En cuanto a las disputas entre ciencia y fe, el autor sostiene que “el dogmatismo es más rentable que la honestidad intelectual, de modo que se requiere una gran libertad de conciencia para admitir que uno pudo estar equivocado”.

Se diría que uno ha logrado cierta madurez intelectual cuando entiende que esas ideas que hasta entonces había recibido y reproducido pasivamente las había pensado alguien en determinadas circunstancias. Esas ideas no venían del Empíreo: habían nacido de la experiencia y la reflexión, y a veces reflejaban los debates de un reducido grupo. Sin duda, no andaba tan errado quien dijo que para entender a los filósofos había que averiguar con quién estaban enojados.

El otro descubrimiento que uno puede hacer en esas circunstancias es que muchas ideas que parecen obvias e indiscutibles no tienen demasiado sustento, más allá de la autoridad que se le atribuye a sus autores.

Hoy los medios son los que se encargan de construir esa autoridad, que no siempre es legítima y a veces ni siquiera pertinente. Los medios le piden a los científicos que opinen sobre temas filosóficos y tientan a los filósofos a meterse con las cuestiones científicas. Suelen armar un artículo en base a tres o cuatro llamadas telefónicas, con lo cual el lego puede llegar a creer que está científicamente demostrado algo que no pasa de ser una opinión personal. Pero no todo lo que dicen los científicos es ciencia y no todas las frases ingeniosas son verdaderas.

Conviene tener en cuenta esto toda vez que se habla del conflicto entre la fe y la ciencia. Es sabido que la polémica vende más que la opinión fundada y que la duda honesta, de modo que es habitual plantear un conflicto allí donde habría condiciones para el diálogo, porque eso permite hacer vistosos titulares.

Una de esas polémicas es la que viene agitando al mundo de habla inglesa en las últimas décadas. En ella se enfrentan dos bandos tan dogmáticos como intransigentes: el fundamentalismo bíblico de los creacionistas, que toman al pie de la letra el relato del Génesis, y el de los neodarwinianos, que niegan que el universo tenga otro sentido que el juego de la selección natural. En los Estados Unidos, la disputa es esencialmente política y gira en torno al contenido de los planes de estudio. El creacionismo se ha hecho fuerte de la mano de los conservadores, y los liberales cierran filas en torno a Darwin, en una polémica tan estéril como simplista.

Alrededor del año 2006 este enfrentamiento se agudizó con una ofensiva del fundamentalismo darwiniano. Este “nuevo ateísmo,” que ya no sólo repudia al creacionismo y a la Biblia, sino a cualquier forma de “religión organizada,” produjo una avalancha de libros cargados de violencia verbal. Algunos fueron best sellers, lo cual hoy parece suficiente para volverlos respetables. Su estilo no deja de ser bastante panfletario y no pocas veces sus argumentos se remontan a los del Diccionario Histórico y Crítico de Pierre Bayle, que a comienzos del siglo XVIII sirvió de arsenal ideológico para la Ilustración.

Los autores más populares son el zoólogo Richard Dawkins, cuya obra siempre estuvo dominada por la lucha contra la religión, y el filósofo Daniel Dennett. El resto se compone de ensayistas y periodistas como Hitchens, Harris, Crayling o el francés Onfray. Estos últimos no invocan a Darwin, pero suelen ser más belicosos. Su agresividad resulta tan sorprendente como anacrónica, considerando que apunta a una minoría dentro de una sociedad cada vez más indiferente hacia la religión. Hay quien los llama “ateólogos”, usando una palabra que creó Georges Bataille, quien pertenecía a otra familia ideológica.

Los ateólogos creen que el darwinismo es el “solvente universal” que acabará con todas las creencias religiosas, aunque quizás no pueda acabar con los creyentes, que son seres infantiles, ignorantes y violentos. La religión no es más que la ignorancia organizada y ha sido responsable de todas las violencias de la historia. Harris cree que Dios (además de no existir) es intrínsecamente perverso. Persinger y Dennett aseguran que la experiencia religiosa es una patología cerebral, pero Dawkins piensa que es un meme, una suerte de virus informático que infecta las mentes.

Los talibanes del positivismo

La tradición académica a la cual se remiten aquellos ateólogos que hablan en nombre de la ciencia es el positivismo lógico, que tuvo sus momentos de gloria en los años ‘50, inmediatamente antes del auge del estructuralismo.

El neopositivismo anglosajón nació cuando el filósofo Alfred Ayer (1910-1989) introdujo en Inglaterra las ideas del Círculo de Viena, un grupo de epistemólogos orientados por Rudolf Carnap que proponían al conocimiento científico como la única forma válida del saber.

