Narrador de raza, fundador de notables revistas literarias y referente obligado de algunas generaciones, el escritor habla de su vida, de su obra, de su visión de la fe y de los grandes escritores argentinos.
La casa del escritor Abelardo Castillo (nacido en Buenos Aires en 1935, aunque él se considere oriundo de San Pedro, frente al río Paraná, donde vivió parte de su infancia y adolescencia) está en la calle Hipólito Irigoyen, antiguamente llamada Victoria, en homenaje a las tropas que vencieron a los ingleses durante las invasiones. Pero antes de establecerse allí con su esposa, Sylvia Iparraguirre, curiosamente había escrito un magnífico cuento que lleva por título el viejo nombre de esa calle. El narrador imagina el encuentro de un tal Villari, joven conocido suyo, con una anciana dama (con “voz de abuela que perdió el tejido”). Cuenta que era carnaval y que “había en Buenos Aires una de esas neblinas nocturnas que parecen estar hechas de espuma de jabón y monóxido de carbono”. La narración fluye entre la realidad y la fantasía, los tiempos se confunden, y Castillo prefiere finalmente dejar a su personaje en la ignorancia de lo ocurrido, con un “qué iba a decirle”. Pero lo que llama la atención es que el escritor viva hoy en la misma cuadra que en la narración buscaba entonces la fantasmal mujer. “Empecé a escribir ese cuento –explica– cuando vivía en Pueyrredón y Lavalle, y hablé de una casa con tres balcones y una sala muy grande; de alguna manera preví ésta donde vivo ahora. Son esos misterios que una parte mía llama coincidencias, aunque otra parte no crea en ellas. Schopenhauer decía que todo encuentro es una cita y todo lo que nos ocurre está decidido por nosotros. Por eso en El Evangelio según Van Hutten hay dos personajes: uno es fatalista, determinista, Estanislao Van Hutten, y otro es el doctor Golo, que dice que todo pasa de cualquier manera, que la realidad es una hilera de disparates. Esos dos personajes unidos son más o menos lo que yo siento sucesivamente del mundo”.
Conversamos de varios temas. Empezamos, vaya a saber por qué, recordando al autor de El gatopardo, el príncipe Giuseppe Tomasi de Lampedusa. En seguida la conversación fue hacia otros grandes escritores. Castillo observa: “Hay una anécdota muy famosa de Balzac. Llega alguien a su casa, lo encuentra llorando y el escritor dice ‘Es que se está muriendo Eugenia’, por Eugenia Grandet. Para él, los personajes eran más reales que la gente”.
Después le dije que mientras el cuento tiende a deslumbrar (concepto tomado de otros escritores), la novela requiere seguir una historia con sus altibajos. Pero Abelardo sentencia: “La novela sucede en el tiempo; el cuento ya sucedió”. Y agrega: “Yo no creo en las virtudes de los géneros, que haya unos mejores que otros ni que el tamaño sea decisivo; no por ser más grande el Aconcagua es más bello que una rosa. Pero hay un modo de situarse frente a la novela, como frente a la poesía o al cuento, absolutamente distinto; y es el lector quien también lo decide. Yo no creo en los géneros. Un texto literario nace con una forma ya dada. Cuando pensé en El otro Judas (que pocos días después volvería a la escena de los teatros porteños) me equivoqué de género: empecé un relato y después sentí que los personajes tenían que estar de pie, y así pensé necesariamente en una pieza teatral. Yo supe a priori que ‘La madre de Ernesto’ era un cuento, del mismo modo en que sabía que Crónica de un iniciado era una novela”.
Conversar con Castillo constituye hoy un raro placer. Hombre de vasta cultura, autodidacta y talentoso, fue reconocido desde joven y quedó como una divisoria de generaciones en nuestra literatura.
– “La madre de Ernesto” es quizás el cuento suyo más impactante. ¿Le significó un gran trabajo?
–No. Yo ya había escrito El otro Judas y un amigo, que no escribía, me dijo que se le había ocurrido el tema para una obra de teatro. Y me contó prácticamente toda la historia. Yo le dije que no era una obra de teatro porque tenía un final demasiado cerrado. Pero sí era un cuento perfecto; y puedo decirlo porque no fue mía la idea. Después tuve que justificar muchas cosas: dónde ocurre, por qué esa mujer vuelve al pueblo, cómo realmente puede darse cuenta de que los chicos son aquellos que había conocido… Ese tipo de cosas son las que tiene que solucionar el cuentista para que el lector no se formule preguntas, porque si un lector se hace una sola pregunta se terminó el cuento. En la novela, por el contrario, la tarea del lector es casi paralela a la del novelista. Lo único que me dio trabajo fue que el final era una pregunta: ¿le pasó algo a Ernesto? Y yo sentí que era muy rotundo, de ahí que incluyera en el texto un gesto: porque ella “cerrándose el deshabillé lo dijo”; para que recayera la mirada del lector sobre ese gesto maternal y no sobre las palabras.
