AnOdyssey, dirigido y narrado por el crítico e historiador irlandés Mark Cousins. El festival proyectó sus quince capítulos de 60 minutos cada uno en dos días consecutivos –siete y ocho horas respectivamente–. Imitando el conocido estudio del austríaco ErnstGombrich sobre la historia del arte, el documental examina cronológicamente movimientos, realizadores y obras que expanden el lenguaje cinematográfico en una historia que apenas tiene cien años. Educativa y entretenida, The Story of Film es una Mil y Una Noches visual sobre el séptimo arte (cliché anticuado si lo hay, especialmente cuando las humanidades se ven reducidas cada vez más a ‘cultural studies’, tirando por la borda la apreciación de lo estético). El documental combina entrevistas, clips de filmes clásicos y otros menos conocidos con material de archivo. Sostiene tamaño edificio la narración de Cousins, quien con audacia visual y saltos narrativos explica con entusiasmo cómo una tecnología del siglo XIX se transformó en vehículo experiencia humana.

 

En sentido amplio, un tema compartido por los filmes premiados en la competencia es la relación entre un exterior tumultuoso, explícita o tácitamente político, y la interioridad de los personajes, que refleja un desequilibrio psíquico (un worldout of joint, como en Hamlet), de maneraconsciente o inconsciente. Son películas que presentan universos inestables, preñados de peligro, deshumanizantes, que desembocan en catástrofes, o se asoman al abismo. El largometraje de Paolo y Vittorio TavianiCésar debe morir, Oso de oro al mejor filme, muestra elocuentemente la exterioridad/interioridad de un universo descalabrado física y moralmente: los presos de una cárcel italiana de alta seguridad montan en escena Julio César de Shakespeare, tragedia sobre el poder y la ambición.

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