Agustín Salvia es sociólogo, doctor en Ciencias Sociales e investigador jefe del Observatorio de la Deuda Social de la UCA. Este centro de investigación, de extensión y de formación de recursos humanos, produce investigaciones científico-académicas, con miradas teóricas de procesos sociales; e investigaciones de tipo descriptivo, con un cometido de divulgación y visibilización de temas para la agenda pública. “Estudiamos las privaciones económicas que afectan el desarrollo humano y la integración social, y que resultan injustas en tanto afectan derechos sociales fundamentales, desde la pobreza por ingresos hasta la llamada pobreza multidimensional”. En este marco, desde el Observatorio se desarrollan estudios que dan cuenta del avance del narcomenudeo en los barrios y las adicciones entre los jóvenes, el empobrecimiento en la calidad de vida de los adultos mayores y las problemáticas de la inseguridad alimentaria en la infancia. También realizan estudios cualitativos sobre fenómenos sociales como el impacto de la pandemia en el mundo del trabajo informal, los procesos de exclusión y la marginación estructural.
¿Cuál considera que es el camino más eficaz para reducir el problema del desempleo, la informalidad y de los planes sociales?
Sin una solución a los desequilibrios económicos y a la inestabilidad estructural del sistema económico argentino, no hay crecimiento sostenible, y sin crecimiento no hay generación de empleo. Ahora bien, el crecimiento por sí solo no es suficiente para lograr la inclusión social de los millones de ciudadanos que parecen sobrarle al actual sistema económico. Equilibrar la macroeconomía y bajar la inflación permitiría una mejor planificación de las políticas públicas y de la inversión del sector privado, así como una mayor capacidad de estructurar los consumos, los ahorros y la propia inversión de las familias en su propio bienestar presente y futuro. Con solo bajar la inflación a un dígito anual, la pobreza bajaría de 40% a menos del 25%. La estabilización económica y una política de mercado razonable produciría un aumento de la demanda agregada de empleo y la posibilidad de que haya una salida laboral para muchos jóvenes en situación de desempleo estructural. Sin embargo, eso no resolvería el problema de la informalidad laboral, la marginalidad económica y la necesidad de sostener programas sociales, temas que afectan a nuestra sociedad en forma creciente desde hace varias décadas.
Para superar estos problemas necesitamos, no sólo crecimiento, sino también mayores inversiones de desarrollo y una más equilibrada distribución de la riqueza, no del ingreso corriente, sino de las capacidades de producción, trabajo y bienestar social, en favor de los sectores que generan salarios e ingresos de pobreza, entre ellos, la llamada economía social, la pequeña y mediana empresa, las regiones y zonas más pobres del país, las clases medias estancadas y los trabajadores informales pobres. Invertir en ciencia y tecnología, educación y salud, así como en el desarrollo del capital productivo, social y humano de los sectores más rezagados es fundamental, no sólo para proyectar un país más justo, sino también para lograr un desarrollo efectivo. Pero para llevar adelante estas políticas, además necesitamos cambios estructurales en diferentes áreas a nivel del Estado.
¿Cuáles considera que son los cambios que debe encararse para mejorar la calidad de los servicios que debe dar el Estado?
La solución no es tener más ni menos Estado, sino un mejor Estado, el cual también debe tener la función de regular mejores mercados. Necesitamos un Estado con capacidad de intervenir en los procesos de inversión, desarrollo y distribución, con reglas de calidad, transparencia y eficiencia que no hemos tenido con ninguno de los últimos gobiernos. La intervención del Estado es fundamental para el desarrollo científico-técnico, la creación de infraestructura productiva y social, también en el campo de la educación, la salud y el bienestar. Sólo a través de ello es posible generar saltos productivos y sociales en los sectores más rezagados, tanto a nivel de ramas y economías regionales, como de segmentos sociales excluidos, tal como lo son la economía informal y la economía social. Pero para avanzar hacia un mejor Estado capaz de promover un desarrollo capitalista inclusivo, se necesitan encarar reformas estructurales en diferentes frentes.
¿Qué tipo de reformas estructurales serían necesarias para ello?
