En el centenario de “Vieja y nueva política” y Meditaciones del Quijote, el autor se refiere a estos dos importantes textos de Ortega y Gasset.
En marzo de 1914, José Ortega y Gasset (1883-1955) pronunció la conferencia “Vieja y nueva política”. Poco después, en julio de ese mismo año, publicó su primer libro: Meditaciones del Quijote. Se trata de dos acontecimientos que contribuyeron no poco a cimentar su liderazgo generacional y que influirán notoriamente en la evolución de su pensamiento.
Con respecto a la conferencia, recordaré brevemente la parte dedicada a la imagen de “las dos Españas” que, años atrás, había divulgado el aragonés Joaquín Costa para resaltar el carácter saludable de la nación española (la España “del estudio y del trabajo”) que, no obstante, se encontraba oprimida por una minoría política corrupta cuyos integrantes merecían estar “entre rejas en Ceuta, en un manicomio o sentados en los bancos de una escuela”.
Ortega discrepó con esta lectura. Para él, en efecto, la razón del mal desempeño de los políticos debía buscarse más bien en la España gobernada, a la que consideraba igualmente enferma. En otros términos, su diagnóstico no tenía tanto que ver con los abusos de los gobernantes (“enfermedades localizadas a quienes se puede hacer frente con el resto sano del organismo”) sino con los usos de una sociedad adonde podían hallarse los mismos males enquistados en la administración del Estado. Siendo así, el concepto de vieja política expresaba no sólo el rechazo de un grupo dominante sino de toda una “España oficial” que incluía a las diversas funciones de la sociedad, “desde el Parlamento al periódico y de la escuela rural a la Universidad”: una España agonizante, con sus abusos y sus usos, “que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida”, frente a la cual se insinuaba “otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia”.
De ahí que Ortega propiciara una transformación profunda del país y de la política misma que, trasponiendo el ámbito electoral, parlamentario y gubernativo, debía ponerse al servicio de la sociedad en todos los órdenes (cultural, económico, científico, administrativo, etc.) en el convencimiento de que, más importante que la captación del gobierno, era “el aumento y fomento de la vitalidad de España”. A lo que añadía: “Consideramos el Gobierno, el Estado, como uno de los órganos de la vida nacional; pero no como el único ni siquiera el decisivo. Hay que exigir a la máquina Estado mayor, mucho mayor rendimiento de utilidades sociales que ha dado hasta aquí; pero aunque diera cuanto idealmente le es posible dar, queda por exigir mucho más a los otros órganos nacionales que no son el Estado, que no es el Gobierno, que es la libre espontaneidad de la sociedad”.
Dejaré de lado otros aspectos de esta conferencia, de la que se ha dicho es “el primer bosquejo” de futuros aportes de Ortega (como el concepto de generación o la distinción entre ideas y creencias), para remitirme ahora al libro cuyo centenario también evocamos: Meditaciones del Quijote. En esta obra, Ortega se propuso responder a la pregunta sobre el destino de España mediante un método que, sin excluir la crítica, pretendía elevar “a la plenitud de su significado” materias de toda índole relativas a esa circunstancia nacional que constituía para él “la otra mitad” de su persona y de la que debía, por tanto, hacerse cargo. La cita merece recordarse: “… ¡Las cosas mudas que están en nuestro próximo derredor! Muy cerca, muy cerca de nosotros levantan sus tácitas fisonomías con un gesto de humildad y de anhelo, como menesterosas de que aceptemos su ofrenda y a la par avergonzadas por la simplicidad aparente de su donativo. Y marchamos entre ellas ciegos para ellas, fija la mirada en remotas empresas, proyectados hacia la conquista de lejanas ciudades esquemáticas”. De ahí la fórmula tan consagrada: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. O también esta otra: “la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre”.[1]
La empresa consistía, esencialmente, en la negación de una realidad caduca y la afirmación de una nueva. Por eso Ortega dijo de sus Meditaciones que eran “experimentos de nueva España”: la búsqueda de una España superadora de viejos antagonismos y de “un patriotismo sin perspectiva” que, atrapado en “la superstición del pasado”, venía desde hacía siglos desviándola de su trayectoria ideal. “… La realidad tradicional en España (escribe Ortega) ha consistido precisamente en el aniquilamiento progresivo de la posibilidad España. No, no podemos seguir la tradición. Español significa para mí una altísima promesa que sólo en casos de extrema rareza ha sido cumplida”. Precisamente, uno de esos casos había sido Cervantes, quien representaba para Ortega la mayor experiencia de plenitud española. En su estilo, en su manera de acercarse a las cosas, veía la mejor indicación para reanudar ese rumbo perdido e integrar el sensualismo castizo con el “fulgor de mediodía” que caracterizaba a Europa, es decir, la espontaneidad y la exégesis, la impresión y la reflexión, la vida y la cultura. “… La vida es el texto eterno, la retama ardiente al borde del camino donde Dios da sus voces. La cultura –arte o ciencia o política– es el comentario, es aquel modo de la vida en que, refractándose ésta dentro de sí misma, adquiere pulimento y ordenación”. Una labor de complementos, como se ve, y no de exclusión.
En otro orden, me interesa destacar el significado que adquieren estas Meditaciones del Quijote con relación al abandono por parte de Ortega de las convicciones socialistas de su juventud y sus consecuentes prevenciones contra el avance del colectivismo en todas sus formas. En particular, me refiero a las páginas donde Ortega se pregunta por los motivos que llevaron a los hombres de la segunda mitad del siglo XIX “a desatender todo lo inmediato y momentáneo de la vida”, a relegar lo individual “como si fuera cuestión poco seria o intrascendente”, para ocuparse puramente de los problemas de la vida social. Leemos ahí: “Todas nuestras potencias de seriedad las hemos gastado en la administración de la sociedad, en el robustecimiento del Estado, en la cultura social, en las luchas sociales, en la ciencia en cuanto técnica que enriquece la vida colectiva. Nos hubiera parecido frívolo dedicar una parte de nuestras mejores energías –y no solamente los residuos– a organizar en torno nuestro la amistad, a construir un amor perfecto, a ver en el goce de las cosas una dimensión de la vida que merece ser cultivada con los procedimientos superiores. Y como ésta, multitud de necesidades privadas que ocultan avergonzados sus rostros en los rincones del ánimo porque no se les quiere otorgar ciudadanía; quiero decir, sentido cultural.”
La sola mención de La rebelión de las masas parece suficiente para recordar hasta qué punto esta filosofía de la libertad impregnará en adelante el pensamiento de Ortega. Pero, como ocurre con otras dimensiones de este pensamiento, también en lo tocante al liberalismo es posible encontrar en Meditaciones del Quijote el origen de ulteriores desarrollos.
[1] Retomo aquí afirmaciones hechas en una nota de opinión publicada en La Nación (18/7/2014), en colaboración con Roberto Aras, con el título “A 100 años de las Meditaciones de Ortega y Gasset”.