Partiendo de la observación de actuaciones irregulares y de manejos cuestionables constatados por organismos auditores oficiales en algunas universidades públicas, el autor reflexiona sobre el desbalance que se observa entre la autonomía que la ley les confiere y la responsabilidad que debe acompañarla.
En apariencia, son inmunes a los problemas de integridad moral presentes en tantos ámbitos e instituciones de la vida nacional. Las universidades, y las universidades públicas en particular, han sido siempre consideradas como ámbitos donde puede haber problemas de gobernabilidad, discusiones y debates con una fuerte carga ideológica, desórdenes y conflictos propios de instituciones donde conviven actores y sectores con mucha visibilidad social que sostienen posiciones e intereses encontrados, pero ámbitos libres de cualquier sospecha de manejos reñidos con las normas vigentes y con comportamientos socialmente estimables. Es más, las concepciones más idealistas de las instituciones universitarias suponen, en todas partes, que como ámbitos donde importan los valores y se atesora la conciencia crítica de la sociedad, pueden en cierto sentido verse como “reservorios morales” de la vida en sociedad. Y en los países ordenados y donde las instituciones funcionan, es de suponer que esto es efectivamente así.
Pareciera sin embargo que este supuesto, tan deseable de que fuera siempre plausible, en más de un caso no lo es. Hace unos años, dos investigadores del Instituto Internacional de Planeamiento de la Educación, de la UNESCO, publicaron un libro con un título fuerte: Escuelas corruptas, universidades corruptas: ¿qué hacer?, basado en la experiencia de más de 60 países. No era una simple especulación moralista, sino la constatación de la ausencia de integridad, y de sus muchos pliegues, en diversas instituciones educativas, así como de estrategias y medidas para combatirla.
Irregularidades y sospechas
Entre nosotros, no hace mucho algunos medios de comunicación se hicieron eco de denuncias y de constataciones de organismos de auditoría sobre diversas irregularidades, para llamarlas de algún modo, en determinadas universidades nacionales. Para quienes conocen esos ámbitos, la existencia de algunas de esas irregularidades no eran desconocidas ni ocurrían por primera vez. Hace años que la Sindicatura General de la Nación, y la propia Auditoría General de la Nación vienen constatando la presencia de reiteradas “improlijidades” administrativas, que podían atribuirse a la consabida desidia, cuando no ineptitud, de estructuras y comportamientos burocráticos incapaces de realizar un trabajo verdaderamente profesional. Gastos sin la debida rendición o incluso sin estar autorizados, debilidades en los procesos de compras, contrataciones amañadas, viáticos indebidamente cobrados o sin la correspondiente rendición de cuentas, y otras irregularidades de ese tipo, daban cuenta de impericia de la administración, sí, pero también de políticas permisivas y de escasa voluntad de correcciónpor parte de los responsables políticos de las instituciones involucradas y de quienes deben velar por el estricto cumplimiento de normas básicas de cualquier administración.
Más graves y preocupantes, por lo que significan y por ser totalmente injustificadas, son otras irregularidades constatadas en algunas instituciones por los organismos de control: balances adulterados, fondos desviados a fundaciones, viáticos por encima de lo establecido, licitaciones arregladas, falta de controles, son todas muestras, como se dice en uno de los informes de auditoría, de “incumplimientos normativos que se pretenden justificar en el alcance dado por las universidades a los términos ‘autonomía institucional’ y ‘autarquía económico-financiera’ que aparecen en la norma aplicable”.
Y hay todavía otros hechos que rayan en lo directamente delictivo, que la Justicia debiera verificar y esclarecer, porque echan un manto de sospecha grave, no sólo sobre las instituciones involucradas sino sobre todo el sistema universitario. Es sabido que la prestación de servicios, a empresas o a diversas áreas de la Administración Pública, es una práctica habitual hoy en todas las universidades, públicas o privadas, aquí y en todo el mundo. Bien concebida, regulada e implementada, no está para nada mal. Pero cuando las instituciones y sus contrapartes se sirven de ese tipo de facultades y procedimientos para obviar los necesarios controles o para desviar fondos públicos, se está pervirtiendo el instrumento y se está dando lugar a sospechas fundadas de corrupción. Que es lo que parece haber ocurrido, por ejemplo, con la transferencia de fondos del Tesoro, no precisamente insignificantes, para servicios no bien especificados o para eludir el cumplimiento de las normas de control aplicables. Parece ser el caso, también, de convenios de la Administración Nacional con algunas universidades públicas para la construcción de stands para Tecnópolis, que hacen suponer que el verdadero objetivo era evitar las correspondientes licitaciones valiéndose de la opción de contratación directa que existe cuando el Estado contrata con una universidad nacional, la que posiblemente termina por tercerizar el servicio. De ser así, tales instituciones habrían estado, en el mejor de los casos, convalidando procedimientos irregulares y haciéndose sospechosas de maniobras que ningún bien hacen, no sólo a ellas mismas sino a todas las universidades. El título del libro traído arriba a cuento ya no sorprende tanto.