En primer lugar, se requiere una reforma tributaria federal que permita mayor progresividad en los impuestos, que desgrave la inversión productiva y grave a los altos ingresos, pero también que descentralice la recaudación y amplíe la coparticipación federal, que dote de mayores y efectivos recursos a los estados provinciales. Esto con el fin de que las provincias tengan más recursos para volcar al desarrollo regional y social, con mayor articulación y sinergia con los mercados y actores locales. En segundo lugar, esto debería estar acompañado de una reforma integral del sistema de la seguridad social. La seguridad social debe convertirse en un sistema de seguridad universal no contributivo, a nivel tanto previsional como asistencial, compensatorio o emergencias. Debe estar vinculado a un sistema privado complementario, pero también brindar de manera subsidiaria prestaciones sociales de emergencia o renta mínima, formación laboral, becas de estudio o un régimen de empleo mínimo de última instancia. Esto implica eliminar los actuales impuestos o aportes laborales contributivos, remplazándolos por fuentes de recaudación directa a la riqueza o al consumo. En tercer lugar, en igual sentido, se requiere una reforma laboral, debería revisarse toda la normativa laboral en clave a articular seguridad con flexibilidad laboral para los trabajadores de micro, pequeñas y medianas empresas, quizás por sector o rama de actividad, con la suficiente flexibilidad para atender las distintas situaciones de mundo laboral según tipo de empresa y actividad. El trabajo cuenta propia, la empresa familiar, las cooperativas y la llamada economía social deben ser formas de trabajo promovidas y apoyadas a través de sistemas subsidiarios financiados por la economía formal. En cuarto lugar, se necesita una verdadera reforma educativa que permita una fuerte inversión en capital humano sobre las nuevas generaciones, la adolescencia y las juventudes, sobre todo entre los sectores más pobres. Hay que hacer una revolución en capital humano y social, sobre todo en favor de los segmentos más pobres. Deberíamos poder multiplicar los centros de primera infancia, extender la doble jornada preescolar-primaria, efectivizar la reformulación curricular de la educación secundaria, incluyendo las salida técnico-laboral tanto en ese nivel como a nivel terciario y universitario. Todo ello debe encararlo un Estado federal con capacidad de gestión, por lo cual, también cabe pensar en una reforma administrativa. En fin, podemos continuar, lo cierto es que atravesamos una crisis sistémica terminal que requiere de innovaciones que implican cambios estructurales del Estado y de las reglas de juego económicas y sociales. Esta tarea la debe encarar e campo político, y es allí donde creo tenemos un cuello de botella.
¿La falta de capacitación laboral impide la incorporación de la población que hoy recibe planes sociales al mundo del trabajo?
En el corto plazo, la demanda agregada de los sectores productivos que pueden crear empleo es mínima con respecto a la cantidad de personas en situación de marginalidad laboral. Tenemos una población de 8 millones de trabajadores informales pobres, de los cuales la mitad tienen trabajos de subsistencia, de muy baja productividad; hay además 2,5 millones de mujeres en condiciones de trabajar sin ninguna experiencia laboral que no terminaron el secundario ni tienen ninguna formación laboral. Es decir, más de 10 millones de personas con capacidad de contribuir a la creación de riqueza y que hoy están descartadas de la economía formal. No creo que la solución sea brindarles cursos de capacitación. Es ingenuo pensar que de manera masiva estas generaciones puedan adquirir las calificaciones que demandan de los sectores modernos. Si las nuevas generaciones, los hijos e hijas de estos segmentos excluidos deberían estarlo, para ellos sí es fundamental una revolución educativa y nuevas reglas laborales. Ahor bien, lo cierto es que tampoco existe una demanda privada de buenos empleos capaz de absorber a esta masa de excluidos, y, como dije, tampoco estos trabajadores podrían incorporarse a esos empleos. La solución para ellos no es homogénea. Los sectores informales más productivos requieren mayor inclusión financiera, apoyo comercial, reglas laborales más flexibles, pero también con pisos de mayor protección social.
A la par es necesario promover empleos intensivos en mano de obra de baja calificación. En buena medida, la inversión que requiere la lucha contra la pobreza apunta a esos empleos: infraestructura social, mejoramiento de las viviendas, servicios de cuidado, saneamiento ambiental, comedores comunitarios, recreación y deporte, prevención sanitaria, asistencia escolar, cooperativas de consumo o producción, etc., tareas que difícilmente el mercado ofrecería a la escala de las necesidades y urgencias que presenta nuestra sociedad. De ahí que es posible pensar en un sistema de empleos sociales de última instancia a cargo del Estado (provincial o municipal) que promueva estos trabajos generadores de valor agregado, sea de mercado o social. Estos proyectos laborales pueden estar acompañados de líneas de formación laboral, y contar con el gerenciamiento de los Municipios, ONGs y actores locales, debidamente fiscalizados. Esto implicaría transformar los actuales planes sociales “Potenciar Trabajo”, en un sistema de empleo genuino de algo impacto en materia social en la lucha contra la pobreza.
