Una de las tantas deudas que arrastra la reforma constitucional de 1994 es la vinculada a los pueblos originarios. La Convención Constituyente reformó el otrora inciso 15 del art. 67, que atribuía al Congreso la facultad de “…conservar el trato pacífico con los indios, y promover la conversión de ellos al catolicismo”, por el actual inc. 17 del hoy art. 75, que le otorga la potestad de 

Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones”.

La reforma recogió también el desarrollo que la cuestión de los pueblos originarios tuvo a nivel internacional. En especial, lo establecido en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (1989) que concibe el desarrollo de los pueblos en el marco de su integridad. En otras palabras, sale del esquema original de 1957 (Convenio 107), donde se promovía su “integración progresiva a la vida de sus respectivos países”, para transitar hacia una concepción donde lo que prevalece es el respecto hacia la propia cultura y forma de vida. La Argentina ratificó el Convenio 169 en julio de 2000, con lo que conforme el inc. 22 del art. 75 del texto constitucional, tiene rango superior a las leyes.  

En forma previa a la reforma de 1994 y a la incorporación del Convenio 169, en 1985 el Congreso Nacional promulgó la Ley N° 23.302, titulada “Ley sobre política indígena y apoyo a las comunidades aborígenes”, en la que se declara a las comunidades existentes en el país de interés nacional, y se promueve su “defensa y desarrollo para su plena participación en el proceso socioeconómico y cultural de la nación, respetando sus propios valores y modalidades”.  Creó el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, que tiene a su cargo el registro y otorgamiento de personería jurídica a las comunidades que así lo soliciten. En 2006 se dictó la ley de emergencia en materia de ocupación y posesión de tierras, que suspendió la ejecución y desalojo forzado de las comunidades en aquellos asentamientos que no tuvieran regularizada su situación dominial. Tal emergencia se prorrogó hasta 2025.

Finalmente, el Código Civil y Comercial de la Nación, promulgado en 2015, dispuso en su art. 18 el derecho de las comunidades indígenas a la posesión y propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente ocupan, en línea con el texto constitucional.

El texto constitucional, el Convenio 169 de OIT y las leyes vigentes otorgan amplios derechos a las comunidades, haciendo hincapié en el mantenimiento de su cultura e integridad. Se ve claramente un camino que va desde la incorporación forzosa mediante su “trato pacífico” y conversión en 1853, para en 1985 adherir a la idea imperante en ese momento de integración a la vida de la nación respetando sus costumbres, y finalmente pasar al paradigma del respeto pleno a su forma de vida y cultura.

Los temas en juego

Hay, entonces, un marco constitucional y regulatorio concreto, en el que la Nación argentina reconoce la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas, agregando la palabra “argentinos” (art. 75 inc. 17 de la Constitución). Una lectura desapasionada permite entonces entender que hay dos fuerzas que deben integrarse. Por una parte, el reconocimiento por parte del Estado de las comunidades como tales, y por otra, que tal afirmación se da en el marco de la República Argentina.

Este matiz es de enorme magnitud, ya que uno de los temas en debate en la cuestión de los pueblos originarios es el alcance del principio de autodeterminación. Simplificando, este concepto nos permite justificar el derecho de un pueblo, en un territorio determinado, a darse sus propias leyes y forma de gobierno.

Así, la Argentina lo adopta en el art. 1° del texto constitucional, mediante la forma representativa, republicana y federal. No queda entonces otra alternativa que integrar la totalidad de las normas vinculadas a la materia, con este principio rector de la vida institucional argentina.

¿Podría existir, por el contrario, una o varias “naciones originarias” dentro de la Nación Argentina? Si la respuesta fuera afirmativa, estaríamos entonces ante una situación de enorme complejidad, donde el “principio de autodeterminación” aplicaría de la misma manera a los pueblos originarios como a los que no lo son. 

Siguiendo con la respuesta afirmativa, está claro que los mecanismos de solución de conflictos no serían institucionales o legales, ya que estaríamos en una realidad previa a la organización constitucional. En efecto, si las “naciones originarias” consideran que el art. 1° del texto de la carta magna no les resulta aplicable, queda entonces (llevando la cuestión hasta sus últimas consecuencias) la idea secesionista, al estilo Cataluña o el “País Vasco”, por poner algunos ejemplos. 

Una lectura del texto constitucional y de nuestra historia requiere que la respuesta sea negativa. Dicho de otro modo, que la integración sea “en el marco” del texto constitucional dictado como consecuencia del principio de autodeterminación de la República Argentina, que indudablemente incluye a las comunidades originarias. Esto en modo alguno significa negar su preexistencia étnica y cultural, sino incorporar esta realidad en nuestro marco constitucional y jurídico vigente. 

