¿Cómo lograr que el compromiso ciudadano no se agote en el reclamo de la república institucional y una mejor gestión de lo público para extenderse a la conciencia de las responsabilidades propias con respecto al buen desempeño de la política?

La palabra “república” viene siendo invocada recurrentemente en nuestro país con referencia a la forma de gobierno prevista en el artículo 1 de la Constitución Nacional, cuyas notas distintivas apenas si resulta necesario recordar: imperio de la ley, igualdad jurídica, separación de poderes, control constitucional y publicidad de los actos de gobierno, responsabilidad de los funcionarios, periodicidad en las funciones, etc.

Desde luego, la mayoría de estas notas presuponen la existencia de un régimen representativo (también consagrado en el citado artículo de nuestra carta magna) y quizá haya que atribuirle a James Madison, en el célebre número 10 de los Federalist Papers, el haber reforzado para siempre el vínculo entre ambos conceptos, república y representación, como expediente alternativo este último, a la vez que superador, de la democracia directa.

A propósito de Madison, sin embargo, cualquiera que haya transitado por ese verdadero “campo de minas académico”, como se lo ha caracterizado, que es el debate en torno a los orígenes intelectuales de la revolución norteamericana, sabe bien que en el concepto de “república” están implicadas también otras connotaciones que tienen menos que ver con los buenos arreglos institucionales (como el reparto equilibrado de atribuciones de gobierno) que con la moralidad cívica de los ciudadanos y sus respectivas condiciones de posibilidad.

Otro tanto podría decirse de quien en estos meses, cuando se conmemoran los quinientos años de El Príncipe, se interiorizara en las controversias existentes acerca de la figura y la obra de Maquiavelo cuya identificación como “maestro del mal” viene siendo desplazada con éxito por la que lo considera un “momento” clave en el desarrollo del llamado humanismo cívico, que posteriormente habría de impregnar parte del discurso político anglosajón a ambos lados del Atlántico.

En particular, esta segunda connotación del término república está unida indisolublemente al concepto de virtud entendida con Montesquieu como el amor a la patria y a las leyes, principio inspirador o pasión dominante que, según el autor de El espíritu de las leyes, mantiene vivo al régimen republicano democrático: un concepto rescatado con frecuencia en los estudios dirigidos a diferenciar el liberalismo del republicanismo como dos tradiciones paralelas en la historia de la teoría política, que tiene menos que ver con el reconocimiento de una comunidad histórica ancestral o un reclamo identitario que con el sentido consciente y deliberado del compromiso público en el marco de una comunidad política.

La recuperación de la virtud (cuya mejor apología debemos a Rousseau) en el pensamiento del siglo XVIII la enfrentó con otro paradigma, el del interés, asociado a los valores de la naciente sociedad comercial como ámbito para el intercambio y la urbanidad y, por consiguiente, a la división del trabajo, la disponibilidad de bienes materiales, los hábitos apacibles de la esfera privada, el régimen representativo, la libertad concebida (en la vena de Hobbes) como no interferencia, la prioridad de las buenas instituciones, etc. La virtud, en cambio, fue vinculada (no siempre pero mayormente) a la igualdad, la frugalidad, el cultivo de la tierra, un ideal patriótico y de ciudadanía activa, y una concepción política de la libertad identificada con la posibilidad de tomar parte en la decisión soberana.

Interpretaciones en boga, como la de Philip Petitt, sostienen que el republicanismo es menos una teoría de la participación o del autogobierno colectivo defendidos por su valor intrínseco que una teoría de la libertad política concebida como no dependencia o ausencia de dominación que, en todo caso, considera necesaria la participación no como un bien en sí sino como una garantía. Por otro lado, no está de más recordar que los teóricos clásicos del republicanismo defendieron por lo general el régimen mixto como la mejor forma de gobierno resultante de la combinación de las tres formas clásicas (monarquía, aristocracia y gobierno popular con sus correspondientes bases sociales), mientras que la democracia se asienta en un principio constitutivo diferente: el que sostiene que la soberanía del pueblo es indivisa y aun irrestricta (es decir no limitada por una norma positiva superior). Siendo así, la distinción postulada por Carlos Strasser entre las tres tradiciones ideológicas que compondrían la democracia contemporánea: el democratismo, el republicanismo y el liberalismo democrático, acaso resulte más apropiada para terciar en algunos de los debates que dividen aguas entre republicanos y liberales a propósito, por ejemplo, del citado concepto de “no dominación”.

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Podría haber iniciado estas líneas preguntándome si es posible pensar una República sin ciudadanos. Puesto en otros términos, ¿cómo lograr que nuestro compromiso ciudadano no se agote en el reclamo de la república institucional y una mejor y más honrada gestión de lo público para extenderse a la conciencia de las responsabilidades propias con respecto al buen desempeño de la política? En marzo de 2007, la Comisión Nacional de Justicia y Paz de la Conferencia Episcopal Argentina dio a conocer una propuesta de trabajo titulada “De habitantes a ciudadanos. Construir un país que incluya a todos: Un desafío para la Argentina del Bicentenario 2010-2016”. En uno de sus párrafos iniciales, el documento, firmado por Eduardo Serantes y monseñor Jorge Casaretto, remitía a la “Carta Pastoral sobre la Doctrina Social de la Iglesia: Una luz para reconstruir la Nación”, de noviembre 2005, donde se cuestiona nuestra “tendencia a comportarnos más como habitantes, como meros usuarios del país o consumidores de sus estructuras, que como ciudadanos; entendiendo por ciudadanos a aquellos que además de conocer, reclamar y acceder a los derechos que su dignidad personal les confiere, son conscientes de sus responsabilidades y las asumen como tarea y compromiso, aportando al bien común las propias capacidades”.

En clave de teoría política, me animaría a decir que este diagnóstico nos desafía de alguna manera a recuperar lo que Benjamin Constant llamaba la “libertad de los antiguos” sin renunciar a la modernidad. Esa fue a mi entender la aspiración de Tocqueville, cifrada en la fórmula del “patriotismo reflexivo de la república” que, aun suponiendo una adaptación de la virtud a las inclinaciones y flaquezas del ciudadano moderno, puede esconder no obstante, como Tocqueville creía era el caso del ciudadano norteamericano, “impulsos desinteresados” que son al cabo “naturales al hombre” y hasta “verdaderos sacrificios por la causa pública”. La conjunción, pues, entre un “vago instinto de la patria” y “un sentimiento reflexivo y estable”. Escribía asimismo Tocqueville: “… en la constitución de cualquier pueblo, sea cual sea su naturaleza, hay un punto en que el legislador está obligado a recurrir al buen sentido y a la virtud de sus ciudadanos. Este punto queda más cercano y visible en las repúblicas y más alejado y oculto en las monarquías; pero siempre se encuentra en alguna parte. No hay país donde la ley pueda preverlo todo y donde las instituciones se basten para sustituir a la razón y a las costumbres”.

Me resultaría difícil encontrar una síntesis más redonda para explicar la relación entre república y ciudadanía, ni una mejor invitación para seguir pensándola.

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