Hay sectores productivos que dicen no conseguir personal calificado. ¿Dónde está el foco del problema?
En efecto, así como se multiplican los excluidos, falta personal calificado para los sectores más dinámicos. El sistema económico argentino es un sistema heterogéneo, inestable y desarticulado. Para los sectores formales, ni el sistema educativo ni el mercado laboral generan hoy los técnicos y profesionales con suficiente calidad y escala para apuntar las demandas de las nuevas cadenas productivas o servicios sociales especializados. Acá tenemos un problema de oferta labora insuficiente en cantidad y calidad con una demanda laboral que crece, pero a un ritmo que no mueve la aguja, debido sobre todo al estancamiento estructural de la economía. Por esos, la dolorosa emigración de muchos jóvenes, técnicos y profesionales, de alta calificación. Paralelamente, tenemos un segundo segmento de trabajadores relativamente formales, que no reciben programas sociales, pero sí están protegidos por normas laborales; aunque también es cierto que no necesariamente están disponibles en los tiempos y salarios que pueden ofrecer la pequeña o mediana empresa tradicional. Acá hay un problema de negociación entre la oferta y la demanda. En un contexto recesivo, esos trabajadores están, con remuneraciones a la baja. En un contexto reactivo, también lo están, pero con salarios al alza. Acá el problema es la heterogeneidad productiva. Las grandes empresas pueden pagar los salarios de convenio o más, eventualmente asumir los costos de despido, o incluso afrontar la formación laboral en el trabajo de nuevos trabadores. Pero la pequeña y mediana empresa, no tiene esa espalda. Por ello opta por la terciarización o la precarización o informalidad laboral. Ante los ciclos de la economía argentina se prefiere no tener trabajadores en relación de dependencia formal por las posibles consecuencias de un conflicto laboral. Por ello, es fundamental introducir normas de flexi-seguridad para esos sectores, subsidiando desde los sectores formales los gastos sociales de esos trabajadores. Los empleadores negocian desde una lógica de reducción de costos y maximización de beneficios y las normas laborales rígidas no ayudan al proceso de movilidad laboral ni a estimular la creación de nuevos empleos.
¿Qué sucede con la demanda de trabajo no calificado? ¿Los planes sociales son un obstáculo para la incorporación de los beneficiarios al empleo?
En algunos casos es cierto que la acumulación de planes sociales desalienta el trabajo, pero sobre todo genera injusticias al interior de los pobres. El piso y el techo de los programas sociales debería ser un salario mínimo, vital y móvil. Lo cual también hace que los mercados, incluso los informales, no puedan ofrecer salarios por debajo de ese salario constitucional. Sin duda, los programas de empleo, y en general, los programas sociales requieren un ordenamiento racional y equilibrado bien focalizado. Pero no pueden eliminarse, cumplen una función social y económica muy importante. El changarín, el campesino, el vendedor ambulante o el albañil informal, por citar algunos ejemplos, tienen un piso de protección que es el salario del plan social. Sin duda, si a una mujer que recibe un plan de 20 mil pesos mensuales se le ofrecen un trabajo de seis horas como servicio doméstico por ese mismo salario, no va a aceptar, entre otras cosas, porque alguien tiene que cuidar a sus hijos. Si se ofrece el salario mínimo de 45 mil pesos, seguramente lo tomará. El problema no son los programas, sino la escasa demanda de empleos con salarios mínimos constitucionales entre los sectores informales, incluyendo en las pequeñas y medianas empresas de consumo. Por lo tanto, es lógico que los sectores pobres prefieran cobrar el plan social y hacer “changas” con las que completar un ingreso mayor, alcanzando el salario mínimo, vital y móvil. Las políticas deberían pensarse de distinta forma para tres niveles: el técnico- profesional; el trabajo formal del empleado u obrero de rutina; y la economía social o informales. Esta última es actualmente el refugio laboral de quienes son actualmente los descartados de la economía formal.
