A partir de los saqueos de diciembre pasado, el autor plantea la existencia de una especie de mal individual y social que ante una mínima señal desata el descontrol y la desintegración de los lazos comunitarios. En 1982 Juan José Saer publicó una de sus obras más recordadas, también una de las que ha merecido mayor cantidad de traducciones. Tan brillante como descarnada, El Entenado toma dos hechos históricos poco documentados para trazar un puente entre culturas, una búsqueda de lenguaje común entre dos civilizaciones y dos barbaries a la vez.

Es un hecho cierto que Francisco del Puerto, un joven grumete español que acompañaba a Solís, fue prisionero de una tribu de aborígenes en nuestro territorio durante diez años, luego de los cuales le permitieron regresar a su tierra. También lo es la existencia de los Colastiné, conformación de la que apenas se sabe que habitó en las inmediaciones del río Paraná y cuyos miembros eran originarios de lo que hoy es la región de Santiago del Estero. Sin más que esos pocos datos, Saer construye un mundo donde conviven el extranjero y la tribu, presentada como un conjunto, el primero emprendiendo un viaje de conquista, los otros aislados del mundo entonces conocido, inmersos en su estado de naturaleza. “Lo desconocido es una abstracción; lo conocido, un desierto; pero lo conocido a medias, lo vislumbrado, es el lugar perfecto para hacer ondular deseo y alucinación”, resume el protagonista respecto de la expectativa de los conquistadores al arribar a ese nuevo mundo tan atractivo y riesgoso. Es el grumete quien hace el viaje, como hacia atrás en el tiempo, para conocer a esa nueva cultura que lo retendrá durante diez años y a quien servirá en cierto sentido dando testimonio de su existencia y formas de vida. La convivencia le irá revelando muchas facetas de sus huéspedes y captores, también le cuestionará sobre las debilidades del ser humano.

Los Colastiné descriptos por Saer son gente sencilla, de hablar poco, sin ocultamientos: “Esa pobreza oral era para mí prueba de que no mentían, porque en general la mentira se forja en la lengua y necesita, para desplegarse, abundancia de palabras”. Durante la mayor parte del año tenían costumbres de gran delicadeza que “merecía llamarse más bien afeminamiento o pacatería”–escribe–. “En todos el cuidado por la limpieza era excesivo, casi irritante… Un niño que orinaba contra un árbol en un lugar en el que podía ser visto, recibía rápido una bofetada”. Solían estar bien aseados, cuando hacía calor se bañaban en el río varias veces por día, organizados en sus tareas rutinarias “parecían hacer las cosas no por gusto, sino por deber”. Eran austeros y fraternales, atendían al extranjero de manera casi desmedida, acercándole comida y proporcionándole una vivienda igual a la de ellos para vivir en invierno.

Pero ese mundo casi idílico se desmoronaba súbitamente: una vez al año puntualmente les volvía la misma locura. Con los grandes calores su disciplina se deterioraba, sus relaciones se tornaban distantes, derivaban hacia la indiferencia y la gresca. La tensión y la irritabilidad aumentaba, todos parecían aislados. Aquella sustancia común que parecía aglutinarlos se debilitaba y crecía la dispersión.

Fuerzas oscuras y ocultas los asaltaban y trocaban sus formas mesuradas en las más primitivas que pudieran imaginarse; no parecían ya dueños de sus actos. Se sucedían tres a cuatro días gobernados por sus peores instintos, donde se fundían fiestas de canibalismo con prisioneros de pueblos vecinos como menú principal y las más aberrantes orgías entre pares, madres e hijos, abuelos y nietas los desdibujaban como individuos. Se convertían en animales sucumbiendo ante sus pasiones más bajas, aun cuando se percibía que no vivían estas bajezas con satisfacción: “En todos ellos podía verse el mismo frenesí por devorar que parecía impedirles el goce, como si la culpa, tomando la apariencia del deseo, hubiese sido en ellos contemporánea del pecado”.

Treinta años después de la publicación de El Entenado, muy cerca del río donde transcurrieron los años de Francisco del Puerto con los Colastiné, Blas Contreras decidió iniciar una nueva vida. Boliviano de origen y casado con una mujer china, de quien esperaba un hijo, atendía el almacén inaugurado dos años antes en una zona de Rosario, apacible hasta entonces. Fueron dos días de locura y desenfreno los previos a la Navidad de 2012 durante los cuales se vio arrasado por una fuerza incontrolable e incomprensible. Unas 80 personas atacaban su negocio y buscaban desvalijar lo poco que había podido construir sin mayor aviso ni explicación. No existía animosidad contra él en particular; los hechos parecían exceder a todos, tanto a atacantes como a atacados. Su mujer debió defenderse arrojando botellas de cerveza hacia afuera del local, él corrió a buscar ayuda policial, por la que tuvo que pagar 3 mil pesos además de pan dulce y sidras, protección que le duró 15 minutos. Blas logró resistir junto con su mujer fuerzas que no llega a comprender, que nadie llega a comprender. Lo que más dolor le causó, en sus palabras, es que “conozco a casi todos los que trataron de robarme. Les vendo todos los días”.

Mucho se escribió y se escribirá sobre los saqueos de diciembre de 2012, sobre el rol del Estado, la falta de presencia de las fuerzas de seguridad, sobre supuestos o posibles instigadores con oscuros intereses políticos o económicos. Todas esas aproximaciones seguramente tendrán validez y en parte razón para explicar lo que ocurrió y en todo caso servir de justificativo en distintas proporciones. Pero estas aproximaciones no deben desviar la atención sobre un problema de creciente gravedad de unos años a esta parte que se relaciona con la profunda ruptura en nuestra forma de relacionarnos como comunidad, una especie de mal individual y social que cada vez parece estar más a flor de piel, a la espera de la menor señal para salir a la superficie y comenzar una reacción en cadena de difícil control.

