La indefensión sanitaria argentina

Decía José Ingenieros que la mediocridad es la más contagiosa de las enfermedades, y así lo han demostrado estos más de dos años de pandemia en nuestro país. La acción (y omisión) del gobierno nacional, la (in)capacidad del área sanitaria y hasta la respuesta de la sociedad en general, dan cuenta de un balance claramente negativo. Resumiendo, ha faltado un rumbo claro y un cerebro coordinador; en otras palabras, padecemos la virtual ausencia de la ecuación sanitaria = gobernanza + salud pública, que, con una sólida base científica y técnica en epidemiología, imponga directrices y rinda cuentas de gestión y, en definitiva, de gobierno.

La ausencia de gobernanza sanitaria

Entre los ingredientes fundamentales de la gobernanza están la transparencia, la rendición de cuentas, la participación, la integralidad y la capacidad. Gobernar es crear instituciones capaces de componer tanto normas como procedimientos para lograr un funcionamiento que gestione problemas concretos, prevea y limite devenires no deseados: basado en desplegar conocimientos científico-técnicos y superar relatos que sólo dan lugar a una ficción argumental. En este caso se debe tratar de un co-liderazgo, nexo entre la política y la ciencia.

Poco de ello hemos visto estos largos dos años. Primó más bien, en el inicio, un “coro de asesores” con desconocimiento e irresponsabilidad de las consecuencias que, por acción u omisión, podían desencadenar. Vale a este respecto la distinción de Max Weber entre ética de la responsabilidad y ética de los principios. Esto quiere decir que, en política, no se trata sólo de la intención y de los fines nobles, sino de las consecuencias y de los medios correctos.

Además, a partir de que “no saben que no saben”,las autoridades han enfrentado un falso dilema o dicotomía: salud versus economía. Lo que muestra en sí mismo la ignorancia médica por un lado y la ineptitud económica por otro, ya que estos elementos están fusionados en una sinergia que los contiene. Preocupa la negligencia por no reconocer la conexión, proyectando la prevalencia de una sobre la otra. Esto, además, en un contexto vulnerable por:

  • la debilidad institucional en el área médica;
  • la reiteración de errores (“errar es humano, reiterar en el error es diabólico”);
  • y la conocida fragmentación del sistema de salud.

Este último punto, a su vez, no deja de ser un telón que oculta cinco cosas:

  • dilución de responsabilidad;
  • mercadeo, esto es, intereses, cartelización de instituciones y medicalización (la industria farmacéutica ha subido medicamentos de manera inusitada);
  • endeblez de las políticas sanitarias, que no distinguen planificación estratégica reglada del empleo de medidas y herramientas a utilizar;
  • esterilización de los “nidos de maestros” (claves para la formación y capacitación de profesionales de la salud);
  • corrupción, lastre no sólo concerniente a la moral sino también con efectos en el incremento de los costos en el ámbito de la salud.

Nos limitamos a subrayar tres aspectos clave que han brillado por su ausencia o falencia. En primer lugar, la transparencia. Debemos avanzar hacia una Nueva Gerencia Pública, con agenda por etapas y gestión por resultados, que permitiría el monitoreo transparente de las partidas presupuestarias, lo cual evitaría manejos arbitrarios y espurios. Toda compra de insumos y su distribución correspondería a verdaderas empresas públicas de servicio que deben responder a criterios de eficiencia y equidad.

En segundo lugar, el manejo de la información y la comunicación, en lugar de estar sistematizada y centralizada en una Oficina de Comunicación Oficial, ha dejado lugar al “caos comunicacional” generado entre la proliferación de “expertos”, políticos, periodistas y demás “opinólogos” que, aunque sin intención, terminan por generar más miedo, incertidumbre y angustia que otra cosa.

En tercer lugar, la formación médica. Si algo debiera dejar en claro la pandemia es la necesidad de formar a los médicos que sí tenemos en las especialidades que faltan (o que urgen) y en su distribución geográfica adecuada. Por no hablar del reducido número de personal de enfermería con el que contamos en nuestro país. Para ello, resulta indispensable la articulación entre los Ministerios de Educación, de Salud y las Universidades. Se requiere de formación profesional que conjugue saber (formación académica) con saber hacer, es decir, la práctica clínica (las residencias). El médico requiere precisión y destreza en los procedimientos y no un listado de protocolos normativos.