¿Cuál es tu opinión respecto de las organizaciones sociales?
A mediados de los años ’90, con el Plan Trabajar, que respondía a un modelo del Banco Mundial, los municipios llevaban adelante las obras o servicios. Este sistema funcionó muy bien para una escala de 300 mil personas. Después se amplió a programas de capacitación, llegando estos programas a un total de 450 mil personas. Tenían que trabajar 35 horas semanales y ganaban 200 pesos mensuales, equivalentes a 200 dólares. En la crisis 2001/02 surgió el Plan Jefas y Jefes de Hogar, que en ocho meses llegó a 2 millones de personas, con un ingreso de 150 pesos por mes. Menos de la mitad de los beneficiarios, a nivel de municipios, cumplían con una contraprestación laboral. Se buscaba replicar el Plan Trabajar, pero era muy difícil para los municipios coordinar tanta cantidad de personas. Después derivaron una parte de estos beneficiarios al Plan Familias de Alicia Kirchner, orientado a quienes tenían que cuidar de los hijos y no podían cumplir con la contraprestación laboral. En paralelo, durante el kirchnerismo crecieron las pensiones no contributivas como un mecanismo de asistencia no contributivo. Los 1,2 millones de beneficiarios de planes fueron reduciéndose año a año porque los 150 pesos no eran suficientes y existía un contexto de demanda creciente de empleo en el mercado. En 2010/11 quedaban 400 mil personas con vínculos con las organizaciones sociales. En ese contexto, Cristina Kirchner decidió que los municipios organizaran los programas y comenzó una tensión con la administración de las organizaciones sociales. Debían presentar proyectos y los intendentes decidían cuáles se tomaban. Al término del segundo mandato de Cristina Kirchner, los programas de empleo nacionales y provinciales reunían a no más de 450-500 mil personas, cuya ejecución estaba a cargo de organizaciones sociales o de Municipios, pero con estricto control de servicios y contraprestaciones a cargo del Estado nacional. Durante el gobierno de Cambiemos esta dotación se incrementó a 700 mil, a la vez que se le quitó a los Municipios el manejo político de estos programas, buscando dotar a ONGs independientes de esa función, algo que se logró solo parcialmente.
¿Era justificable ese incremento?
El mayor conflicto que el gobierno de Macri tuvo que enfrentar fue el chantaje político frente al riesgo del desborde o el conflicto social, donde las organizaciones sociales se presentaron como el principal factor de contención social para que no hubiera revueltas ni estallidos. Pero en este contexto, si bien el gobierno le quitó la capacidad de gestión de los planes a los municipios, que eran parte de la estructura político-partidaria del conurbano, y se los trasfirió a las organizaciones sociales, las cuales finalmente salieron más fortalecidas. En ese contexto, surgió por Ley el Salario Social Complementario, un instrumento novedoso para financiar remuneraciones al trabajo comunitario o cooperativo. El incremento de beneficiarios se justificaba ante una economía que no venía generando empleo desde 2012, y que con las crisis de 2014 y 2016, la situación social se había hecho más grave. Esa misma situación hizo crecer a estos movimientos sociales, los cuales continuaron concentrando control social y poder territorial, con alta capacidad de presión política.
Sin ningún cambio en esta lógica, bajo el actual gobierno, el ministro Arroyo, elevó el número de beneficiarios hasta 1,3 millones en el marco de la pandemia. El 60% de esos planes se encuentran hoy bajo administración de movimientos sociales; el 25%, de cooperativas genuinas y organizaciones no políticas; y el 15% son mujeres que hacen tareas domésticas, militantes políticos o vaya a saberse qué. Lamentablemente tenemos que aceptar que las organizaciones cumplen una función social importante porque hay ciertos lugares donde el Estado no está presente, y de alguna forma también constituyen un tipo de representación gremial. El problema no son las organizaciones sociales, sino la informalidad, la pobreza y la marginalidad económica que genera una economía que no crece, expulsa trabajadores formales y deja en la exclusión a los sectores informales.
¿Qué opina de la propuesta de salario universal?