–Entonces, ¿cuántos tipos de escritores hay?
–Creo que fundamentalmente hay dos tipos de escritores: los grandes cuentistas, como Chejov, que era también dramaturgo, o Maupassant; y los que son esencialmente poetas, como Neruda o Whitman; no es el caso de Rilke, ‘mi poeta’, que también llegó a ser dramaturgo. Está el escritor que a veces escribe una novela, otras un ensayo y si puede un libro de filosofía. El paradigma en los tiempos más cercanos sería Sartre, e incluso Camus: escribieron teatro, relatos breves, novelas… Y en nuestra lengua, Unamuno, que es uno de mis escritores modelo. Fue un magistral cuentista, novelista, autor de ensayos filosóficos y, además, gran periodista. Cuando yo era muy joven creía que, si un escritor es realmente hábil, escribe lo que quiere. Con el tiempo aprendí que si escribe lo quiere, suele ser un mal escritor. Y decidí que la verdadera ética es que escriba lo que debe. Con el tiempo también superé esa etapa tierna, y me di cuenta de que un escritor escribe lo que puede. Uno elige la literatura como destino, pero no viene de las fuerzas del bien ni de las fuerzas del mal, es un destino elegido: podés ser un escritor endemoniado o un gran escritor religioso, pero el destino literario hay que elegirlo permanentemente, todos los días, como casi todas las cosas: la paternidad, la libertad o la fe.
–En su obra llama la atención que hay un universo ético o moral muy definido. Hay un bien y un mal, y casi una deliberada opción para que el protagonista esté de la parte del mal. Pero también una suerte de sufrimiento…
–Deliberadamente diría que no lo elegí, pero eso es lo que el lector o el crítico ve en mi literatura, y finalmente es lo único válido. Yo me propongo contar historias. A lord Byron le plantearon algo parecido y dijo: “La noche muestra a las estrellas bajo una luz mejor”. Puede ser que ese mundo negro o cruel, que por supuesto advierto, y por donde mis personajes deambulan, es lo que hace resaltar una cierta mirada ética sobre el mundo, que en mí se inicia en la infancia.
–¿Por qué?
–Cuando yo creía de niño, no vivía la fe con la inocencia del niño sino con la inocencia de todo creyente, porque el creyente no necesita pruebas. Cuando empezás a necesitar pruebas es porque tu fe está en duda o porque aquello en lo que creés es dudoso. Uno puede demostrar el teorema de Pitágoras, pero querer demostrar a Dios es una herejía. Para el que cree de verdad, Dios es una presencia. En la misa, en el momento de la consagración, yo no tenía ninguna duda de que ese era el cuerpo de Jesús; y además lo recibía con toda naturalidad. No estoy hablando desde un punto de vista místico. Hacia los 14 años, leyendo las pruebas ontológicas de la existencia de Dios de Descartes, que vienen de san Anselmo, sentí como un rayo que ese no era el Dios en el que yo creía. Si tengo que explicar a Dios estoy fuera de la fe, estoy en el ámbito de la ciencia. En ese sentido, un personaje mío, en El Evangelio según Van Hutten, dice que santo Tomás era una especie de hereje, porque a Dios no hay que explicarlo, es una vivencia para el creyente. Aún hoy me considero cristiano, aunque sé que es bastante difícil de explicar, porque creo justamente que el cristianismo es una ética. Para mí entre cristianismo y socialismo, o anarquismo incluso, hay diferencias sólo de matices. Creo que uno de los grandes problemas que tuvieron las doctrinas en el mundo fue haber excluido al cristianismo de ellas, porque se quedaron sólo con la parte económica y práctica; y el cristianismo supone una ética. Se puede ser cristiano sin creer en Dios, porque la fe no es optativa. He intentado, sobre todo en mi adolescencia, llevar a término la famosa idea de Pascal: “Arrodíllate y creerás”. Creo que ni a Pascal le dio resultado, porque de lo contrario no hubiera llevado ese amuleto cosido sobre una revelación. La fe cayó como un fuego sobre él, dice, pero él no cayó arrodillado. Lo que yo nunca perdí es una especie de sentido religioso de la existencia, es decir: sentirme comunicado de alguna manera con todos los hombres y, sobre todo, con aquellos que considero mis prójimos.