El magisterio de Ayer y del matemático Bertrand Russell inspiró la escuela neopositivista. Los neopositivistas enseñaban que el lenguaje religioso (y para algunos, hasta el del arte) no es verdadero ni falso sino absurdo. Este ateísmo por default se impuso gracias al prestigio de figuras como Willard v. O. Quine y Gilbert Ryle. “Dioses”, el célebre artículo de Ryle, era bastante explícito al respecto.

Las polémicas académicas y los debates públicos que se plantearon en torno a estas tesis no dejaron de ser provechosos, entre otras cosas porque favorecieron el surgimiento de una renovada “teología natural” capaz de dialogar con la ciencia, cuyas figuras más destacadas son el filósofo Richard Swinburne, de Oxford, y el lógico modal Alvin Plantinga, de Notre Dame.

El filósofo Antony Flew (1923-2010) fue discípulo de Ayer y tuvo a Ryle por padrino de tesis. Su artículo “Teología y falsación” (1950) abrió el camino por el cual transitaría el ateísmo académico. A lo largo de toda su vida adulta, Flew se fue consolidando como el vocero más autorizado de esa postura.

Otra de las grandes figuras de esta escuela es el epistemólogo Thomas Nagel (n.1937), un liberal que defiende la eutanasia y es ajeno a cualquier postura religiosa o metafísica. Sin embargo, desde su famoso artículo “¿Qué es ser un murciélago?” (1974) Nagel nunca dejó de señalar que el problema de la conciencia, y especialmente en lo que atañe a la ética, está lejos de resolverse con los argumentos reduccionistas, que remiten a la biología.

En cuanto a Alfred Ayer, fue el padre de todos ellos. Sus debates en la BBC con el jesuita Copleston fueron memorables, y hasta Wittgenstein los había seguido atentamente.

Sorpresas te da la vida

En principio, se suele admitir que los autores tienen derecho a rectificarse, pero lo cierto es que cuando lo hacen parecen desautorizar a sus divulgadores, con lo cual también ven deteriorarse su autoridad. Paradójicamente, el dogmatismo es más rentable que la honestidad intelectual, de modo que se requiere una gran libertad de conciencia para admitir que uno pudo estar equivocado. Esto es lo que parece haber ocurrido con algunos maestros del positivismo lógico.

Un día de mayo de 1988 Alfred Ayer, que estaba internado por una neumonía, se atragantó con el salmón que un familiar irresponsable le había llevado a la sala de terapia, y estuvo clínicamente muerto unos cuatro minutos. Al retomar la conciencia dijo haber tenido una visión, que más tarde dio a conocer en un artículo.

Por cierto, el más allá que visitó Ayer era muy poco espectacular, y parecía más digno de Russell que de Dante. El filósofo, que había estado leyendo la Historia del tiempo de Stephen Hawking, vio una luz roja y se topó con dos seres que se identificaron como los guardianes del espacio y el tiempo. Es el tipo de sueño que esa clase de lecturas puede inspirarle a cualquiera, pero había algo en él que conmovió a Ayer. El filósofo se sintió obligado a aclarar que esa experiencia no había debilitado su convicción de que no hay vida después de la muerte, pero sí su inflexible actitud hacia quienes creen lo contrario. De todos modos, tanta cautela no impidió que fuera víctima de suspicacias e ironías. Un año más tarde, cuando Ayer murió, se conoció el testimonio de su médico, a quien le habría confesado que iba a tener que revisar todos sus libros, porque sentía que se había encontrado ante una presencia divina. Más allá de esta versión, el hecho es que en su último año de vida el amigo más cercano de Ayer fue su antiguo adversario, el padre Copleston.

El desasosiego que provocó la experiencia de Ayer en el frente ateológico no fue nada comparado con el escándalo que desató Antony Flew en 2007, precisamente cuando culminaban las hostilidades, al publicar un libro con el escueto título Dios existe. Quizás los editores hayan especulado con eso, pero el hecho es que el autor había venido anunciando ese giro desde hacía tiempo.

Con ejemplar honestidad intelectual, Flew declaraba que lo suyo no debía verse como una conversión religiosa, aunque ahora se sentía más abierto al diálogo con los creyentes. Simplemente había llegado a concebir un dios aristotélico, causa y fin del orden cósmico, que ni siquiera era personal, a la manera del Dios de los deístas. Flew no había tenido ninguna experiencia espiritual ni se había vuelto creyente. Simplemente, tras evaluar los argumentos que ofrece la cosmología física –el llamado “principio antrópico” y la “sintonía fina” de las leyes físicas y las condiciones iniciales del universo– había llegado a la conclusión de que  Dios existe.