Si se actualizan los salarios en paritarias abiertas con los sindicatos, ¿quién representa a los sectores de trabajo informal? Aunque yo no esté de acuerdo, entiendo que se trata de una reivindicación que beneficiaría a 4,5 millones de personas, de las cuales sólo 1,3 millones están siendo asistidas por programas sociales. Si bien tenemos 35% de personas en la pobreza, la tasa de indigencia se ubica en el 8%. Si se sacaran todos los programas sociales, la indigencia ascendería al 20%. En este contexto, el equilibrio social y político es complicado. Ahora bien, si sólo se trata de atender la emergencia, es suficiente con generar transferencias complementarias a través del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), y no crear una institución social de difícil y compleja sustentabilidad. Más que pensar en un salario o renta básica universal, cabría pensar en un salario social complementario asociado al “salario mínimo, vital y móvil, para trabajadores de cooperativas y/o proyectos sociales comunitarios con efectiva contraprestación laboral.
Desde el Observatorio se estudiaron diversos fenómenos vinculados a la pandemia. ¿Qué resultados te parecen más relevantes?
Me impresionó el fuerte impacto de la crisis sanitaria en los sectores informales y su capacidad de resiliencia. No salieron de la marginalidad, pero siguieron trabajando bajo nuevas formas y pusieron en marcha la solidaridad familiar y comunitaria. Los sectores medios, si bien también se empobrecieron, de alguna manera especularon con el contexto de la crisis y la reactivación en términos económico-financieros. En definitiva, mostraron más racionalidad económica frente a la incertidumbre. Los sectores populares no tienen ese margen y por lo tanto reaccionan proactivamente frente a demandas más inmediatas. Frente a la crisis alimentaria, se destaca la fuerte y rápida labor de asistencia que el Estado y la sociedad civil brindó desde las escuelas, los comedores, las iglesias… Sabemos que viene creciendo la malnutrición, pero los pisos de protección social en materia de alimentación a la infancia, lograron incluso mejorar respecto de la prepandemia. Por otro lado, detectamos un aumento en la desigualdad en dimensiones psicológicas y culturales. La Argentina del COVID-19 no salió mejor sino más fragmentada que antes, con valores fortalecidos alrededor de intereses particulares que tienden a reproducir mayores desigualdades, sin ningún remordimiento.
En el contexto de tu diagnóstico no se advierte una preocupación por el aumento y la politización del aparato estatal. ¿No hay un pacto implícito en la clase política para capturar el Estado-gobierno, independientemente del partido que se trate? ¿No sería necesario una reestructuración o recorte ostensible del empleo público?
Más que la cantidad de empleados públicos, el problema es la calidad de los servicios que brinda el Estado. Es claro que hoy ser empleado público es un privilegio en una sociedad que tiene al 50% de sus trabajadores en la precariedad. Sus salarios son en promedio iguales o superiores a los sectores privados, y tienen una estabilidad envidiable. Es clave avanzar hacia un proceso de reconversión de los empleos públicos, incluyendo el hecho de que los cargos públicos sean concursados. Ahora bien, esto debe pensarse en el marco de una reforma administrativa integral, de carácter federal, para organizar mejor la estructura y la coordinación de las funciones y los servicios públicos. Considero que el problema no tiene que ver con que el 15% de la fuerza de trabajo esté en los municipios, las provincias o el sistema nacional. Por el contrario, si las medidas se limitaran a achicar la planta de empleados se sumarían pobres y más conflictos a una sociedad fragmentada que no genera oportunidades de inclusión. Una reducción racional de empleados públicos requiere de una economía privada en crecimiento, con demanda de empleo y un proceso de modernización integral del Estado. La agenda de la sociedad no es la reforma del Estado, no es que no sea importante, pero el problema está puesto no en los empleos públicos sino en la clase política, que utiliza los recursos del Estado para su propio provecho.
En el marco de la crisis del 2000, la Iglesia institucional fue clarividente en poner el foco en la deuda interna, y desde la UCA, por ejemplo, nació el Observatorio de la Deuda Social. ¿En este momento hay una especie de ausencia de la Iglesia institucional en estos debates?