–¿Qué edad tenía cuando fue a vivir a San Pedro?
–Hasta los diez años estuve en un colegio salesiano de Ramos Mejía y a los once nos trasladamos allá con mi padre. Yo siento que he tenido tres infancias simultáneas, incluso aparecen en mi cuento “El decurión”. Una es mi infancia en Buenos Aires, en la calle Terrero, en Floresta, donde viví con mi madre y mi padre. Después de la separación, hay una infancia con los salesianos y otra en San Pedro, que como tal dura hasta mi entrada en el secundario. Pero esas tres infancias no son sucesivas, sino simultáneas, como si pudiera ir de una a otra. Y regresé a Buenos Aires a los 18 años.
–¿Cuáles son, a su juicio, los autores sobre los que se funda la literatura argentina?
–Hernández y Sarmiento, en primer lugar. Luego otros de la Generación del ’80, como Mansilla; creo que las novelas, los cuentos y el teatro de Payró también son fundacionales. Y sin duda están Mármol y Esteban Echeverría con “El matadero”, que funda nuestra prosa, a mi criterio, sobre todo por la época en que fue escrito: alrededor de 1830. Por lo tanto estaba creando un modo de ver la literatura, el naturalismo, porque Zola es de fines de siglo. Además consideró que a nuestro país le faltaba poesía y, aunque no era poeta, él se asumió como tal por una cuestión social. Por otro lado, autores que se dicen progresistas suelen tener una mala idea acerca de Amalia de José Mármol; no hace mucho he vuelto a leerla y me parece una novela excelente. En el caso de Sarmiento, tres o cuatro de sus obras justifican que en la Argentina se hable de literatura. Y el que quiera ignorar a Hernández padecerá de manía teórica, porque es también uno de los fundadores de nuestra literatura. En el siglo XX, el que considero como el mejor es Lugones, el del Romancero, los grandes poemas líricos y el de los cuentos fantásticos, el de Las fuerzas extrañas y Cuentos fatales, y no el Lugones de La guerra gaucha o el de Lunario sentimental. Después hay una especie de santísima trinidad en la que pondría a Borges, Arlt y Marechal, en cualquier orden. Son un modo de hacer la literatura que los argentinos no vamos a poder eludir nunca; todos partimos de algún lugar de ellos o de los tres. Sin Marechal no se comprendería a Cortázar, y sin Borges tampoco; sin Arlt no se comprendería casi ningún escritor de nuestra generación. Y no es necesario volver a señalar a esta altura la influencia de Borges sobre todos los escritores posteriores.
–¿Cómo lo ubicaría a Güiraldes en esa lista?
–Hay que diferenciar entre escritores de obra y escritores de un libro. Güiraldes no tiene una obra, tiene un libro, notable e imprescindible como Don Segundo Sombra. Pasa con La bolsa, de Martel; o Silbidos de un vago, de Cambaceres. Pero en el siglo XX, con Borges, Arlt y Marechal, aparece el autor de una entera obra de ficción. Esto no niega a Cortázar, a Bioy, a Sabato ni a Mujica Láinez.
–¿Qué destaca de ellos?
–De Mujica, La casa. De Sabato, Sobre héroes y tumbas y algunos ensayos como Uno y el universo y Hombres y engranajes; no me gustó Abaddón el exterminador y puedo disentir con algunas de sus visiones, muy contradictorias. De Bioy, La invención de Morel, que es una obra de amor.
–¿Cuáles le parecen los escritores más interesantes de su generación?
–Juan José Saer, Manuel Puig y Ricardo Piglia. De Puig me impresiona su manera casi salvaje de no hacer literatura, de copiar el habla y conseguir que sepamos quién está hablando.
–¿Y qué mujeres destaca?
–Me fascina Beatriz Guido, especialmente sus cuentos, y también su personalidad, porque era probablemente la persona más generosa que yo conocí. Y además jugaba a ser frívola y no lo era, era muy sensible. Tenía también cosas muy locas: un día me llama por teléfono para decirme “Me estoy por bañar y en un rato te llamo”, algo que no tenía mucho sentido.
–¿Y en poesía?
–Olga Orozco y Alejandra Pizarnik.
–¿Es verdad que es usted un gran lector de clásicos?
–La Divina Comedia es mi libro de cabecera, tengo una edición chiquita en italiano y la llevo permanentemente en el bolsillo. Hay que leer a los clásicos por una razón muy simple: son divertidos. Nadie puede no entusiasmarse con Homero. ¿Y cómo se veía el teatro de Shakespeare en su tiempo? Mientras comían y se tiraban cosas, allí estaba Macbeth.