Con estos simples argumentos, Flew desató la ira de aquellos que hasta hacía poco lo exaltaban como un maestro de la epistemología, y ahora se ensañaban con el octogenario autor apelando a la peor de las falacias, el argumento ad hominem. Dawkins salió a decir que esos devaneos se debían a la “avanzada edad” de Flew y algún periodista insinuó que el libro lo había escrito otra persona. Cuando se sugirió que la cercanía de la muerte había intimidado al anciano, Flew les respondió, con británico humor, que al no creer en otra vida, ese tema no lo inquietaba. Quizás las cosas hubieran sido distintas de haberse tratado de un nonagenario arzobispo que en el lecho de muerte renegara de su fe: en ese caso no hubieran dudado en alabar su “implacable lucidez”.

La última de estas escandalosas “deserciones” fue la del epistemólogo Thomas Nagel, quien la emprendió nada menos que con el baluarte darwiniano. Por supuesto, Nagel no critica la obra científica de Darwin –un agnóstico a quien una dolorosa experiencia había hundido en la depresión– sino que impugnaba el uso ideológico que se hace de él. Así como antes se apelaba a un “Dios de los baches” para explicar todo lo que la ciencia no alcanzaba a entender, Nagel denunció que ahora existe una suerte de “darwinismo de los baches”.

El libro que Nagel dio a conocer en 2012 se titula Mente y cosmos y lleva un irónico subtítulo: Por qué la concepción materialista y neo-darwiniana de la Naturaleza es casi seguramente falsa.

Nagel tampoco se ha convertido. Se ha limitado a profundizar las tesis que venía desarrollando durante décadas, para llegar a la conclusión de que el materialismo no alcanza a explicar la presencia de la mente en el universo y que el reduccionismo no puede dar cuenta de la conciencia. El ateo Nagel llega a agradecerles a los partidarios del Diseño Inteligente (la versión más académica del creacionismo) por haber vuelto a plantear estas cuestiones. Hasta se atreve a decir que ahora se inclina por una suerte de idealismo hegeliano.

Algo debe andar mal en este mundo que tanto exalta la tolerancia y tan poco la practica, cuando una tesis filosófica es vista como una imperdonable deserción, y hasta el oráculo de la Wikipedia es reacio a dar cuenta de ella. Sin duda, vivimos un tiempo de violencia, donde el fracaso de la Ilustración parece permitir que el fanatismo renazca con renovados bríos.

3 Readers Commented

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  1. Tomando en cuenta todo lo expuesto por el autor del artículo, creo que, a pesar de las objeciones que le han hecho autores de renombre como Alain Touraine, la propuesta de Jürgen Habermas en cuanto a lograr la utopía de la comunicación es muy apropiada. Y el vivir en sociedades postsecularizadas, que es una de sus consecuencias, resulta una de las propuestas más adecuadas para el siglo XXI. O sea, sociedades donde nos respetemos los que creemos y los que no creemos, procurando una sana convivencia unos respecto de los otros.
    Raúl Ernesto Rocha Gutiérrez
    Doctor en Ciencias Sociales (UBA).
    Doctor en Teología (SITB).
    Magíster en Ciencias Sociales (UNLaM).
    Licenciado y Profesor en Letras (UBA).

  2. lucas varela on 10 octubre, 2014

    Cuando todos, o la mayoría, coincidimos en algo, es que tenemos razón. La razón es algo colectivo; la razón nos une.
    La verdad es otra cosa. De ordinario, la verdad es completamente individual, personal, íntimo. Es de hombres tener verdad, y no razón precisamente. Las verdades nos separan.
    ¿Qué es creer en Dios? La verdad íntima, moral, es la respuesta. Y es la duda, la santa duda, la madre de la fe verdadera.
    Aquellos verdaderamente convencidos, suelen ser más tolerantes y pacíficos. Pero mentirse a sí mismo es lo peor. Las verdades que no están depositadas en el alma, no son verdades. Nada más triste que vivir de ilusiones a conciencia de que lo son.

  3. Guillermo on 11 mayo, 2020

    Aunque es un artículo de hace más de seis años, la verdad es que me hace plantearme esa pregunta de cuándo existirá un respeto entre creyentes y no creyentes. Es una guerra constante, en pleno siglo XXI, es un guerra relativista constante que no tiene tregua. La posmodernidad trajo serías consecuencias para la libertad de conciencia, la ética, y incluso la fe de las personas. Anular la razón, es dejar de vivir; pero anular la Fe, es matar el amor y la esperanza en los seres humanos. Muy importante aceptar que la ética existe desde el amor y el reconocimiento de la vida.

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