En aquel momento había una Iglesia que tenía fuerza moral para presentar ese debate y no tenía tanta presencia la disputa ideológica con el Estado liberal, ni existía una corriente cultural anticlerical tan arraigada en la sociedad. La grieta también se llevó puesto a la iglesia. Las demandas de justicia social de la Iglesia tenían antes mayor legitimidad. Creo que su presencia hoy está disminuida en el campo discursivo, por el temor a las consecuencias ideológicas y políticas. También creo que, por un sentido de prudencia, ante una sociedad tan crispada y fragmentada. Sin embargo, la Iglesia real, como movimiento del pueblo de Dios, muestra una práctica cada vez más presente (Cáritas, los curas villeros, etc.), aunque con un discurso político menos elocuente. No obstante, creo que la Iglesia cuenta con un área de vacancia que es precisamente reclamar un cambio en un sistema político tan perverso, sea de derecha o de izquierda. Esto implicaría un papel activo en el debate que hoy no tiene. El segundo aspecto que surge del 2001 es otro elemento que juega conflictivamente 20 años después: ¿la deuda social es de todos o no tendrían algunos que aportar mucho más que otro para su resolución? La Argentina que se nos viene necesitará que los segmentos de más altos ingresos o que pueden generar más riqueza asuman un compromiso redistributivo más decidido hacia el bien común, y la Iglesia debería anunciarlo.
Hay cierta gente que decía que durante el gobierno de Macri el Observatorio fue mucho más crítico en sus pronunciamientos que en la actualidad. ¿Cómo se responde a eso?
Primero, los hechos. No es cierto, porque desde 2004 hasta la fecha, pasando por todos los gobiernos presentamos anualmente los informes sobre el estado de las deudas sociales y lo seguimos haciendo. Esas críticas surgieron a fines del año 2019, cuando presentamos un informe crítico que mostraba -ex post del acto electoral- que la situación social se había agravado. Las elecciones legislativas ya habían pasado y Cambiemos había perdido. La grieta en las redes sociales potenció un discurso que hacía referencia a un Observatorio planero, peronista, bergogliano, populista y un sinfín de calificativos, pero no había nada especial ese año a lo que veníamos haciendo desde 2004, denunciar las deudas sociales que muchos buscan invisibilizar. A todos los gobiernos les ofrecimos nuestros servicios para colaborar por el bien común pero no todos reaccionaron de la misma manera. Alicia Kirchner en una reunión nos sugirió que nos dedicáramos a estudiar otros temas si queríamos continuar con nuestras carreras académicas. No pocas veces se buscó suspender nuestras presentaciones anuales. Nos reunimos con Macri y el gabinete social. Con Carolina Stanley colaboramos en una cartografía de inseguridad alimentaria y en políticas de desarrollo alimentario. También nos juntamos con Alberto Fernández para proponer un programa de empleo como el que he venido describiendo. Además, fuimos convocados y participamos de la Mesa de Lucha contra el Hambre hasta que se hizo evidente que no tenía contenido, pero no estaba en nosotros impedir que lo tuviera. El kirchenirsmo nos pegó y por eso crecimos entre la oposición; desde el macrismo también lo hicieron, y eso nos hizo ganar acciones con el peronismo. Los prejuicios respecto de lo que surgiera en la UCA y la lucha política ideológica está presente en las críticas, tanto desde la izquierda como desde la derecha. No es fácil quedar libres de la construcción social de sentido de los temas que tratamos. Lo importante para nosotros es ayudar al debate público y democrático de las deudas sociales que enfrenta nuestra sociedad.
¿Detectás una depresión social a partir de la falta de horizontes?
En un contexto de generalizada resiliencia, aparece la paradoja de la falta de un horizonte de bien común frente a la idea individualista de salir adelante. En efecto, la salida se percibe como de exclusivo empeño individual, que es el gran error del liberalismo económico radicalizado, porque cuando hay recursos colectivos escasos no se produce una justa distribución, y todos perdemos. La falta de un horizonte común es la razón por la cual considero que no salimos mejores, la falta de un ideario social compartido, un valor que debe partir de la conducción política. No hay una clase política con espíritu ciudadano capaz de inmolarse por nuestra causa. También hay un agotamiento del fracaso del sistema político partidario, un fin de ciclo. Ojalá haya una renovación moral en los líderes políticos en las próximas elecciones, hay un área de vacancia en este sentido, frente a una sociedad que requiere que se la deje desarrollar y florecer. Necesitamos líderes que entren en sintonía con las necesidades de largo plazo de nuestra sociedad. Si bien el precio de la soja o Vaca Muerta pueden fácilmente generar reequilibrios en el sistema económico, sin cambios estructurales y estratégicos, no vamos a construir las bases para un futuro distinto. Desde mi punto de vista, la clave del proceso de transformación argentino para salir de la crisis está en el sistema político.