Problemas de implementación

Dicho lo anterior, una explicación posible de los problemas que se dan a lo largo de la nación, y en especial en la Patagonia, tiene que ver además con la falta de acción del Estado en el cumplimiento de su mandato constitucional y convencional. Los derechos de los pueblos originarios están otorgados en los papeles, pero su efectiva implementación pareciera no ser todo lo eficaz que se requiere. La ley de suspensión de desalojos, que referencié antes, es una muestra cabal de esta problemática. Una emergencia declarada en 2006 que se mantendrá hasta 2025 habla de problemas más que de soluciones.

A grandes rasgos, son tres los temas que requieren en mi opinión especial atención: i) el acceso a la “propiedad comunitaria” de la tierra, ii) la efectiva participación de las comunidades cuando sus intereses están directamente afectados; y iii) la construcción de un cuerpo regulatorio consistente que otorgue a todos los actores involucrados (gobiernos nacional y provinciales, miembros de las comunidades, empresas y sociedad civil) la previsibilidad necesaria para actuar coordinadamente.

El otorgamiento de la posesión y propiedad de tierras comunitarias es una materia de enorme complejidad técnica, ya que, si bien el Código Civil y Comercial de la Nación reconoció la “posesión y propiedad” comunitaria, no legisló la manera de hacerlo. Hoy la propiedad se rige por las regulaciones de los derechos reales, donde –entre otras cosas– el dominio es transmisible, individual y sujeto a la posibilidad de otorgarlo en garantía mediante gravámenes como hipotecas u otras herramientas. La “propiedad comunitaria”, por el contrario, al estar en el texto constitucional, es inenajenable, no sujeta a transmisión (fuera del comercio, en consecuencia), ni susceptible de embargos y gravámenes. Lo contrario de los previsto en la legislación civil, aplicable a toda la república. Pese a que la reforma es de 1994 y que el Código Civil se haya reformado integralmente en 2015, no hubo cambios relevantes, más allá del reconocimiento declamativo del citado art. 18.

En lo que hace a la participación en materia de gestión de sus recursos naturales y demás intereses que pudieran afectar a las comunidades, las regulaciones son dispersas y cada provincia (titular de dominio de los recursos naturales), regula la manera de otorgar participación, sin que haya normas consolidadas y pacíficamente interpretadas.

Esto nos lleva al último punto, que es la falta de un cuerpo legal consolidado en materia de regulación de los derechos de los pueblos originarios, que otorgue previsibilidad a la interacción comunitaria con el Estado y el sector privado en todos sus niveles.

Lo que mejor ilustra esta cuestión es el fallo de la Corte Suprema Comunidad Mapuche Catalan, donde pone en duda la capacidad del Estado provincial de definir un ejido municipal. En este caso, la Corte, haciendo suyo el voto de la Procuración General de la Nación, expone que la provincia no tendría capacidad de resolver sobre la creación de un municipio (una facultad eminentemente republicana, representativa y federal), ya que afectaría el “espacio de autodeterminación” de los pueblos originarios involucrados. Pareciera entonces responder afirmativamente la pregunta que formulé en torno a la posibilidad de tener “una o varias naciones originarias”. El voto minoritario del Juez Rosenkrantz se inclina por el art. 1° del texto constitucional, deja en claro que es facultad de la provincia el diseño municipal y desarrolla extensamente los problemas que trae aparejada esta decisión. 

Falta de implementación y sobre interpretación de los textos constitucionales es el resultado del accionar del Estado en todos sus niveles.

La ausencia del Estado 

Esta breve reseña intenta identificar dos problemáticas (que por supuesto no son las únicas) que atraviesan a los pueblos originarios. Una, más de fondo, se refiere al alcance del “principio de autodeterminación”. Llevado al extremo, esta dificultad podría tornarse insalvable, ya que los mecanismos estatales de resolución de conflictos y arbitraje no serían reconocidos por quienes se consideran con un derecho total de autodeterminación. El fallo Comunidad Mapuche Catalan no colabora en resolver esta cuestión. La segunda tiene que ver con algo que se replica en otras muchas áreas de actuación, que es la incapacidad del Estado en su conjunto, a través de la implementación de políticas públicas consistentes, para dar respuesta a aquello que ya se otorgó constitucionalmente. Como dije al inicio, la Argentina está deudora de los pueblos originarios nada menos que desde 1994.

Quizá la solución de la segunda problemática sea lo que tienda a reducir las voces que agitan una autodeterminación total. Muchos países, como Canadá o Australia, avanzan en ese camino de pluralidad dentro de un Estado nacional. El desafío es mayúsculo, pero posible. 

Diego Botana es abogado, doctor en Derecho, Master en Leyes y profesor universitario

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