¿Pandemia o sindemia? Sobre salud y equidad

La pandemia ha funcionado como una suerte de radiografía de nuestra sociedad, exponiendo la gravedad de las fracturas que ya teníamos con toda claridad. Y particularmente ha mostrado los límites estratégicos del área sanitaria. Una desenfocada política sanitaria ha saturado la asistencia por casos de COVID-19 (reales y supuestos), mientras ha relegado por demasiados meses la asistencia y atención de múltiples condiciones (pacientes diabéticos, cardíacos, embarazadas y un largo etcétera), con resultados que han segado vidas.

Pero la falta de preparación para afrontar tanto el primer momento de la pandemia como el actual (que resulta presuroso llamar pospandemia), no sólo radica en cuestiones básicas como el correcto aislamiento de salas y personal sanitario que ya la OMS advertía en 2015. Se trata de la falta de un abordaje comprehensivo de la complejidad de una pandemia. Algo que resulta mejor conceptualizado con el término de sindemia, que advierte sobre la inseparabilidad de la amenaza viral con las condiciones sociales, ambientales, económicas, como así también las estructuras del sistema de salud y el contexto cultural. Componentes multicausales que obligan a implantar una estrategia amplia y diversa, con un enfoque que ponga a la equidad como valor significativo. Máxime teniendo en cuenta que la actual cobertura de salud, históricamente fragmentada y crecientemente desigual, deja más desamparados a los desamparados (y tampoco brinda lo que supone a los sectores más pudientes).

No está de más señalar cuatro factores de la indefensión sanitaria en América Latina, de la que hace rato que Argentina no puede jactarse de superar:

  • el hacinamiento (con escaso o nulo acceso a agua potable y cloacas);
  • la pobreza (estructural y creciente) que implica desnutrición y la consecuente inmunodepresión;
  • el trabajo informal, que además de usuales bajos ingresos, implica una inseguridad social ante eventualidades como la enfermedad;
  • y la regresión inocultable del sistema de salud.

En la actualidad, la pobreza en nuestro país alcanza a prácticamente la mitad de su población y la informalidad laboral está completamente naturalizada. Más que nunca, está claro que la heterogeneidad del área sanitaria no es más que un mero eufemismo por desigualdad.

Hacia una alternativa propositiva

Estamos a 90 años (1928) del establecimiento de la teoría epidémica de Lowell Reed y Wade Hampton Frost según la cual una epidemia actúa como una tríada entre agente patógeno, huésped susceptible y ambiente adecuado. Este último elemento se considera clave para accionar políticas diferenciales en los distintos territorios y las distintas poblaciones ( “villas”, geriátricos u otros). Y pasaron 60 años (1960) desde que, durante la décima reunión en Ginebra, el comité de expertos en epidemiología trató el tema de los requisitos de capacitación efectiva de los profesionales y especialistas, recomendando un curso intensivo de 10 meses en Salud Pública, que a la hora actual brilla por su ausencia. El costo de la negligencia, como siempre, cae sobre la salud de nuestro pueblo.

En la Argentina partimos de una distribución social de necesidades que responden a una biodiversidad, tecno-diversidad y diversidad cultural, referenciadas a territorios disímiles e identidades georreferenciales que conforman una configuración social por demás fragmentada en un contexto de crisis crónica y hasta con extremos de anomia. No poseemos siquiera registros fehacientes que vayan desde la cantidad de médicos, especialistas, técnicos y demás profesionales que existen en cada provincia, hasta cuántas instituciones de salud y de qué tipo operan en cada lugar. Tampoco sabemos qué clase de parque tecnológico poseemos ni en qué condiciones.

De aquí surge la necesidad de un Gabinete Estratégico de Gestión Operacional multidisciplinar y federal, que actúe de manera permanente y supere las estructuras ministeriales en las que habitualmente prevalecen conductas administrativas sin capacidad de gestión. Por el contrario, debería responder a los requisitos de un “tablero de comando” al servicio de la tríada planificación-gestión-evaluación.

A su vez, este organismo debería operar sobre la base de un un Sistema Federal Integrado de Salud, que sólo será posible en el marco de un gran Acuerdo Sanitario que busque maximizar los recursos de toda el área sanitaria en una integración (y no fusión) que mantenga en el centro la salud de los pacientes, es decir, la vida y dignidad de las personas.  

El acuerdo posible no es posibilista ni utópico; es ambicioso pero realista. Deben establecerse objetivos claros, con flexibilidad en su concreción, pero intransigencia en su espíritu.  Se trata, como lo llamé alguna vez, de un genuino sendero, un camino que puede ser largo y sinuoso, pero con un destino claro: mejorar la salud con los principios de equidad y eficiencia.

Ignacio Katz es Doctor en Medicina por la UBA

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