Mucho más que rendición de cuentas
Como bien dice uno de los informes del organismo auditor, muchos de estos hechos se pretenden justificar en el alcance que se da a la autonomía y autarquía de que gozan las universidades. Más de uno podría creer, en consecuencia, que la solución consiste en restringir ese alcance, como forma de evitar o morigerar este tipo de irregularidades. Pero en mi opinión se equivocaría. Porque la autonomía institucional es hoy, más que nunca, una condición necesaria para la existencia y desarrollo de verdaderas universidades. Darse sus propias normas, tener su propio gobierno y manejarse por sí mismas, como la entiende la concepción tradicional de autonomía, no significa que sean instituciones soberanas a las que les esté permitido desconocer o ponerse por encima de las normas, reglas de juego y principios básicos del orden republicano y democrático al que pertenecen. Se trata, en cambio, de saber aprovechar esas ventajas o franquicias institucionales, verdaderamente excepcionales, para construir un ámbito en el que sea posible el desarrollo del pensamiento crítico e independiente, sin que los poderes del Estado, del mercado y de la propia sociedad civil puedan impedirlo. Cuando se lee la historia universal de las universidades, se advierte que ha habido momentos en que grandes universidades han sobrevivido y han mantenido la libertad académica, que es lo que verdaderamente importa, aun con una autonomía restringida. Pero esa constatación no se puede transferir sin más a otras épocas y contextos, sin pasar por el tamiz de la propia realidad.
Más que restringir la necesaria autonomía de las universidades, se trata de balancearla con la necesaria dosis de responsabilidad. Pero ya no basta ni son tiempos de que las universidades sigan alegando que tienen responsabilidad sólo ante sí mismas. Es ahora ante la sociedad y sus órganos representativos ante quienes se debe mostrar responsabilidad y transparencia. En inglés existe para expresarla la palabra accountability, difícil de traducir con precisión al español .Porque no es sólo la tradicional rendición de cuentas contable que sabía conformarnos. José Joaquín Brunner, un reconocido especialista chileno en políticas universitarias, en un trabajo reciente escribe que hoy la accountability por parte de las universidades, tanto públicas como privadas, incluye tres dimensiones clave:
· la integridad institucional,
· la integridad y calidad académica, y
· la integridad fiscal y financiera, que implica el buen uso de los recursos.
En otras palabras, no se trata tanto de restringir el alcance de la autonomía sino de prestar la máxima atención a su necesaria contrapartida, que es la responsabilidad: responsabilidad por el buen uso de los recursos, lo que implica una amplia rendición de cuentas; pero también por los resultados del trabajo docente, de investigación y de extensión; por la transparencia y la oportuna y amplia información al público; por el cumplimiento estricto de las normas de la administración, empezando por la propia, y del ethos universitario; responsabilidad, en fin, por la calidad de los servicios que se prestan.
Está claro que entre nosotros la mezcla adecuada entre autonomía y responsabilidad está fuertemente desbalanceada. Por razones históricas entendibles que no es del caso recordar aquí, nuestras universidades defienden con vigor su autonomía, al punto de que en ocasiones algunas llegan a abusar de ella. Pero subestiman y olvidan que una autonomía sin responsabilidad no es en definitiva viable ni sostenible en el tiempo, porque lleva a hechos y situaciones como las que dieron origen a esta nota. Hay por lo tanto, en vistas al futuro, un profundo trabajo a realizar en esta materia, que supone no sólo la toma de conciencia de su importancia e implicaciones sino también el diseño de instrumentos y políticas adecuados para hacerla efectiva.
De la respuesta que las políticas públicas y las propias instituciones universitarias sean capaces de dar a ese desafío, depende que éstas puedan conservar y acrecentar su mayor capital, que es su reputación y su reconocimiento público como instituciones. Porque, en el fondo, es nada menos que su credibilidad a los ojos de la sociedad lo que se está poniendo en juego.
El autor es Profesor de posgrado en varias universidades y consultor. Ex Secretario de Políticas Universitarias de la Nación y ex Rector de la Universidad Blas Pascal.