Cada tanto, y cada vez más seguido, somos testigos de exteriorizaciones que se escapan a cualquier explicación racional. Lo fue el destrozo de un estadio de fútbol y sus adyacencias al perder un equipo la categoría, y también el vandalismo desatado en plena ciudad de Buenos Aires luego del festejo del día del hincha por parte de otro equipo. En ambos casos abundaron heridos graves y robos, al igual que se destacó la falta de una correcta contención de las fuerzas de seguridad.

Muchos podrán argüir que estos desmanes siempre se dieron en el fútbol, tanto en nuestro país como en otros lugares del mundo. Lo cierto es que hoy muchos jugadores profesionales optan por emigrar no sólo motivados por mejoras en su carrera profesional; la salida de los entrenamientos y de los estadios para la mayoría de ellos está acompañada de una tensión de proporciones inauditas. También en otros ámbitos la violencia social muestra niveles antes inimaginables, hoy lamentablemente usuales. Ya nos hemos acostumbrado a los ataques a comisarías y vehículos de seguridad, incluso a ambulancias, en los casos en que un joven es víctima de un secuestro o un crimen, por ejemplo.

Todavía tenemos frescas las imágenes de gente de saco y corbata mezclados con agitadores que de este tipo de acciones hacen su ocupación habitual, arrojando piedras y destrozando totalmente la casa de la provincia de Tucumán como reacción a un dictamen absolutorio en un juicio en esa provincia. No hace falta más para reconocer un alto nivel de violencia latente, contenida, que explota y se descontrola ante la menor chispa o agitación. En el caso tucumano, el dictamen es comprensible sólo dentro de una lógica en la que grupos con poder siguen influenciando decisiones en algunas provincias en niveles insólitos y totalmente adversos a la construcción de una sociedad justa, pero asimismo nos muestra la peor de las caras de los reclamos sociales; aunque justos en su fondo, absolutamente desproporcionados en su exteriorización.

Puede haber bajo la superficie una mezcla de imitación, desidia y fastidio ante la falta de ejemplaridad de los dirigentes –no sólo los que integran el gobierno nacional–, pero los cristianos hemos aprendido que la piedra que hay que detener es la primera, ya que si no se la detiene a tiempo la turba se ocupa de amplificar su daño para caer en el descontrol.

No son nuevas las puebladas, lo tristemente novedoso es el hecho de presenciarlas con esta asiduidad y vivirlas como naturales y esperables en nuestro desarrollo como comunidad. Ya hemos vivido este acostumbramiento a otros males, claramente menores en comparación, por caso, los piquetes que hace años llamaban la atención y hoy forman parte del paisaje urbano.

Los saqueos son una de las peores expresiones de la violencia colectiva. Todo aquel que haya trabajado alguna vez en un barrio carenciado sabrá de la corrección de sus habitantes en general y de sus buenas intenciones, superando con esfuerzo las penurias que deben vivir a diario. Sorprende por eso la violencia desatada cuando unos pocos instigadores, en las palabras gubernamentales, pudieron con tan poco llevarlos a comportarse de manera tan primitiva. Si hasta las modalidades de lucha parecen haber retrocedido veinte siglos: bastaba ver el ataque a un hipermercado de un grupo que, parapetados tras maderas de una obra vial, se movían como falanges romanas arrojando piedras con gomeras o con las manos.

Los pocos policías presentes no parecían tener muy en claro cómo proceder, o si debían hacer algo más que permanecer frente al hipermercado para que nadie ingresara. Violencia popular desatada y pasividad de las fuerzas que deben imponer el orden son un cóctel demasiado peligroso para momentos como éstos, y como antecedente para los que pudieran venir.

Blas y su mujer vieron que todo volvía a la normalidad unos días después; nadie sabe si volverían ellos a abrir su negocio y a atender a sus clientes de siempre, esos que durante unos días se transformaron en sus peores enemigos, en verdaderas bestias que sin pensar podrían haber matado y destrozado todo a su paso, una góndola, una vida, una construcción colectiva. Acaso al igual que en la novela de Saer, se produjo una serie de episodios de desenfreno en el que la culpa fue contemporánea al pecado. En ese caso la tarea como sociedad es mayúscula para que no vuelvan a ocurrir desmanes de este nivel y su consiguiente impacto desintegrador cada vez que se acercan los grandes calores.

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  1. Juan Vassallo Ulloa on 8 marzo, 2013

    Las estrategias de convergencia, se crean a partir del disenso y el consenso utilizados como herramientas diferentes pero complementarias de la convivencia racional y equilibrada.
    Creo sin descubrir nada, que nuestro país está sufriendo estos hechos ,sin que la mayoría tome nota de lo que realmente está pasando con el pensamiento colectivo , que acepta la violencia como un suceso más, cotidiano, inmanejable , por incompetencia o por conveniencia, incorparada al inconciente colectivo, a partir de una dirigencia nacional confrontativa, arrogante e ideologizada anacronicamente , que está convencida que el lenguaje crea la verdad, que mezcla la revalorización de la naturaleza con la compulsión al consumo,que promociona la búsqueda de lo inmediato,que genera la pérdida de fe en el poder público,que propone que la ideología como medio de selección de líderes sea reemplazada por la imagen, que rinde culto al reemplazo de la individualidad por la colectivización e indirectamente la desvalorización de la autosuperación.
    Se debe repensar y proponer otra cotidianeidad

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